Relato N° 45 - El Ocaso

Oceanía es un continente insular, restos de la antiquísima Lemuria, donde el hombre comenzó su larga historia de triunfos y fracasos. Allí, en la Isla de Coral, el Manú Vaivasvata, fundador de la Raza Aria, preparó la conquista del mundo. Transcurrieron las civilizaciones y ahora, al promediar la Era Americana, en Australia, los viejos se demoran en el ocaso antes de partir definitivamente. Los Iniciados del Fuego han organizado una jubilación suave, segura, sin sobresaltos ni peligros. El continente está aislado de otras tierras produciendo cambios benéficos en el clima, la fauna y la flora con especies hermosas para que los inmigrantes puedan sobrevivir sin mayores esfuerzos, cosechando los frutos que la Naturaleza ofrece espontáneamente. Estos grupos seleccionados de viejos han vuelto a la prehistoria, cuando eran pocos y abundaban los espacios. Han sido concentrados en Australia; en otros continentes las experiencias son diferentes y los destinos también. Los australianos del milenio X son aquéllos que no pudieron alcanzar la Barrera Radiante del Maitreya y permanecen fuera de las corrientes de vida que animan los nuevos protagonistas de la evolución. No han sido abandonados al azar ni al karma que los agobia; están protegidos por los Acuarianos que, voluntariamente, se preocupan que no sufran en vano, no hagan daño ni sean peligrosos como ocurrió otras veces. Procedentes de todas las regiones del globo, lograron salvarse de las guerras exterminadoras de la inteligencia artificial y, recuperados por los Acuarianos con naves aéreas, fueron depositados en lugares apropiados. Reunieron un millón de hombres y mujeres mayores de veinte años. Los menores de esa edad, pocos, fueron entregados a los Templos de Iniciación. No saben leer ni escribir, son estériles, la fecundación artificial ha desaparecido y padecen enfermedades terminales.

Las zonas de ocupación son costeras con buen clima, y abundan los productos que prosperaron en la civilización: cereales, frutales, animales de granja, verduras y hortalizas. Practican algunos oficios útiles como alfarería, telares, cestería, curtiembre de pieles, construcción de chozas, pesca con redes y anzuelo. Saben encender el fuego. Se agrupan en aldeas distanciadas unas de otras y el intercambio de productos es ocasional. No utilizan dinero. Las relaciones sociales son semejantes a las que practicaban los aborígenes antes de la irrupción de la civilización cristiana. Desde el fondo del inconsciente colectivo surgen mitos, leyendas de dioses ancestrales, el temor a las fuerzas desconocidas de la Naturaleza y rituales de hechicería. Retroceden al oscurantismo primitivo.

En la plenitud de la Era Americana, con un planeta estabilizado y las fuerzas naturales conjugando armoniosamente sus corrientes de vida, en tierra firme, los océanos y la atmósfera, con la cantidad de habitantes necesaria para la plasmación efectiva del destino humano, y no más, como está predicho en la Idea Madre de la Raza, he descendido en el continente oceánico para ver a los últimos, los que no tienen futuro, los que permanecen en la sombra, los recuerdos y las tristezas, deseando ver en ellos también, en el ocaso crepuscular, señales del amor divino. El sol ilumina y con sus rayos detrás del horizonte envía señales de paz a los que tienen que partir. Ellos deben aprender la gran ley de la Renuncia, dejando las cosas que aman, recuerdos, ellos mismos, la conciencia, la sensación de existir. Quedarán cenizas en cualquier parte que el viento disipará y una chispa encendida brillando en la oscuridad. ¿Cómo enseñarán los guías para resolver el gran dilema? He descendido en la tierra del ocaso para ver y aprender.

En el tiempo de los últimos Relatos la vida planetaria está organizada gracias a la obra del Maitreya que elevó la tónica vibratoria de la materia a niveles desconocidos. La solidificación del mundo que denunciaron los sabios se detuvo y el hombre nuevo asciende por la otra rama de la curvatura, dejando atrás la pesantez de la materia. El punto de inflexión, reversibilidad analógica, es el Maitreya en la nueva Raza Americana. La operatoria del esfuerzo y la doctrina es Ley de la Renuncia. La Humanidad compuesta de unos cuatro millones de personas, con gran movilidad gracias a la naturaleza depurada, está distribuida, a grandes rasgos, de la siguiente manera: Un millón de Americanos ocupando las praderas y las pampas de dos continentes, con centros de sabiduría en las alturas como se ha relatado en las dos primeras partes; otro millón de Celtas en Europa, distribuidos en aldeas y granjas siguiendo el modelo de la Subraza Ario Celta, 50.000 años A.C.; los seguidores del Loto Blanco, un millón, ocupando las zonas costeras de Asia; y los hombres viejos, jubilados de las anteriores, estériles, refugiados en las zonas orientales de Australia, bajo el patrocinio de la Orden del Fuego.

No existe gobierno ni centro administrativo en ninguna parte, aunque la sabiduría, el ejemplo y el poder intrínseco de los centros magnéticos terrestres, Huechulafquen, Teotihuacan, Hiperbórea, otros en diversos continentes, ejercen una influencia transformadora acatada por todos. Los personajes de los Relatos, yo también, viajero permanente, no representamos a nadie, no somos intermediarios, no usamos la fuerza ni la compulsión. Cuando las Enseñanzas del Maestro no son bien recibidas en algún lugar nos alejamos en silencio. Llevo caminando varias semanas por las hermosas regiones de Australia oriental, entre casuarinas, eucaliptos y bambúes. Abundan los arroyos que descienden de las colinas verdes. La fauna es variada y numerosa de zonas distantes y prosperan porque no tienen depredadores. Los habitantes están regularmente distribuidos sin multitudes, manteniéndose con recolecciones del lugar. Levantan chozas de bambúes cerca del agua en grupos pequeños o aislados, según el parecer de cada uno. No hay reglas de conducta de ningún tipo. Viven espontáneamente satisfaciendo las necesidades básicas: comer, dormir, pasar el tiempo. Son estériles, no producen nacimientos. Las Ñustas plantaron muchas hierbas medicinales y les enseñaron a usarlas, especialmente coca del altiplano que mastican sin cesar para aliviar el cansancio de los años. También usan algunos cactos alucinógenos que los hacen soñar y suavizar la histeria de la vejez. A veces encuentro un plato volador reposando en la hierba y en las cercanías algunas Ñustas curando enfermos o Celtas ofreciendo charlas que los ancianos escuchan: les hablan de la muerte, del más allá, de los Santos Maestros, de la Renuncia; pero los viejos no expresan interés por nada, no preguntan por cosas que no conocen, no se rebelan, no protestan. Cuando el cansancio de los años o las enfermedades los agobian se echan en cualquier parte, cerca del agua y permanecen quietos. Los vecinos los cubren con mantas y traen coca que mastican hasta que expiran. Los cadáveres son cubiertos con tierra y piedras formando un túmulo que pronto se cubre de hierbas. A veces un duraznero crece en la tumba y empieza a fructificar.

Camino y camino hacia el sur por colinas y praderas, junto a ovejas, caballos y canguros que pacen entre eucaliptos muy altos; el paisaje humano es siempre el mismo: rostros cansados, miradas perdidas en cosas lejanas, palabras sin risas, reuniones silenciosas en chozas o a la sombra de los árboles, pocos fogones encendidos. No se escuchan canciones. Los voluntarios celtas que suelo encontrar cooperando concuerdan en la descripción general: es el ocaso de una raza poderosa que cumplió su trabajo y ahora se retira al descanso.

En un caserío al sur, lejos del mar y próximo al gran desierto de piedras, alguien me ha reconocido y me llama por el nombre a gritos. Presto atención y veo a un hombre que corre hacia mí y lo reconozco; es el jefe de una mafia que hacía guerras personales en un puerto del Mar de la China Meridional. Me saluda con respeto. Los años pesan sobre él, pero se expresa animado, recordando los doce elfos, transformados en caballeros medievales bien armados que lo condujeron a la paz. Se refugió en un Monasterio tibetano y vivió tranquilo. Cuando terminaron las batallas los lamas lo enviaron a Australia para que ayudara a los jubilados y pagara un poco el karma de sus crímenes. Hace un año que está en este sitio enseñando y dirige un grupo que lo sigue. Tiene pasta de líder. Les ha hablado de aquella aventura, pero los viejos no le creen. Me pidió que lo acompañara para testificar que dice la verdad. Fui con él y me presentó a unas veinte personas y volvió a contar el cuento de los guerreros desde el principio hasta el final, cuando se separó de mí hacia los Himalayas caminando por la senda de los pandas. Me pidió en público que confirmara sus palabras. Entonces, para premiarlo por sus buenas acciones, abrí mi capa sosteniendo las puntas como alas de una mariposa, convoqué a un Elfo y apareció un caballero armado de pies a cabeza con yelmo alado y abundante cabellera. Se plantó en el centro de la reunión, desenvainó la gran espada de combate que portaba al cinto y la levantó alto, al sol. La tomó por los extremos y, dando un grito, la partió contra la rodilla en dos pedazos que arrojó al aire incendiándola con un chisporroteo de centellas. Y desapareció. Yo lo imité; cerré la capa, bajé la capucha y desaparecí para los espectadores que se quedaron con la boca abierta.

Fue la despedida de mis viajes. Estoy muy cansado. Los años también caminaron por mis huesos y en algún momento tengo que detenerme, pasar a la reversibilidad de las experiencias que entregaron sus posibilidades y escribir el punto final. Todas las cosas de este mundo terminan alguna vez. La clave es encontrar el momento más adecuado. Y el mío ha llegado.

Salí del caserío, acomodé la capa y otras pertenencias en el bolso y empecé a caminar hacia el Oeste, hacia el desierto, con gran determinación. Tengo necesidad de silencio, de vacío, de lejanías insondables que no contengan nada. Tengo hambre del misterio de la noche. Necesito vaciar la bolsa del peregrino, llena de recuerdos, imágenes de un mundo que fue y programas de ensoñaciones. Caminé la tarde y toda la noche y al día siguiente preparé un bastón con una vara de bambú y seguí marchando bajo los rayos del sol. Muchos días estuve andando, bebiendo el agua de los charcos y descansando por la noche, hasta que enfermé con fiebre alta y me quedé junto a una roca a la sombra. El desierto rutilaba adelante y abajo. No sé cuánto tiempo estuve allí con miles de imágenes que cruzaban por mis ojos abiertos. No tenía hambre ni sed. Tampoco dormía. Soñaba.

Un plato volador aterrizó suavemente a cien metros, descendieron dos tripulantes con resplandecientes vestiduras de fuego y avanzaron hacia mí. Me puse de pie con dificultad porque los conocía del Hueuchulafquen. Me saludaron con afecto, pero no pude responder, no tenía fuerzas. Dijeron: “Io-Seph: el Caballero Gran Maestre quiere que regreses a casa.” Los seguí lentamente apoyado en el bastón. Subí a la nave y me tendí en una litera. Cerré los ojos. El silencio y la quietud expandieron desde adentro.

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