Reflexión N° 124 - Trabajar por Trabajar
Uno de los secretos de la felicidad es trabajar por trabajar, no por la recompensa, sino por el gusto de dar. Todas las cosas vivientes en la Naturaleza, menos los hombres, cumplen espontáneamente esta ley: los rosales ofrecen la belleza de sus flores a cualquiera que pasa por el camino; si paseamos junto a un arroyo encontramos frescura, agua cristalina, descanso y temas para reflexionar; los árboles entregan leña, viva y muerta, para el fuego que da luz, calor y ganas de vivir; los pájaros nos alegran con vuelos y cantos; de noche tenemos en el campo, no en la ciudad, estrellas que nos hacen pensar en la grandeza de Dios. Todo en la Naturaleza es felicidad. La Naturaleza trabaja por trabajar y nos enseña el Camino.
Cuántas veces hemos dado un regalo de cumpleaños, o en el día del amigo y esa entrega nos ha producido una alegría plena que nos dura mucho tiempo, hasta en el recuerdo, más intensa aún que cuando hemos recibido algo nosotros. Porque dar es más lindo que recibir. Se produce un fenómeno interior de plenitud equivalente al valor de la ofrenda. Es como si la vida, en el acto de la entrega, nos retribuye una parte de sí misma, una recompensa interior, un poco de felicidad. Esta acción se puede observar continuamente en los niños que no tienen malicia ni calculan beneficios; siempre están haciendo regalos, cualquier cosa simple, una piedra, una flor silvestre, la mitad de la galletita que están comiendo. Se los ve sonreír cuando entregan una parte de lo que tienen.
Los chicos no trabajan; juegan. Jugando aprenden y con las experiencias lúdicas crecen y adquieren normas de vida. Los adultos cuando empiezan a recibir dinero por un trabajo o una mercadería, dejan de jugar y de aprender. Cuando tienen ocio, sábados, domingos, en vacaciones, hacen deportes, pasean por la playa, juegan a las cartas o miran vidrieras, pero no dan ni trabajan para el bien de los otros. Cuando ganan están contentos; cuando pierden están de mal humor. No conocen la felicidad, por más dinero que ganen, porque no saben trabajar por trabajar. ¡Y hay tanto que hacer en la comunidad para bien de los más necesitados! En Argentina el 50 por ciento de la población tiene necesidades básicas que no pueden satisfacer. Si el 50 por ciento restante que tiene de más diese unas horas por semana en ayuda comunitaria, por gusto de dar, los argentinos, todos, vivirían un estado de comprensión fraterna que ayudaría a solucionar los problemas agudos que vive nuestro país, no económicos, sino morales y sociales, y aquéllos que viven marginados en las villas miseria aprenderían a trabajar y a forjar su camino.
Toda la civilización occidental está mal organizada desde el principio por causa del afán de posesiones, más allá de las necesidades. Estamos al final de esa civilización que produjo obras maravillosas en todos los campos sociales, artes, tecnología, arquitectura, ciudades y comunicaciones, vuelos espaciales y universidades, laboratorios y computadoras, y al final la mitad de la Humanidad padece hambre y miseria, viven en casas de lata y cartones de embalaje, comen desechos y recogen basura, porque no tienen dinero para comprar alimentos limpios. Tampoco pueden adquirir medicinas ni pagar médicos caros. En Estados Unidos, país de la opulencia en otros tiempos, el desempleo va en aumento; familias con dos o tres hijos viven en una habitación de motel, cocinan papas fritas y miran televisión; hay 14 millones de casas rematadas, vacías y sucias que no podrían ocupar. Con tantos años viviendo del crédito fácil no saben rebelarse y exigir derechos. En España abundan las casas de campo abandonadas en las mismas condiciones, mientras sus propietarios viven del seguro de desempleo en las ciudades. Los inmigrantes ilegales están abandonando Norteamérica y Europa y volviendo a sus países de origen donde tienen a sus familiares y alguna esperanza de vivir mejor. Pero allí, en México, Argentina, Turquía, Bolivia, África del Norte, la miseria es general sin cobertura social. Esa gente no sabe trabajar; crecieron en oficinas y comercios sin saber levantar una casa de ladrillos humilde ni hacer una instalación de agua corriente ni de gas. No saben cultivar una huerta pequeña de tomates, lechugas, papas y cebollas, no saben cosechar las viñas ni los árboles frutales. Tampoco quieren hacerlo y pasan las horas frente al televisor tomando mate con tortas de grasa. La miseria se expande por Argentina, Brasil, Estados Unidos, Europa, México, en todas partes. En Mendoza, todos los años hay problemas para levantar la cosecha de uva por falta de mano de obra, aunque las villas están llenas de desocupados, miles. Entonces vienen bolivianos y paraguayos en camiones con sus familias y todos trabajan, hombres, mujeres y niños, como se hacía hace cuarenta años atrás y regresan a sus tierras con dinero fresco para vivir el resto del año. Los jóvenes mendocinos siguen limpiando parabrisas en los semáforos en rojo, recogiendo cartones y basura en carritos, o delinquiendo, para vivir sin trabajar.
Hay una frase muy antigua que dice: “El que no trabaja no come”. En el final de esta época hay mucha gente que no trabaja, pero está subvencionada para comer. La sociedad moderna está llena de huecos, nichos y grietas donde medran los que no trabajan y viven de los demás. Han perdido el significado del trabajo que va más allá de la retribución económica. Hasta el último momento hay necesidad de trabajar y necesidades de hacerlo en actividades muy sencillas. Quienes viven sin el esfuerzo de trabajar pierden el sentido de la vida cuando más se necesita, en la vejez, y mueren mal. Trabajar es una necesidad de la existencia y quienes no trabajan se convierten en parásitos del resto de la sociedad. Cuando llegan los años y se liberan de las obligaciones nace la oportunidad de trabajar por trabajar.
Los hombres conocen bien las desgracias que les trae el dinero, cuando se tiene y cuando falta. Cuando se posee mucho hay que vigilar y perder, cuando se tiene poco o nada se sienten desgraciados. Porque tener y no tener no es asunto de cuenta bancaria, sino del afán de posesiones, de codicia, un problema puramente espiritual, concretamente de Renuncia. Los hombres que viven en la floresta tropical, en chozas que ellos han construido con sus manos y se mantienen con lo que cazan y recogen no son codiciosos porque lo que necesitan se los provee la Naturaleza. Igual que los pescadores de la Polinesia, los campesinos sencillos que cultivan su huerta y no desean emigrar a la ciudad, los niños de familias sanas de clase media, los monjes de clausura que nada piden; con lo que tienen es suficiente.
¿Es tan difícil renunciar a las cosas materiales? ¿Es un asunto de ermitaños, o cualquiera que tenga la cabeza sana y viva en el centro de una gran ciudad puede desprenderse de las cosas superfluas de la civilización consumista y comercial de nuestro tiempo? Es difícil, pero no imposible. Hay que empezar por las cosas sencillas, inofensivas en su apariencia, pero terriblemente dominadoras, la televisión, los espectáculos deportivos, los trabajos infrahumanos. Un quiosquero se pasará la vida en un espacio de dos metros cuadrados mirando pasar la gente y los años, fumando sin cesar, cuando a poca distancia comienza la pampa libre, con bosques de eucaliptos, ganado y un rancho de vez en cuando, infinita hasta llegar a la cordillera. En cualquier rincón de esa inmensidad puede instalarse el quiosquero, pero extrañará la cárcel y el ruido de los colectivos y las motos. Cuando duerma al aire libre no podrá soportar la grandiosidad del cielo estrellado. Volverá al encierro. La libertad es para pocos. Todos pueden intentar el desafío y si triunfa será el más feliz de los mortales.
Son muchas las oportunidades que tiene una persona de la ciudad de trabajar sin recibir remuneración cumpliendo tareas comunitarias. Los sábados y domingos son feriados, las vacaciones anuales duran casi un mes, los jubilados a partir de los 65 años están libres y no saben qué hacer con su tiempo, generalmente se reúnen en las plazas con sus colegas para “matar” el tiempo. ¡Y hay tantas necesidades que el Estado no cumple en las escuelas, los hospitales, los dispensarios, la calle! ¿Se atreverá un ocioso de cualquier edad, con algunos compañeros, incluso niños, concurrir a un hospital público para conversar con los enfermos, leerles el diario si son ciegos y cumplirles pequeños mandados que ellos le pidan? ¿Los más preparados irán a las cárceles y los patronatos para aliviar las penas de los que no tienen libertad? ¿Las villas miseria recibirán ayuda de los que tienen casa y automóvil?
Trabajar por trabajar es un tema difícil en la civilización moderna, porque todo está regido por el valor del dinero. Por suerte, las primeras señales del holocausto universal están apareciendo en todas partes, geográficas, climáticas, sociales y económicas. Algunos siguen llorando por la desaparición de las Torres Gemelas de Nueva York, otros por el derrumbe de Europa; los de más allá por el gran calor y los incendios de Rusia. Cuando el desorden y la miseria inunden el planeta, como ha ocurrido otras veces sin dejar un espacio de tranquilidad, Atlántida, Lemuria, ¿qué pensarán los sobrevivientes? ¿Qué piensan los palestinos de Gaza cercados por una muralla de destrucción? ¿Y los inundados de Pakistán que perdieron todo? Los Santos Maestros que conocen lo que vendrá nos están avisando con anticipación los tiempos próximos para que corrijamos algo de nuestro comportamiento.
Desgraciadamente en la sociedad actual, cuanto más duras son las circunstancias externas, más egoístas se vuelven los individuos. Se creen con derechos innatos que les han arrebatado y no se corrigen. Esperan que el destino, el Estado, alguien, los favorezca. Mister Smith de Detroit fue despedido, le remataron la casa hipotecada porque no podía pagar, vendió la lancha y la rural cuatro por cuatro y se refugió en un pequeño hotel, una habitación para él, la mujer y dos hijos, comen hamburguesas y miran televisión. Nunca trabajó sin sueldo y ahora tampoco. No sabe vivir. No tiene opciones; su amargura y frustración es permanente.
La mejor manera de prepararse para los tiempos venideros es aprender a trabajar por trabajar, por el gusto de dar sin esperar compensaciones. No sólo se habilita en tareas manuales que no conocía, sino que se prepara él mismo para afrontar los tiempos difíciles. Ayude a mejorar la casa precaria de alguien que lo necesite y aprenderá a construir la suya, mejor, cuando le llegue el turno. Sobre todo aprenderá el inestimable don de la solidaridad con aquellos carenciados.
Nadie es olímpico en la felicidad. La Justicia Divina es distributiva y reparte el sufrimiento y las alegrías según el mérito de cada uno. Quién opina que merece muchos bienes económicos y espirituales y se desespera por obtenerlos no entiende el sentido de su existencia. Más tarde o más temprano, en esta vida o en el más allá, tendrá la cuota que le corresponde. Lo mejor es dar ahora todo lo que pueda, así recibirá oportunamente lo suyo con paciencia, armoniosamente.
José González Muñoz
Octubre de 2010