Relato N° 33 - Una Quimera de Amor

Las ciudades, como sus habitantes, poseen características tan diferentes unas de otras que es difícil definirlas con precisión, de manera que se dice “es una aglomeración variable de personas desde treinta mil habitantes hasta treinta millones, como la antigua Tokio”. Hay ciudades pegadas unas al lado de otras a lo largo de los ríos, ciudades dentro de otras ciudades, ciudades orgánicas y otras artificiales, ciudades acuáticas, otras de altos rascacielos y algunas subterráneas. La ciudad que tengo ante mí, en la planicie allá abajo, es una telaraña pegada al suelo y semejante a una red, aunque de dimensiones grandes, varios kilómetros desde el centro abultado y palpitante hasta el perímetro fortificado. Es una quimera fabril construida por androides con robots especiales que aún están ahí, manteniéndola viva, dedicada especialmente a producir niños clonados, el mejor negocio de esta época de esterilidad. Ésta produce soldados por millares, a pedido de corporaciones, mafias y traficantes de guerras.

Me pregunté: “¿Será posible encontrar manifestaciones del Amor de Michaël en algo tan criminal como esta fábrica de la muerte?” Y decidí investigar y obtener las señales. Había que ingresar al laberinto y debía estar preparado. Simularía ser un traficante sudamericano buscando armas y mercenarios de elite. Llamé a mis colaboradores élficos y les presenté mi plan, que ellos aceptaron contentos. Se internaron en los bosques buscando lo que necesitaban. Yo esperé que oscureciera.

Por la noche la telaraña se iluminó completamente, se encendieron los reflectores del domo central y escuché una música atronadora, mezclada con órdenes de mando, gritos de dolor y carcajadas de alguna orgía. Me envolví en la capa, bajé la capucha, pronuncié el mantram correcto y, sin ser visto, me deslicé por la ciudad quimera, mirando, escuchando investigando los secretos de ese monstruo tan extraño. Los carriles que formaban la red eran sendas de comunicaciones intensamente vigiladas por robots armados y cerraban espacios cercados que cumplían funciones determinadas desde la gestación de los clones hasta la entrega de soldados perfectamente entrenados en artes marciales con el nivel de la época. En el cruce de los carriles había edificios que controlaban los grupos en cantidades fijas, desechaban los clones defectuosos y entrenaban soldados. La Maternidad, como se la conocía, era laboratorio genético, maternidad, guardería, jardín de infantes, escuela, academia militar, cuartel, campo de entrenamiento, circo de artes marciales, cárcel, emporio comercial, centro mafioso y gobierno local al mismo tiempo, entreverado, mezclado y muy productivo financieramente. No respondía ante ninguna ley y tenía un autócrata al frente de las gestiones. Sus agentes eran temidos en la región y reconocidos a larga distancia. Su objetivo único y excluyente era el dinero en cualquier forma y como las mafias antiguas, tenían protectores ocultos a quienes servían. Los laboratorios estaban equipados con matrices biológicas automatizadas y controladas por quimeras muy extrañas, hábiles en el manejo de los instrumentos; en las salas de parto, si se puede decir así, los bebés eran atendidos y alimentados directamente por madres clonadas con ubres de varios pezones para amamantarlos, las guarderías eran ruidosas con risas y llantos infantiles, en las aulas de la escuela llenas de alumnos con uniforme militar, aprendían técnicas de lucha, armamentos y disciplina, en la academia se les enseñaba tácticas de combate, entrenamiento de campo, manejo de armas de fuego y a matar. A los veinte años el soldado, hombre y mujer, habían completado su formación y estaban listos para la venta. Presentaban un aspecto saludable, sin enfermedades ni defectos físicos; eran estériles y despiadados.

A la mañana siguiente cuando desperté, estaba acompañado por cinco tigres siberianos de gran porte, magníficos en su piel oro y negro y unos colmillos temibles; también estaban los Elfos, muy satisfechos. Me acompañarían visibles en la aventura. Rápidamente se convirtieron en palafreneros con rica vestimenta medieval, y trompeteros heraldos. Descendimos de la colina y con gran estilo entramos por una de las avenidas: yo iba montado en el felino más grande, dos marchaban delante y dos detrás; un heraldo, con bandera blanca desfilaba unos pasos delante; los otros, con diversos emblemas, águilas, hachas de ceremonia y otras insignias, formaban la retaguardia. De vez en cuando, alguno de los tigres anunciaba nuestra presencia con fuertes rugidos: a veces todos rugían a coro junto con el mugido de las trompetas. El desfile era espléndido, y rápidamente la calle se llenó de curiosos de todo tipo, androides desocupados, niños clonados que jugaban en el parque, jóvenes practicando artes marciales, quimeras charlatanas que salían de los edificios cercanos y robots que aplaudían con sus manos de aluminio. Fuimos directamente hacia el domo central, a donde convergían todas las calles. Tenía que entrevistar al Presidente de la Maternidad.

Debo señalar que, desde la desaparición del hombre depredador, los tigres siberianos, como las demás especie diezmadas, se multiplicaron prodigiosamente con abundantes alimentos y espacios abiertos. Se unieron con los tigres de bengala y compartieron con leones africanos que recorrían las sabanas los títulos supremos. Los guardianes Acuarianos los protegían y vigilaban sus territorios. Los androides sobrevivientes se mantuvieron cerca de la costa y allí prosperaron, como esta fábrica de soldados esclavos que visitaba.

El edificio tenía una entrada grande con una guardia de soldados veteranos cuidando las puertas, pero eso no fue obstáculo para mi comitiva que avanzó rugiendo y trompeteando; las puertas se abrieron. Entramos a un hall grande y alto, con sirvientes de todo tipo y sexo que rodeaban al jefe mafioso, pavoneando de pie ante un gran escritorio. Era un individuo mezcla de todas las razas, blanca, negra, amarilla, con muchas joyas en el manto de seda, maquillado como una mujer, peluca verde, tratado en el quirófano muchas veces. Me acerqué decididamente.

“¿Qué buscas?”, me preguntó con voz afeminada.

“Soldados. Los mejores, perfectos, duros y me han hablado de los tuyos”.

“Son muy caros”, agregó. “No traes recomendación ni credenciales”.

Venía preparado. Metí la mano en el bolsillo y saqué un puñado de rubíes grandes que desparramé en la mesa. Volví a meterla y saqué esmeraldas. “Estas son mis credenciales”, dije. El androide se abalanzó sobre la mesa y empezó a acariciar las piedras. Jadeando me preguntó: “¿Cuántos soldados quieres?”

“Todos los que tengas si me convencen, pero quiero verlos uno por uno y los seleccionaré. Suelta las joyas y muéstramelos”.

El jefe dejó las piedras en la mesada y dio órdenes. Sus hombres se movieron rápido y afuera, en el espacio trasero, hubo ruido y movimiento. Me invitó a mirar. Los tigres saltaron sobre la mesada, se acostaron sobre las piedras y acompañé al traficante de esclavos hasta una galería externa. Afuera, el espacio formaba un amplio circo de arena con galerías altas en su perímetro. Los soldados, hombres y mujeres, formaron delante de las galerías, en las que se acomodaban los espectadores, alumnos de la escuela, empleados y la guardia de robots armados. Los soldados eran jóvenes, de unos veinte años y vestían ropas antiguas cortas. Portaban armas blancas de todas clases y algunas protecciones. Todos se parecían porque eran clones. Estaban entrenados para exhibir un espectáculo de sus habilidades, como en los circos romanos.

Bajamos a la arena y recorrimos las filas de combatientes: igual estatura, serios, adustos, el mismo armamento. Yo miraba esa juventud hermosa y sacrificada y me preguntaba dónde encontraría las señales de Michaël. Entonces le supliqué a gritos en la lengua antigua:
¡Michaël Amon Adonai.
Michaël Amon Adonai.
Michaël Ada Agni.
Bet Asur ank Asurica!

Me detuve frente a un soldado y le pregunté: “¿Cómo te llamas?” Me respondió: “A/02624/481025”. Al soldado que estaba a su lado le pregunté lo mismo y me dijo: “A/02624/481026”. Le dije al mercader: “Quiero verlos trabajar.” Dio órdenes a sus ayudantes, nos apartamos hasta un sitial elevado y esperamos.

La pareja empezó a combatir con espadas cortas moviéndose por la arena, pero sin mayores resultados; parecía un teatro. Yo movía la cabeza negativamente, decepcionado. El mercader los animaba con gritos destemplados y desde la tribuna el público los insultaba. El ambiente se puso pesado y no pasaba nada. Evidentemente, los soldados no querían lastimarse. El patrón se enfureció y bajó a la arena, insultando al soldado, gritándole: “¡Mátala! ¡Mátala, imbécil!”. El soldado enfrentó al patrón y le suplicó: “No puedo. La amo.” Y arrojó la espada al suelo. El mercader, con chillidos histéricos, recogió la espada y la hundió en el pecho del soldado. La chica con un grito atacó al asesino y de un solo golpe le cortó la cabeza. Se levantó un tumulto formidable y desde las galerías los robots empezaron a disparar. La mujer soldado cayó muerta. Me envolví en la capa y desaparecí. Volví al hall junto a los tigres y miré hacia abajo.

Se produjo un desorden de grandes proporciones y los soldados, como tocados por una magia extraña, rompieron filas y asaltaron las galerías altas, donde los robots disparaban mecánicamente, pero no podían contra los soldados entrenados que habían encontrado un motivo para luchar. Los elfos se mezclaron con ellos y les gritaban algo que conocían: “¡A los bosques! ¡Huyan! ¡Lleven a los niños que puedan caminar! Váyanse. ¡Libertad! ¡A los bosques!” Los soldados clones, instantáneamente habían comprendido la fuerza del Amor de Michaël y, hombres de acción, guerreros, lucharon hasta más allá de la muerte.

Ya de noche, en la misma colina de la víspera, observaba cómo los incendios reducían a cenizas la quimera del odio. En el horizonte estallaban otros incendios. La rebelión se propagaba. En los alrededores boscosos se escuchaban las voces de los que escaparon. Y pensé: El Amor de Michaël es fuerte. La pareja de clones enamorados formaba un cuerpo místico con los demás soldados. El Amor es uno solo y de todos.

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