Relato N° 12 - Teotihuacán

A 2.300 metros de altura sobre el nivel del mar se encuentra Teotihuacán, la antigua capital de los mexicanos, con sus grandiosas pirámides del Sol y la Luna, nuevamente recubiertas con planchas de oro y plata por los Acuarianos, dominando el más vasto templo politeísta de América. El Templo de Amón, que resplandecía en el Imperio Nuevo de Egipto, ha recuperado su sabiduría y poder, con la suma de todas las ciencias físicas y energéticas de la civilización europea; la unión de la sabiduría espiritual y el conocimiento de la materia llegó a su más alto rango.

Cuando me despedí de la hermosa ciudad abstracta y musical, los isleños me transportaron al continente en una de sus naves aéreas y me mostraron desde gran altura los cambios que habían ocurrido en el mar caribeño. El sur del continente hasta más allá de Florida había desaparecido y en cambio habían vuelto a la superficie del océano enormes extensiones de Atlántida, que paulatinamente se iban cubriendo de selvas tropicales. La corriente marina del Golfo se desplazaba hacia occidente y penetraba en el Mar Ártico hasta el polo. México conservaba su territorio, pero desde el istmo hasta las costas sudamericanas era mar, con islas montañosas visibles y algunos volcanes activos que despedían humaredas y lavas ardientes.

Me depositaron ante las puertas del templo y partieron. En un costado, directamente sobre el suelo, yacía un ataúd de madera abierto y vacío. Sonreí pensando en las antiguas tradiciones egipcias y la persistencia de los símbolos. No era para mí, que soy adulto y sacerdote consagrado, sino para los niños de doce años que procedían desde todas partes del continente para ingresar en la casa de la sabiduría americana.

Se abrieron las puertas y dos acuarianos salieron a recibirme, con la más alta cortesía, como siempre. Luego me invitaron al interior pues ya estaban informados que uno de los objetivos de mi viaje era la visita al Gran Templo de la Iniciación. He estado en otras ocasiones, y otras vidas, en este maravilloso lugar, pero yo he sido educado en el Sur, en el interior del Volcán Lanín, junto al Lago Huechulafquen. Ambos, y las demás escuelas en el mundo, tienen estructuras semejantes, pero hay diferencias, matices, entre unas y otras, como las hay también entre personas, aunque sean gemelos. El esplendor de Teotihuacán es impresionante. Para que se comprenda bien su sabiduría transcribiré una antigua Enseñanza del Maestro Santiago sobre el Templo de Amón en Egipto, que ha llegado hasta nuestros días.

“El Templo de Amón que se rememorará, la influencia de cuyos sacerdotes se hacía sentir en todo el mundo a pesar de que, físicamente, no lo abandonaban jamás, podría ubicarse a unos cien kilómetros de Tebas, próximo al Nilo. Era de gran extensión, cuadrado, de mármol blanco.

Sus moradores, hombres y mujeres vivían en recintos completamente separados por altos y anchos muros. Y tanto hombres como mujeres estaban completamente apartados del mundo. Realmente muertos para el mundo exterior. Durante años vivían en recintos, los cuales no tenían ventanas que dieran al exterior. Para ingresar al Templo era menester, más que la vocación del candidato, ser elegido. Algunos eran atraídos hasta psíquicamente. Se ingresaba a los doce años. Tan solemne era el paso (pues verdaderamente se moría para la vida ordinaria) que los parientes del candidato lo acompañaban como en procesión fúnebre y lo llevaban a un recinto externo al templo en el que no había más que un ataúd vacío en el que era depositado. A menudo, estos candidatos eran de sangre real. Esto era importante ya que los faraones, en épocas de esplendor, eran iniciados por los sacerdotes y éstos eran también “reales”, por su saber, su poder y su sangre.

Había siete recintos. El ataúd, con el candidato depositado en él, era transportado al primero. El postulando, de coronar su carrera, debía pasar por siete grados, variando la duración de cada uno y sólo la minoría llegaba a la cima. Las enseñanzas versaban tanto sobre el aspecto físico como el intelectual, nunca a uno de ellos. Cada grado se cumplía, sucesivamente, en uno de los amurallados recintos ya citados.

El primer grado, que podría llamarse de “renovación física y olvido”, estaba a cargo de sacerdotes muy experimentados. En él se depositaba al neófito de todo lo que trajo del mundo. Desde luego sus ropas y todo objeto personal. Se lo sometía a pruebas de vista y de escritura; se le arrancaban las uñas para librarlo de instintos animales. Como en el caso de los novicios de las órdenes cristianas, no estudiaban. Por el contrario, se procuraba que olvidaran todo lo que sabían, lo que se conseguía mediante brebajes especiales que no sólo provocaban la eliminación las impurezas del cuerpo, sino que también hacían olvidar todo lo aprendido. Estos brebajes provocaban altas fiebres y se descendía mucho de peso. Dependía pues de la constitución de cada uno la duración de este grado, que variaba entre una semana o varios años. Cuando el candidato estaba purificado y había olvidado todo lo que sabía, leer, escribir, etc. y hasta su nombre, su familia y todos los hechos acaecidos en su vida hasta ese momento, se le dormía una vez más y se le trasladaba al segundo recinto.

El segundo grado podría describirse como de “desarrollo de la inteligencia”. Téngase presente que aquí entraba el adolescente elegido, purificado y sin noción alguna de su vida anterior. Se trataba de un lugar tan hermoso como imaginar se pueda. Todo lo que podía aportar la ciencia y el poderío de un rico imperio se reunía allí: palacios construidos con los incomparables mármoles blancos, azules y verdes del antiguo Egipto; tan maravillosos eran que servían para estudiar a los sacerdotes los reflejos de la luz solar. En estos palacios se resumían las más hermosas pinturas, esculturas y obras de arte. Los jardines eran indescriptibles y tan cuidadas sus plantas que había casos en que una sola de éstas contaba con su cuidador exclusivo. Para los cultivos se aprovechaban las crecientes del Nilo. En este grado se estudiaban ciencias y artes. Religión, no. Se desarrollaban la inteligencia, la flexibilidad mental. Se previene contra la posible confusión entre inteligencia y espiritualidad: un ser espiritual bien puede carecer de flexibilidad mental y, a la inversa, un intelectual carecer de espiritualidad. En este grado se enseña a discernir. Después de un tiempo, naturalmente variable, poseían los estudiantes un juicio muy seguro tanto en el orden científico como en el estético. Cuando llegaba el momento para el tercer paso, que podría calificarse de “recuerdo y elección”, se hipnotizaba al estudiante y pasaba al siguiente recinto. No todos, lógicamente, lograban dar este paso, pues a muchos les resultaba excesivamente difícil. Dado que una vez entrado el neófito al Templo no salía jamás, estos seres quedaban en lo que podría llamarse “sacerdotes sirvientes”, entre los cuales se hallaban los embalsamadores. Los que no trascendían el primer paso se ocupaban de la proveeduría y demás aspectos de la administración material del templo.

En el tercer grado ya leen los libros de la Madre Divina. Estudian lo que podría llamarse “psicología”. Vuelven a recordar su vida anterior. Pero en este recinto fracasa el setenta por ciento. El estudio de las Enseñanzas llevaba a muchos al conocimiento de que si lo único real es el Uno, de nada servía lo “demás”; ¿entonces, para qué comer, dormir o cualquier cosa que no sea Aquello? La mayoría se dejaba morir.

A partir del cuarto grado eran pocos los que fracasaban. Se dedicaban al estudio de la magia. Para que pudieran ofrecer a otros la oportunidad de adelantar, adquirían poderes psíquicos: clarividencia, viajes astrales, etc.

Recién en el quinto grado se dedicaban a la Contemplación. En el sexto grado se estudiaba Teología. Reconocían que cualquier unión lograda es momentánea, tan ligada está la personalidad a aquello que la rodea. El Templo se encuentra ahora escondido, sepultado bajo las arenas.”

Mis anfitriones me condujeron por los jardines en donde resplandecían los más bellos objetos, naturales y artísticos, dispuestos en sabia armonía con árboles y plantas florales, todo con una gracia espontánea que deleitaba los sentidos. Entre el ramaje, junto a las orquídeas multicolores, brillaban aves de plumaje exótico y en el césped paseaban pavos reales con sus colas desplegadas. En estanques cristalinos, los más extraordinarios peces de los trópicos nadaban en las ramas del coral. Luego me condujeron hacia a un templete cerrado y abriendo la puerta, me invitaron a pasar.

Entré. En el centro de la sala, bien iluminado por el sol que penetraba de un ventanal alto, sentado en su antigua silla curul, estaba el Maestro Santiago Bovisio, joven, sonriente, vivo. No había vuelto a encarnar desde el último siglo de la Era Cristiana, hace diez mil años, y la anterior fue durante la Guerra de los Dos Soles, 3.500 años atrás, en Egipto, Sumo Sacerdote de Amón. Caminé con gran alegría, me arrodillé y le besé su mano izquierda. Luego me senté en el piso, a sus pies. Y conversamos. Nada diré sobre los temas que abordamos en las horas de este renovado encuentro, pues queda en el secreto de la intimidad entre Maestro y Discípulo, pero le describí en detalle las experiencias de periplo planetario. Al atardecer, me llevó ante un ventanal que abría sobre el jardín, y como despedida, me anunció: “Nos encontraremos dos veces más en esta encarnación: la primera en el Polo Norte y la segunda en el Polo Sur. Venga. Alguien quiere verlo.” Y me condujo a una puerta del fondo, la abrió, me hizo pasar y él se quedó fuera, cerrándola.

Me encontré en un recinto especial, alto, totalmente inundado por una luz translúcida celeste, altamente vibratoria. En el centro, de pie, una figura femenina vestida de blanco hasta los pies, sin velo, de cabellos oscuros. Era Ella, la Madre Abbhumi, autoridad suprema de la Sagrada Orden del Fuego. Me acerqué y me eché a sus pies. La miraba. Era el ser más bello y dulce que jamás había visto y las lágrimas rodaban de mis ojos. Ella me limpiaba la cara con sus manos y me decía suavemente: “No más lágrimas. No más penas, No más ceniza. No más tristeza. Paz. Olvido. Beatitud.” Cerré los ojos y me acerqué más al suelo. Puse la cara y las manos en el piso. Me recosté. Murmuré el nombre de Ella. Después, el olvido.

Cuando desperté, era día en los jardines del Templo. El espacio radiante había desaparecido. La Madre también. Me levanté completamente lúcido y determinado. Sin despedirme de nadie, crucé salas y corredores y salí afuera, a campo abierto. Y empecé a caminar con paso firme y decidido por la antigua calzada, hacia el Norte, hacia el Gran Cañón del Colorado.

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