Relato N° 42 - Palabras de un Hombre Nuevo

Encontré una piragua en las ruinas de una vivienda junto al río, entre pedazos de robots y burbujas despanzurradas; al parecer hubo lucha allí y sólo quedaron restos de combatientes que la maleza se ocupaba en ocultar con su vigorosa vitalidad; en poco tiempo la selva cubrirá piadosamente los detritus y nadie sabrá de ellos. Tuve suerte; en la piragua había un par de remos en buenas condiciones que utilizaré en mi desplazamiento fluvial; tal vez su ocupante llegó después de la lucha y se internó en la selva. Había encontrado ese lugar caminando por un sendero de animales y decidí continuar hacia el sur navegando por el río. Cargué cierta cantidad de mangos, bananas, choclos y girasoles, remé hasta el centro de la corriente y comencé el viaje, dejando que la piragua avanzara por sí misma en la corriente; guardé los remos, me recosté y permanecí quieto mirando las grandes arboledas que levantaban sus copas bien alto en las riberas.

Andar de esa manera, pasivamente, me parecía estar viajando en el tiempo. También por mi mente quieta desfilaban escenas de las historias que había vivido así como los cuadros de la selva quedaban atrás, en tanto que otras nuevas, pintorescas y desconocidas iban apareciendo en el horizonte. Bandadas de aves voladoras pasaban chillando sobre mi cabeza; grandes peces y saurios perturbados con mi presencia alborotaban la superficie derramando agua por sus fauces; elefantes y búfalos asomaban en la espesura para beber resoplando y bañarse; algunas aldeas pequeñas y barcas de pescadores se presentaban a mi paso, pero los moradores escapaban y se ocultaban. Yo descendía hacia el sur, en busca del mar, y rememoraba las experiencias de estos tiempos en Asia oriental, las últimas expresiones de la civilización. Nadie más podrá reconstruirla. Así como los Magos Negros Atlantes intentaron un renacimiento fortísimo y violento de los poderes psíquicos de su Raza y fracasaron, así la inteligencia artificial montada sobre robots y burbujas flotantes provocaron la última guerra en la Tierra con violencia fatal, también fracasaron completamente y un gran vacío se extendió de polo a polo. Presiento, en mi viaje silencioso, una expectativa, una espera, algo que alumbrará y me llenará de alegría, más allá de las Obras de Renuncia que hayan realizado en estos primeros diez mil años de la Raza Americana. Intuyo que en la próxima etapa se completarán las promesas de los videntes que hemos aprendido en las Enseñanzas del Maestro Santiago, y que las ideas de la Raza Aria se realizarán completamente, la armonía de los pares de opuestos, el espíritu y la materia, por el esfuerzo del hombre nuevo.

El río se ensanchó como una laguna y aparecieron colinas y rocas, praderas y espacios descubiertos con abundante ganado y a lo lejos unas montañas verdes, azuladas recortaban el horizonte quebrado bajo un cielo claro. Algunas chozas de palma formaban un pueblito en la bajada de una colina y escuchaba el agua de un arroyo chorreando por las piedras. Decidí bajar a tierra después de tantos días de navegación y el encanto del paisaje con algunas columnas de humo que ascendían suavemente me pareció la invitación de un encuentro agradable. Así fue.

En el grupo de chozas no encontré a nadie, aunque había fuego encendido en los fogones de piedra. Guiándome por el oído, fui hacia la izquierda y desde arriba encontré a los moradores reunidos en un espacio despejado, sin árboles, sentados en la hierba muy juntos, escuchando a un joven que les hablaba en lengua común; parecía una escuela al aire libre, porque los oyentes eran niños y niñas de tres a quince años, aproximadamente. Vestían muy poca ropa o ninguna, que en ese clima tropical no necesitaban, como acostumbran los naturales de las selvas amazónicas y las islas ecuatorianas. Me acerqué en silencio y me senté detrás de la última hilera. Nadie se inquietó ni prestó mayor atención; continuaron atendiendo la clase que parecía muy entretenida. Además algunos animales estaban con ellos, descansando en la hierba, perros, gatos, venados, gacelas, monos, algunas tortugas de río, faisanes, un par de elefantes y pájaros en la arboleda. El maestro que hablaba, un rubio con brillante cuerpo de fuego y abundante cabellera, a todas luces Nuevo Celta venido de tierras lejanas, los bosques de Europa, me sonrió amistosamente como saludo y continuó la clase en voz alta, preguntando y los chicos gritando a coro las respuestas:

“¿Cómo me llamo?” Respuesta: “¡Eric, Eric, Eric!”

“¿Quién ha venido?” Lo chicos me miraron y contestaron: “¡Un hombre, hombre, hombre!”

“¿Cómo se llama?” Me puse de pie, saludé con la cabeza y respondí: “¡Io-Seph!” Los chicos se pararon, saludaron con la cabeza y gritaron: “¡Io-Seph, Io-Seph, Io-Seph!” Se armó un revuelo de pájaros, monos y niños indisciplinados que se revolcaban en el pasto. Cuando las cosas volvieron a la normalidad, yo tenía cinco o seis pequeños en mi regazo que me estudiaban, pasaban las manos por la cara y revolvían la capa; el maestro continuó la clase:

“¿Qué estoy moviendo?” y sacudía ambas manos. “¡Las manos, las manos, las manos!”

“¿Cómo se llama el animal que he agarrado?” Respuesta: “¡El perro, el perro, el perro! ¡Guau, guau, guau!”

“¿Cómo te llamas tú?” preguntó atrayendo a una chica de unos diez años, bien morena. “¡María! ¡María, María, María!” Y fue presentando a los niños para que no olvidaran su nombre y yo los conociera: Fermín, Diana, Silvia, Luz, Blanquita, Leo, Néstor, Alicia, Roberto, Luisita, Paquito, Patricia, Héctor, Enrique, Namir, Azul, Pili y muchos más, en total unos cuarenta chicos que formaban esa comunidad en gestación. El maestro se puso de pie y los despidió; la clase había terminado y, como en todas las escuelas del mundo, antes y ahora, la salida fue a la carrera y gritando. Eric y yo caminamos hasta las chozas, conversando y mirando las tareas de los chicos, unos en los fogones preparando comida, otros limpiando, los más pequeños jugando en el agua en alegre compañía de elefantes, perros y gacelas. No encontré adultos, habían muerto en las epidemias que esparcieron los robots y los que se salvaron deambulaban por las selvas de las montañas, medio locos, esperando la muerte. Las Ñustas recorrían incansablemente las regiones más lejanas en sus naves aéreas recogiendo pequeños que les entregaban los sobrevivientes, también algunos animales notablemente apaciguados. La barrera radiante había elevado el nivel de la Naturaleza y pareciera que la violencia salvaje era cosa del pasado. En todas partes se respiraba otra manera de convivir; la paz es una necesidad universal. Eric me dijo muchas cosas, que resumo de la siguiente manera:

“Nosotros, los Nuevos Celtas, ignoramos las instituciones familiares y no tenemos parientes de ningún grado. Los niños son criados y educados por todos y vivimos donde nos place; las casas, los alimentos, las herramientas son comunitarias y desconocemos el sentido de propiedad, incluso de nuestra persona. Ésos son conceptos que endurecieron a los hombres hasta llevarlos al crimen, las guerras y la locura de la mente, como vimos en las últimas batallas contra los monstruos. Aprendemos la ley de la Renuncia aún antes de gatear y hablar, desde el nacimiento. Previo al alumbramiento, en las dimensiones invisibles de donde provenimos, tampoco hay propiedad; cuando ingresamos a este mundo las cosas cambian constantemente, nosotros, las personas, el agua, el día y la noche, los viejos que mueren. Entonces ¿qué es una posesión que se evade siempre? Una ilusión, un documento escrito, una mala costumbre. Nosotros no acatamos mentiras físicas, sociales ni religiosas.

“Vengo de una tierra lejana, Europa, junto al mar, con montañas pobladas de bosques diferentes a estas selvas que nos rodean, otro clima, otros animales y otras personas. Los Nuevos Celtas experimentaron la destrucción hace diez mil años, en la guerra atómica que aniquiló la civilización y como estos superviviente que estamos viendo en Oriente iniciaron la Nueva Era en base a las leyes de la Renuncia, que habían difundido las Enseñanzas del Maestro Santiago. Las Leyes de la Renuncia y la Barrera Radiante del Maitreya van juntas, son una misma cosa.

“Estos niños que me acompañan se defienden y sobreviven, pero corren el peligro de perder la condición humana si no saben hablar. Hablar es la cualidad que se adquiere por educación; caso contrario ladrarán y correrán como perros. Las Ñustas me han acercado algunos pequeños criados por animales y resultó difícil que olvidaran lo que aprendieron de sus tutores irracionales. Allá en Europa, después de la guerra atómica, fueron muchos los niños lobos, niños cabras, y se perdieron. Mi tarea, entonces, como la de mis compañeros esparcidos por Oriente, es mantener la identidad humana de los chicos por el lenguaje. Después de los quince años ya pueden encauzar sus vidas según sus mociones interiores. Muchos son llevados por las Ñustas en sus naves y depositados en los monasterios de todos los continentes para formarlos física, mental y espiritualmente.”

Oscurecía y los niños se reunieron junto al fuego. Los atardeceres tropicales son rápidos y pronto se hizo noche. Habían cocinado verduras, choclos, papas, calabazas y presentaron muchas frutas que todos comimos con las manos charlando vivazmente y riendo. Pronto me encontré rodeado por los más pequeños que me subían por todas partes, verdaderos cachorritos, que tenían hambre de ternura, cariño, afectos, palabras dulces. Entonces, con la ayuda de un par de Elfos que siempre me ayudan en las emergencias, aunque permanezcan invisibles, desplegué mi capa celeste y cubrí con ella a los niños, como si fuese una bóveda mágica, que mis ayudantes iluminaron con imágenes y sonidos maravillosos. Entre gritos de asombro, risas y pataleos, aparecieron en ese pequeño espacio que fue creciendo y creciendo, hologramas de mundos antiguos y distantes: la ciudad de Nueva York en su esplendor, un grupo de ballenas saltando en el Atlántico Sur, la Catedral de Chartres por dentro y por fuera, Hiperbórea en el Polo Norte con sus hermosos cubos de colores. Todos los chicos se metieron y el maestro también. Apareció un violinista con frac y escuchamos una bella sonata de Haydin. Luego jóvenes rusos bailaron Romeo y Julieta en un palacio. Eric escuchaba y miraba con la boca abierta. Le pregunté: “¿Qué quieres ver, amigo?” Me respondió: “La nieve”. De inmediato empezó a nevar hasta que todo fue una blancura que nos cubría sin sentir frío: la bendición de la Divina Madre. Nos fuimos quedando dormidos y seguía nevando silenciosamente.

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