Reflexión N° 55 - Las Formas de la Muerte

En estos días, la muerte de dos personas ha removido la opinión pública mundial hasta límites extremos, concitando las causas de un fenómeno humano extraordinario que ha excedido el significado de la vida y la muerte: los casos de Terri Schiavo de Miami, desconocida y sin conciencia durante 15 años en estado vegetativo, y de Juan Pablo II, Papa de la Iglesia Católica, con el más alto perfil público internacional, abrumado por una serie de enfermedades que lo llevaron a la declinación completa de sus funciones vitales. Ambos casos fueron asistidos con recursos sobresalientes de la ciencia médica hasta que, suprimidos los entubamientos, fallecieron. En todos los lugares del mundo, día y noche, están muriendo millones de personas protegiendo con silencio y privacidad el solemne momento de la muerte. En los gráficos egipcios del Libro de los Muertos se ve al alma del difunto frente a una balanza; en un platillo se ha puesto una pluma, símbolo del vuelo espiritual, en el otro está el corazón del muerto, símbolo de sus acciones pasadas; enfrente, presidiendo la ceremonia, el Dios de la Muerte (Osiris) espera. El corazón debe estar tan liviano, libre de apegos y deseos, que pueda volar hacia la Gran Madre del Cielo (Isis).

El hombre permanece como especie y como individuo. Por medio de la reproducción de padres a hijos perpetúa la especie, y por medio de la reencarnación se perpetúa a sí mismo transitando por diversos estados vibratorios: material, etéreo, astral, mental, etcétera. Aunque los diversos cuerpos vibran sincrónicamente, sólo tenemos plena conciencia y acción en el estado físico que conocemos. El individuo permanece en el físico durante 77 años promedio, desde el nacimiento hasta la muerte. Llamamos muerte a la transición del medio físico a una nueva dimensión de vida. El hombre común conoce con sus sentidos únicamente la dimensión material y no tiene acceso a las otras, las cuales han sido investigadas por seres que poseen facultades extraordinarias, los clarividentes. Algo similar ocurre con las ciencias modernas y sus instrumentos de investigación; los científicos preparados pueden conocer los misterios de la biología celular, de la física cuántica y de las matemáticas puras. La gran mayoría sólo pueden creer en ellas por fe.

Al morir, el cuerpo físico se desintegra en sustancias elementales y la vida material desaparece. Lo que quedó, la psiquis con sus diversas partes, pasa a otras dimensiones y va perdiendo poco a poco el recuerdo de sus acciones hasta quedar sólo la simiente; este proceso se llama el don del olvido. A medida que el ser transita los múltiples estados, cada vez más sutiles, va desintegrando los componentes de su alma, sentimientos, apegos, ideas, todo, hasta quedar concentrado en un punto esencial, el átomo simiente. A partir de ese centro de pura conciencia sin dimensiones el individuo regresa hacia un nuevo destino. En el retorno va recogiendo la esencia de sus experiencias pasadas en medida diversa y cuantificada hasta llegar a las puertas del nuevo nacimiento en la carne. Este proceso de una ida y una vuelta, en el común de los individuos, dura unos 700 años terrestres, y reencarna siete veces como hombre y siete como mujer. Pero el individuo en ningún momento desaparece, permanece en el transcurso de las experiencias. ¿Es ésta una fatalidad de esclavitud? No. El destino final del hombre es la libertad cuando, vencidos los apegos y las ataduras, se une al cuerpo místico de los Grandes Iniciados y, por el camino místico, se transforma en Ihes, el Hijo de Dios.

La libertad

Las instituciones religiosas ayudan a transitar los caminos que conducen a la liberación integral, pero no dan la liberación. La libertad se logra por la Renuncia de Holocausto, es decir, por la mística, como está explicado en las Enseñanzas del Maestro Santiago. Jesucristo enseñó la liberación en la pasión de la Cruz y todos los Grandes Iniciados Solares también lo han demostrado de diversa manera. Santiago Bovisio adelanta que el actual Salvador Maitreya enseñará a cada individuo, por el trabajo interior de la Renuncia, la Mística del Holocausto, el desapego total, la ofrenda completa, la redención, la libertad; cuando no hayan más deseos ni karma el individuo que renuncia no renacerá más, será libre.

La vida se renueva perpetuamente; muerte y nacimiento se suceden sin interrupción, sin detenerse jamás, en la naturaleza y en los hombres. Los animales y las plantas mueren y desaparecen como formas individuales reintegrándose al orden natural indiferenciado. Los hombres también mueren, pero no desaparecen, se transforman, transmutan sus energías a un orden superior o inferior de existencia según el mérito liberador de sus experiencias. El cielo y el infierno existen en todas la tradiciones, pero no pertenecen a las religiones, sino a la propia alma cuando llega el momento exacto, la muerte. Incluso, ambos estados pueden experimentarse en esta Tierra como un adelanto de lo que vendrá. El Maestro Santiago hablaba del mundo social como “este infierno permanente”, y el Papa Pablo VI afirmaba que “Satanás era el rey de este mundo”. Más allá de la voz autorizada de los pensadores, nosotros, millones de hombres que cubrimos el planeta en los últimos momentos de su vieja civilización experimentamos el infierno del Apocalipsis: en las terribles experiencias que muestra a diario la televisión en las calles de la ciudad, en las drogas y las enfermedades, por ejemplo el SIDA, en los discapacitados, en la locura de los negocios. Los asuntos de la muerte han crecido porque las defensas que nos protegían han sido derribadas y los monstruos del abismo están por todas partes, hasta en la intimidad del hogar.

El hombre perdura; la muerte es una apariencia, un cambio, la oportunidad de volver a empezar, corrigiendo los errores y perfeccionando los ideales. Cualquiera sean las formas de la muerte, desde la inconsciencia impresionante de la pobre Terri Schiavo hasta la pomposidad dorada y triunfal de la Basílica Romana, colmada de Cardenales, Presidentes y devotos, la muerte es siempre igual a sí misma; cuando llega la hora fijada por la Providencia, por más ciencia que se utilice, llore quien llore, hay que dejar todo, el cuerpo, los seres más queridos, las posesiones, y partir hacia lo desconocido, sin compañeros, sin riquezas, desnudo y solo en medio de la oscuridad. En la hora de la verdad cada uno es lo que alcanzó a ser, y no es lo que nunca pudo ser. Dos visiones modernas de la muerte: Terri Schiavo perdida en la oscuridad de la inconsciencia, sin ojos, sin oídos, y la triunfal y espléndida agonía del Papa en la Plaza de San Pedro envuelta en la púrpura y el incienso; ambas son diferentes por fuera, pero iguales por dentro; sólo la muerte se reconoce a sí misma en cada ser, y sabe que es la triunfadora.

¿Cuántas formas tiene la muerte? Infinitas; una para cada uno de nosotros, con el rostro y la voz del protagonista. En realidad, la muerte es el alter ego del ser, la síntesis de lo que hizo o no hizo, él mismo. En la hora de la muerte el ser se reconoce. ¿No es ése el símbolo de Cristo agonizando en la cruz? La muerte en estado vegetativo es la imagen del hombre moderno, vacío, banal, androide. La de Juan Pablo II en la resplandeciente agonía de las pantallas del televisor es la pompa y circunstancia de las instituciones del poder. Los cientos de miles desaparecidos en el tsunami, anónimos en las fosas comunes, señalan el fin de la vieja civilización. Para que el hombre nuevo pueda desarrollarse en un planeta reconstruido, las formas de vida conocidas deben desaparecer, cada una a su manera. Es lo que estamos viendo continuamente en todas partes. Las ceremonias de la Plaza de San Pedro se prolongan globalmente como una red envolviendo al planeta. Todos hemos participado desde nuestros lugares y condiciones, y nunca fue más apropiado el nombre, Iglesia Católica, que quiere decir universal.

La ley de la vida

Así experimentamos la ley de la vida: todo desaparece y se recrea en formas no conocidas, en los individuos, las corporaciones y las épocas. La antigua civilización cristiana occidental terminó su ciclo, y los jefes de Estado de las principales naciones del mundo le dieron la despedida en Roma, cuna del antiguo imperio y centro de la sociedad moderna. Con fausto y esplendor la Humanidad se despidió del tiempo que se va; un largo silencio se extiende por las sementeras guardando las ideas que liberarán a los hombres de la red de opresiones, desde al ansia de posesiones materiales, hasta los dogmas que tiranizan a las almas.

Las ceremonias han concluido. Miami recupera su movimiento de turistas y compradores. La Plaza de San Pedro está vacía con algunos visitantes rezagados y curiosos holgazaneando. En los espacios abiertos los empleados municipales limpian las baldosas y recogen la basura. Hay silencio.

En Florida, una chica camina al atardecer por una playa solitaria junto al mar. Terri sueña pensativa en la luz crepuscular que la envuelve con el suave ritmo de las olas que se aquietan en la arena, en el agua que se extiende hasta el horizonte, en el cielo azul. No recuerda nada, ha olvidado su pasado, su nombre, no sabe con quien ha estado; tampoco sabe a donde va. Está en paz y sonríe, porque nada de eso le importa. Le agrada caminar, se siente feliz, sin mojarse los pies. Libremente se deja llevar a donde su corazón la quiera llevar. Y se interna en el mar.

En otro lugar, el joven Karol Woytila pasea por un bosque de pinos en los llanos de Polonia. Él tampoco sabe cómo se llama, ni recuerda ciudades, personas, estudios o proyectos. El aroma de los pinos es maravilloso; esa mañana los rayos del sol penetran en las ramas iluminando las flores del suelo. Un manantial baja por las rocas, pero no tiene sed, ni hambre, ni frío. Se siente muy bien, como nunca lo había estado. Subiendo por las colinas llega a un espacio abierto, pleno de sol, por encima de los bosques. Y casi sin quererlo, se eleva sobre los pinos, deslizándose hacia las montañas del horizonte, blancas de nieve.

José González Muñoz
14 de Abril de 2005

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