Relato N° 24 - Roma

El Maitreya permanece extático en la cumbre del Monte Blanco, inmóvil, silencioso, con los ojos cerrados, viajando por los inmensos espacios del destino humano, cuando los cambios aceleran sus movimientos y las fuerzas del karma se aproximan más y más unas a otras, produciendo la chispa que producirá el alumbramiento de una nueva Humanidad, con la temible reversibilidad de la marcha. El Gran Iniciado Solar espera. La rueda del destino de involución hacia la materia ha dejado de girar y permanece también quieta un instante para echar a circular en sentido contrario, hacia el espíritu, hacia los mundos plurales, hacia la luz solar.

Sus dos acompañantes, Grandes Iniciados del Fuego, también están expectantes de las señales del Cielo, con los ojos abiertos. Es noche estrellada, sin luna, obscura. Pasada la media noche, el Fuerte Libertador se ha puesto de pie, mirando hacia occidente. Desde el fondo del firmamento, sobre el horizonte, aparece una centella y se pierde tras las montañas, un poco al sur. Estalla al tocar la atmósfera de baja altura iluminando las cumbres blancas. Se produce un estremecimiento terrestre y una larga honda sonora, un lamento prolongado, cruza los cielos. Vuelven la oscuridad y las estrellas. El Iniciado dice a sus compañeros: “Es la señal. Vamos.” Lentamente toman el sendero del regreso, en fila, hacia los valles, al encuentro con el destino y el fin de la civilización.

En esos días de meditación solitaria entre las nieves, muchas cosas han ocurrido allá abajo, en ciudades, monasterios, universidades y templos. Estalló la revolución religiosa, en los seminarios, cristianos, budistas, asrhams, escuelas islámicas, sectas, contra las jerarquías y los poderes eclesiásticos. Los jóvenes de todas las confesiones, Acuarianos por nacimiento, repudiaron los votos de obediencia y se negaron prestar ningún servicio. Los jóvenes y las novicias se arrancaban los hábitos y los quemaban en las plazas. No regresaban a los conventos. Los seminarios quedaron vacíos en un par de días. Fue un movimiento de desobediencia rápido y global. La correspondencia electrónica volaba sus mensajes internacionalmente, en todos los idiomas. La deserción estudiantil fue universal, no sólo en la educación primaria, sino en todos los niveles académicos, hasta en las facultades Teológicas con tradición secular. Los centros de sabiduría famosos de El Cairo, Estambul, Paris, Delhi, Jerusalén, Kyoto, en fin, de todo el mundo, hervían en discusiones pasionales, violentas. Las autoridades religiosas no podían hacer nada para impedirlo. La rebeldía no estaba penada por la ley ni había Inquisición. Tampoco tenían miedo a los infiernos ni las amenazas de excomunión. “¡No nos interesa, hagan lo que quieran”, decían y se reían de los edictos. En 48 horas, la Humanidad había recuperado la libertad de conciencia, su más antigua condición, anterior a la vida terrestre.

El Maitreya descendió por los valles y entró en Italia por Bérgamo donde lo esperaban los estudiantes del Colegio Pasionista en masa que pidieron acompañarlo hasta donde fuera. El Maitreya accedió. “Sólo hasta Roma”, les dijo y los muchachos se encolumnaron detrás de los secretarios. Así comenzó la procesión que con el correr de los días sumaron cientos de miles de peregrinos, disciplinados y silenciosos, que marchaban por la autopista que conducía a Roma. Al anochecer, detenían la caminata, formaban grupos y dormían en el asfalto. No les faltaba agua ni comida porque eran aprovisionados libremente por el pueblo.

El Maitreya no se detenía en ninguna de las ciudades, famosas por sus monumentos y sus historias. Tenía un objetivo único y marchaba directamente hacia ese destino: el Papa, jefe de la Iglesia Romana y líder indiscutido de la civilización occidental desde el reconocimiento de Jesucristo como Hijo de Dios, una de las Personas de la Trinidad y jefe de la Iglesia Triunfante, el Paraíso que está en los cielos. Ahora, lo había predicho, volvía triunfador y militante, como ya lo había demostrado en Nueva York, Washington y París. ¿Acaso venía a reclamar las llaves del mundo? El Papa era Vicario de Jesucristo, gobernaba y legislaba en su nombre, no tenía poder por sí mismo, sino por delegación. Ahora, el Poder Divino, nuevamente encarnado, venía a ejercerlo sin intermediarios. Caminaba rápido, directamente hacia el trono, donde está sentado el que tiene la triple corona de los mundos visibles e invisibles. El Papa, antiguo Gran Rabino, convertido, cambió su antiguo nombre, Simón de Jerusalén por el de Pedro Romano, en el momento de la elección papal, de acuerdo entre las religiones para fortalecer la tradición monoteísta, con gran éxito en los primeros años de su pontificado y logró la unidad de todas las confesiones en una persona. Algunos judíos ortodoxos, Ahaswero y otros, reunidos en grupos muy secretos de Jerusalén juraron morir y hacer morir a la Humanidad, antes que abandonar la Ley Mosaica. Expertos en el arte de la Cábala, tenían poderes insospechados y los ejercían sin piedad.

Desde que el Maitreya había expresado su repudio por la cruz enjoyada destrozándola contra un pilar del portal de Notre Dame, definiéndola con una palabra que estremeció a la Humanidad, el Pontífice Pedro permanecía en la basílica sentado en el trono, firmemente agarrado a los apoya brazos, empurpurado y enjoyado, con las llaves en una mano y la tiara de triple corona con el globo del mundo sobre montado por una cruz de oro. No se quería mover de allí. Lo rodeaban, cada uno en su sitio, todos los Cardenales del Colegio, con vestiduras solemnes en silencio, inmóviles. Todos los asientos de la Basílica estaban ocupados por otros dignatarios de la jerarquía y representantes de la cristiandad unida, Abades, Patriarcas, Priores, Arzobispos, Rabinos, Imanes, etcétera. ¿Entregará Pedro Romano su autoridad al legítimo dueño? ¿Lo reconocerá? ¿Lo negará como en Jerusalén? ¿Qué sucederá en el momento del encuentro? ¿Y luego, qué vendrá?

Maitreya ingresó en la Plaza de San Pedro al frente de una multitud impresionante y silenciosa. La plaza estaba vacía. Rodeada por la guardia suiza con equipo de combate, similar al ejército italiano. El Gobierno italiano está obligado, por el Tratado de Letrán a proteger al Vaticano en caso de peligro. Encima de la columnata de Bernini, cientos de tiradores de elite apostados entre las estatuas de los santos, apuntaban sus armas hacia la multitud que ingresaba lentamente, llenando los espacios vacíos. Maitreya estaba ante la puerta de la basílica, solo, inmóvil. Sus dos acompañantes, unos diez pasos atrás. Otros diez pasos de distancia, los estudiantes pasionistas, silenciosos, pálidos de cansancio y ansiedad, cubrían la multitud de peregrinos que habían llenado la plaza. Esperaban. El Maitreya también esperaba. La puerta permanecía cerrada. Una guardia de suizos uniformados con el traje de Miguel Ángel y las alabardas empuñadas, cubrían la entrada. Adentro, iluminada a pleno, la basílica estaba silenciosa. El Papa Judío, Pedro Romano, murmuraba sus pensamientos en hebreo:

“¡Jamás, jamás me retiraré! ¿Quién es ese mago, ese falso Mesías? ¡No lo conozco! Ha cometido muchos crímenes y ahora quiere destruir la Iglesia de Dios. Hemos logrado la unidad de las religiones. La Tierra que prometió Jehová a Moisés es nuestra y el Señor me ha puesto por encima de todos, en este trono, en el Templo más grande y rico del mundo. Aquí tengo las llaves de acero inquebrantable. ¡No cederé! La confesiones que han sido fieles al Dios Único, en todas las naciones, son una y repiten el hombre sagrado en las lenguas más diversas. Los símbolos se unen, la Estrella de David, la Cruz de Jesús, la Media Luna del Profeta, emblemas del Monoteísmo forman un único poder que domina a la Humanidad y la controla desde este trono en Roma, como los emperadores del Imperio Romano. ¿Qué puedo temer de ese aventurero solitario? Jehová es más fuerte. El Señor ha logrado unir a las naciones en una gran nación bajo el control de una fe unida. ¡Hemos triunfado! ¡La victoria es mía! ¡No abriré la puerta!”

El Maitreya avanzó y los guardias que cuidaban la entrada retrocedieron, no por miedo sino porque una fuerza superior los empujó hacia los costados y allí quedaron paralizados. Las trancas de roble macizo que las cerraban por dentro cayeron al piso de mármol y las hojas, lentamente se abrieron de par en par, con un fuerte rechinar de bisagras enmohecidas. El Maitreya entró en San Pedro, solo, y avanzó por la nave hasta enfrentarse con el Papa. Empezó a desplegar su barrera radiante con una luz astral brillantísima que fue aumentando más y más hasta que los presentes tuvieron que cubrirse los ojos con las manos. El Mesías expandía su poder divino. Adentro, la Basílica se hizo fosforescente y emitía una radiación que encendía edificios, personas, guardias armados. Un zumbido que subía y bajaba de tono estremecía el aire y los presentes experimentaban una vibración que los invadía irresistiblemente. El Gran Iniciado permanecía en el centro de un rayo de luz. ¡Y se transformó! Volvió a ser Jesús, galileo de 33 años, con barba, cabellos nazarenos y túnica. No llevaba sandalias. Dijo: “He regresado victorioso, como prometí, porque siempre estuve entre ustedes. Simón, devuelve lo que no te pertenece.” El Papa, rabiando, gritó: “¡Nunca! ¡Jamás! ¡Serás crucificado otra vez!” Las luces astrales se apagaron y reapareció el Maitreya como siempre, moderno, del siglo XXI y dijo: “Soy Maestro de Justicia.” Y dando media vuelta, salió caminando vigorosamente.

El rabino Ahaswero salió detrás de una columna. Usaba sobretodo y sombrero negro, anteojos y un porta documentos de cuero sujeto a su muñeca izquierda con una cadena. Corrió hasta el Iniciado Solar y le gritó en hebreo, lo mismo que la otra vez: “¡Anda, anda, anda!” y huyó, perdiéndose en la multitud.

El Papa se levantó del trono, lívido, enajenado, dio unos pasos tras la figura que salía, maldiciéndola, se le cayeron las llaves de acero, se llevó las manos a la cabeza y lanzó un grito desgarrador. Se desplomó delante del trono y murió. Los Cardenales se levantaron electrizados y salieron en tropel a la plaza: “¡El Papa ha muerto! ¡El Papa ha muerto!” El caos fue espantoso, fuera y dentro del Vaticano. La noticia estalló de inmediato en todo el mundo, hasta la más lejana aldea. Tal vez por efecto de las conmociones energéticas que vibraban en el aire, tal vez por coincidencia natural o por la voluntad del Maestro de Justicia, Roma empezó a sacudirse: la tierra temblaba, algunas estatuas de la columnata oscilaron y cayeron sobre los peregrinos. La cúpula de Miguel Ángel ondulaba, y las tres gruesas cadenas de acero que habían sido anilladas a lo largo de la base tiempo atrás para corregir defectos de construcción, se cortaron, con un estallido seco. La cúpula se vino abajo estrepitosamente, en medio del polvo. Los incendios se produjeron de inmediato. Quienes estaban dentro perecieron.

Enseguida empezaron los saqueos de templos, iglesias, mezquitas, sinagogas, primero en Roma, las más ricas del mundo, y luego en el resto de Europa. Quemaban: cuadros, destruían a martillazos tallas de maderas finas, estatuas. bibliotecas con manuscritos, incunables, reliquias. En un mundo que se precipita al abismo, nada tenía valor financiero. Las casas de remates habían desaparecido. Las bolsas de valores fueron clausuradas. Los Bancos, saqueados. Euros y dólares se los encontraban tirados en la calle, volando al viento. Los ejércitos se desarticularon y formaban pequeñas bandas armadas que recorrían los campos, asesinando, robando, destruyendo, como ya había sucedido en América. La civilización moderna había llegado al final de su camino. El ciclo había terminado como empezó, con las acciones de un Iniciado Solar, Jesús y Maitreya al final, por la unidad, y la unidad es siempre el estado simple del Libertado. Maitreya es Maestro de Justicia, pone orden en el mundo, y está enseñando a cada Acuariano a libertarse con sus propios medios, sin intermediarios. Veinte y cuatro milenios quedan para lograrlo, con las Enseñanzas del Maestro Santiago. Ahora las cosas están claras, pero falta el último acto, en Jerusalén, que viene en el siguiente relato, para que el problema de la libertad quede resuelto.

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