Relato N° 25 - Jerusalén

Ahaswero huyó de Roma y partió hacia Jerusalén en un avión de la Fuerza Aérea Israelí, con su inseparable maletín negro sujeto a la mano izquierda y los custodios del servicio secreto. Al llegar a Tel Aviv fue conducido en helicóptero hasta Jerusalén donde descendió fuera de la reja que cierra el patio del Muro de los Lamentos. Un sacerdote que lo esperaba en un portal, abrió la puerta y lo hizo pasar. Luego cerró con llave y permaneció fuera. Ahaswero conocía muy bien el lugar por haber vivido muchos años en ese recinto ultra secreto, tal vez el más escondido, peligroso y antiguo del planeta. Nadie, salvo seis grandes sacerdotes de Israel, conocía en detalle el camino para llegar hasta el Santuario, al fondo de escaleras y pasillos interminables que bajaban y bajaban, con estrechas plataformas de descanso, iluminadas por sencillas lámparas eléctricas y puertas que abrían no con llaves, sino con palabras mágicas en lenguaje extraño, pronunciadas de manera especial, a los sirvientes astrales que las guardaban invisiblemente y sólo obedecían a los magos. Era el recinto de la Orden Secreta “Estrella de David”, formada por seis Iniciados, sin jerarquías ni grados, unidos por juramentos y maldiciones eternas. El perjurio era castigado con la muerte, y ellos tenían poder para matar a cualquier distancia.

Ahaswero había ingresado a la “Estrella de David” mil años después del encuentro con Jesús, durante el terror europeo del primer milenario, cuando se extendió la psicosis colectiva de la destrucción del mundo, similar a la época que estamos relatando. Nuevamente encarnado, conservaba fresca en la memoria la sentencia de Jesucristo sobre su retorno triunfal y el reencuentro en Jerusalén: “Tú caminarás siempre hasta que yo vuelva.” Pero Ahasvero no podía ingresar por su voluntad a este grupo esotérico completamente desconocido, sino más bien fue atraído magnéticamente por la Orden de origen antiquísimo, anterior a la presente Raza, los Magoos Negros Atlantes.

Dicen las Enseñanzas que, al final de la Guerra de los 1500 Años, hace 24 milenios, los últimos Atlantes, aniquilados por los Arios Teutónicos, a pesar de sus armamentos terribles manejados por elementales de los Magos, se enterraron en cuevas profundas y sobreviven hasta hoy. Los más fanáticos juraron volver para conquistar la Tierra y esperaron el momento propicio. Cuando se produjo la Guerra de los Dos Soles, creyeron que los tiempos habían llegado y apoyaron a Amenofis IV, enemigo de la pluralidad de los mundos. Siglos más tarde, favorecieron a Moisés que estableció una religión monoteísta, ayudaron en la conquista de Palestina y la formación de Israel, teniendo como centro de poder la ciudad de Jerusalén. A la venida de Jesucristo y su mensaje solar planetario, lo asesinaron antes que pudiera expandir sus ideas de Renuncia. Prevaleció el monoteísmo por medio de religiones materialistas que conquistaron el mundo. La idea de reconquistar la Tierra vino tiempo después sostenida por la secreta orden de la Estrella de David. La Resolución de las Naciones Unidas creando el Estado de Israel colmó las esperanzas de los ortodoxos, herederos de las promesas antiguas, estallaron guerras de conquistas sobre sus vecinos árabes, pero finalmente quedaron cercados por pueblos guerreros dispuestos a destruirlos atómicamente. Entonces, la “Estrella de David” tomó estado público, se conoció su historia, su misión y su inaudito poder secreto, mitad Atlante, mitad tecnológico, aunque esta simbiosis de parasicología con ojivas nucleares apenas si era una conjetura. La aparición del Maitreya al comienzo de la Raza Acuariana, sus demostraciones en Nueva York y Washington, pusieron el tema de la destrucción de la civilización al rojo vivo. Ahaswero tomó la delantera rápidamente y esa misma tarde, al anochecer, estaba descendiendo por las escaleras del santuario. El maletín que portaba atado a su mano izquierda, contenía una de las seis llaves de la Estrella, grabadas en signos cabalísticos que sólo ellos conocían y podían activar. Al llegar al final del túnel encontró una maciza puerta cerrada, sin cerradura; pronunció una fórmula en hebreo antiguo y la puerta se abrió. La traspuso y de inmediato se cerró. No sólo estaba bloqueada por gruesos pernos de acero, sino también por poderosos elementales de la Tierra que obedecían las consignas establecidas. Estaba en la bóveda infranqueable de la “Orden de David.” Era un recinto redondo de grandes dimensiones, construido con sillares de bloques de granito, sin tallar, iluminado con lámparas perpetuas, como las encontradas en tumbas rosacruces. No había imágenes ni inscripciones en las paredes. En el centro descansaba una gran piedra plana, negra, con una estrella de seis puntas incrustada en su masa. Ante cada vértice del doble triángulo en oposición se sentaron cinco sacerdotes que estaban esperando al visitante del exterior. La Comunidad estaba completa, lista para actuar. Sólo faltaba el informe de Ahaswero y las claves de su computadora que guardaba en el maletín negro.

El más anciano de los Sacerdotes dijo: “Tenemos registradas todas las imágenes de lo que está ocurriendo en Europa y la destrucción del Vaticano. Presenta tu informe, Ahaswero. Sólo en ti creemos, cuerpo de la Estrella de David.”

Ahaswero respondió: “Es Él, el Nazareno Joshua, ahora llamado Maitreya. Lo he visto muchas veces, en América y en Europa. En Notre Dame de París me buscó en la multitud y me citó para el encuentro decisivo en Jerusalén. En Roma se convirtió en Jesucristo y destituyó a Simón, el Papa Pedro Romano. Él es Maestro de Justicia. La Iglesia de todas las Religiones ya no existe y en este momento se dirige entre incendios y saqueos, por el sur de Roma, hacia este lugar. He llegado primero, espero, para cumplir los presagios de nuestros patriarcas. Mi decisión ya está tomada.” Haciendo un sortilegio, desprendió el maletín, lo abrió y extrajo una computadora de extraña forma, cubierta de signos cabalísticos y figuras del Tarot egipcio. Sin dudar un instante, depositó el objeto en el triángulo que le correspondía y con la mano derecha lo empujó hasta el centro de la Estrella.

Los Magoos Negros Atlantes, en situaciones análogas a las de este relato, iniciaron la Guerra de los 1.500 Años, jurando destruir a la naciente Raza Aria Teutónica. Perdieron la guerra, los sobrevivientes se refugiaron en cavernas secretas africanas y transmitieron a sus descendientes ese odio racial durante 240 siglos. Construyeron círculos mágicos en la estructura síquica de los grupos esotéricos que recibieron la venganza como heredad colectiva, algo similar a los conjuros grupales de los estudiantes egipcios cuando habían decidido morir por muerte mística en los Templos de Iniciación. La decisión que deben adoptar los seis iniciados de la “Estrella”, hasta ese momento exitosa con la unificación de las Religiones y la elección de un Papa Judío, Pedro Romano, aunque truncada por el Maestro de Justicia, consistía en matar al Gran Iniciado Solar, como ya hicieron con Jesucristo o aniquilar la civilización, incluyendo el propio holocausto. Ésa fue la elección de Ahaswero.

Desde el comienzo de los descubrimientos de la energía atómica en el siglo XX, los sabios se ocuparon intensamente en desarrollar puentes de unión entre la materia radioactiva y la mente racional, que poseían los Atlantes. El grupo reunido en Jerusalén para tomar una decisión planetaria, conocía esos puentes, los habían construido con entrenamiento psíquico, la colaboración de los mejores técnicos, recursos financieros internacionales y protección estatal. Sólo ellos conocían la totalidad del proyecto. Ante una amenaza de destrucción de Israel, lanzarán acciones preventivas atómicas, a cualquier costo, incluyendo el propio sacrificio, sin limitaciones. Ya habían ocurrido esas acciones anteriormente. Pero en el año 25 de la Era Acuariana, con el temible Maestro de Justicia sobre sus fronteras, la decisión era total. El grupo Estrella, con la nueva tecnología síquica electrónica que ellos dominaban, tenía acceso al arsenal nuclear completo de Israel, sus códigos de protección, las claves, los lanzamientos y los blancos, sin interferencias nacionales o extranjeras. El programa bélico completo estaba almacenado en una gran computadora situada en un costado de la cripta y se ponía en acción cuando los seis componentes del comando estuviesen juntos en el centro de la Estrella. Había una ficha jugada en el lugar correcto. Faltaban cinco. Cada sacerdote portaba la suya, que contenía un demonio animado psíquicamente con el alma de su propietario. No había posibilidad de fraude. Los seis eran indispensables para el lanzamiento. Cuatro piezas más fueron colocadas en el hexágono central. Faltaba la ficha del más anciano. No se conocía su edad; se murmuraba que era un auténtico Mago Atlante que se perpetuaba con artes mágicas sangrientas y sacrificios humanos. El anciano se demoraba. Hizo un gesto con la mano y una gran pantalla tridimensional se desplegó en un costado. Imágenes claras y fugaces aparecían en ella: los monstruos de acero atlantes, Iniciados del Fuego Teutónicos combatiendo entre las rocas, naves aéreas de diseño extraño, antiguas explosiones atómicas, el rayo de la muerte, templos egipcios, el Sahara, el Templo de Salomón, las legiones Romanas, el Crucificado, Hitler, Hiroshima, el derrumbe del Vaticano, el Maitreya en un plato volador sobre el mar a gran altura. Luego, suspirando, murmuró: “Moo Za Moo. Atlas Atala atalac.” Lentamente, empujó su computadora hasta el centro de la estrella que engranó con las restantes, formando un mandala de muerte.

Afuera, en el desierto de Negeb, las arenas se agitaron formando remolinos y gruesas plataformas de cemento armado saltaron por el aire tras las explosiones que abrían los Silos de la Muerte. De inmediato emergieron los vectores estratégicos entre nubes de humo y llamaradas que iluminaban el tétrico paisaje en esa noche sin estrellas. El horizonte estalló en explosiones y decenas, cientos de cohetes, portadores de ojivas múltiples, ascendieron lentamente hacia la oscuridad. Más arriba, en la estratosfera, la red global de satélites “Vigilantes del Espacio”, dio la alarma internacional de inmediato y pusieron en acción las medidas de defensa y contraataque en cada una de las naciones poseedoras de armas nucleares. En un minuto las computadoras habían informado la cantidad, dirección y los blancos probables. Antes que los cohetes abandonaran el Negeb, cientos de cabezas nucleares avanzaban desde todos los continentes, apuntando a Jerusalén. El primer explosivo de 20 megatones explotó quince minutos después que las seis claves mágicas quedaron encriptadas en el centro de la Estrella y el Cercano Oriente estalló hasta el mar Mediterráneo. Miles de cohetes cargados de bombas surcaban los cielos hacia un destino planetario de muerte y aniquilación anunciado mucho tiempo atrás. Es imposible escribir a grandes rasgos la guerra planetaria. Otros autores ya lo han hecho en novelas, películas, mitos y leyendas, el Diluvio de la Biblia, el hundimiento de Atlántida, el Apocalipsis de San Juan.

Los bombardeos atómicos prosiguieron mucho tiempo, automáticamente programados, aunque ya no hubiera seres vivos que los disparasen o que los recibieran. Fue el cumplimiento de la estrategia de los primeros años de la Era Atómica, el Over Kill, matar y volver a matar, la super muerte. Jerusalén, iniciadora del Over Kill, fue estremecida una y otra vez por las explosiones radioactivas, aunque no quedara nada para destruir. Sólo una masa oscura de cenizas radioactivas. El Mar Muerto hervía en llamaradas y resplandores. Así también otros lugares emblemáticos del odio, acumulado por siglos de crueldades, injusticias y sufrimientos. Inconscientemente, los pueblos deseaban venganza contra los tiranos opresores y desde el comienzo montaron los mecanismos de la Ley semita del Talión: “Alma por alma, ojo por ojo, diente por diente.” Las víctimas de la injusticia creadoras del aparato letal habían muerto, pero el odio continuó vivo un tiempo. Después no quedó nada. Después ni siquiera el odio. Después, el vacío purificador.

El Maitreya salió de Roma y avanzó hacia Nápoles, junto con sus ayudantes. Antes de medianoche subió a un plato volador que lo esperaba en medio de los campos, ascendió velozmente a gran altura sobre el mar y se unió a una flota de docenas de naves aéreas, de diversos tamaños y formas, tripulados por Grandes Iniciados Lunares y Fueguinos, sus discípulos directos que los acompañarían durante la Era Sakib. Se acercaron al Negeb y presenciaron el lanzamiento de la totalidad del arsenal nuclear y su dispersión hacia los cuatro rumbos de la rosa de los vientos. Entonces ascendieron hasta la estratosfera y se distribuyeron por los continentes, con la misión de proteger los sitios destinados a la supervivencia de la nueva raza: unos en Europa, otros en Asia, otros hacia África y América, Oceanía, Antártica y las islas del Pacífico. Entonces el Gran Iniciado Solar, solo en la nave, invisible a los ojos humanos, empezó a desplegar su barrera radiante, recorriendo mares y continentes, impregnando con aura divina infranqueable, bosques, praderas, pueblos, templos, volcanes, ríos y los lugares predestinados. No descendió debajo de mil metros. El Planeta se cubrió de una oscuridad pastosa donde pululaban las larvas elementales escapadas de los infiernos.

La Guerra Atómica mundial, anunciada por los sabios del siglo XX, se inició en el Cercano Oriente, como había predicho el Maestro Santiago en la década del sesenta a un grupo de Ordenados de Comunidad de La Plata. No fue una verdadera guerra como las que cuenta la Historia, ni siquiera la Segunda Guerra Mundial en la que murieron 60 millones de personas y destrucciones espantosas ni como la guerra de los 1.500 años entre Atlantes y Teutones en Alberton, centro de África. Es difícil definir el fenómeno que no tiene antecedentes con elementos únicos, inéditos, poderes materiales, psíquicos, satánicos y divinos en el campo de la batalla. La Humanidad tenía una población de 7.000 millones de seres humanos de los cuales sobrevivieron apenas dos o tres millones, siempre por encima de 1.000 metros sobre el mar. Los animales murieron en igual proporción. Las selvas se convirtieron en desiertos y los cambios climáticos, orográficos, hídricos y del suelo transformaron la vida en un caos. El cielo se tiñó de rojo durante décadas y en las noches grandes nevadas presentaban un paisaje fantasmal imposible de describir. Esta etapa duró mil años. Poco a poco, con ayuda de los Santos Maestros y el trabajo incansable de los Acuarianos, la vida adquirió las características exteriores más aptas para el nuevo modelo: el Hombre Americano.

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