Relato N° 43 - La Isla de Coral
La Historia Universal dice que “hace 118.765 años (1937) del calendario Gregoriano” el Gran Iniciado Solar de Primera Categoría, Manú Vaivasvata, al frente de la gran emigración de la Raza Aria con un millón de hombres nuevos seleccionados, salió desde la Isla de Coral, situada en el Mar de la China Meridional, donde me encuentro buscando las huellas del amor divino, después de las experiencias humanas para conquistar los enigmas de la materia y sus vínculos con la mente. Transcurrieron los siglos, la Historia, y deambulo por islas tropicales y mares apacibles, donde van desapareciendo los restos de las últimas batallas. De vez en cuando, en tanto voy navegando en un junco de velas trenzadas, encuentro algunas burbujas despanzurradas boyando al capricho de las olas hasta quedar enganchadas en algún arrecife de coral o enterradas en la arena de las islas cuando la resaca vuelve mar adentro. De alguna manera hemos vuelto al punto de partida deshaciendo todos los caminos, por mar, tierra y aire, con las experiencias guardadas en lo más profundo del inconsciente colectivo y la mente limpia, sin recuerdos, para iniciar los nuevos caminos de la pluralidad de los mundos y la gran conquista de la Renuncia: el Cuerpo de Fuego.
Prosigo mi andar sin rumbo fijo por los mares del Lejano Oriente, en el junco de velas que aprendí a trenzar, impulsado por vientos imprevisibles y las corrientes marinas que circulan entre los archipiélagos y es tal la belleza de los trópicos, la frondosidad de las islas, la variedad y cantidad de la fauna marítima y volátil, la suavidad del clima que los días, los meses pasan volando. Registro en mi memoria las escenas, los paisajes y las novedades que encuentro; es una permanente y deliciosa prueba del amor de Michaël por el planeta recuperado, la casa del hombre, la vida en su esplendor, la sabiduría en las cosas.
A través del tiempo, la Barrera Radiante del Maitreya, desde su implementación a comienzos de la Raza Americana cubriendo la totalidad del planeta como una piel áurica, fue intensificando su brillo y poder, cambiando las cosas visibles e invisibles y quienes tenemos la dicha de experimentarla sentimos una plenitud que, en otros tiempos, sólo era posible en el éxtasis de los místicos. ¿Podríamos llamarla “felicidad”? Tal vez. ¿O será mejor nombrarla “paz interior”? ¿Libertad? ¿Beatitud? ¿Bienaventuranza? Es imposible definirla con palabras del lenguaje antiguo que describían estados contradictorios, dialécticos, resultado de experiencias belicosas, propias de un mundo individualista competitivo. ¿Cómo podría describir un paisaje en donde los diversos elementos que lo componen, árboles, lianas, orquídeas que se nutren de los troncos, mariposas volando en las flores, monos parlanchines y enormes orangutanes recostados sobre la hierba en familia no compiten, sino contribuyen a la armonía del conjunto? No hay miedo. Tampoco hay luchas por la supervivencia del más fuerte, esa idea perversa de las religiones monoteístas que dividió la unidad divina en piezas de relojería que compitieron entre sí y se destruyeron unas a otras.
Las islas que visito, grandes y pequeñas, con su impresionante riqueza de vida en continuo movimiento, colores y formas, no tienen habitantes humanos. Los robots de la inteligencia artificial en sistemática destrucción por una parte con batallas planetarias y la posterior labor de los Iniciados del Fuego recreando las condiciones propias de la Naturaleza, agregada a la creciente vitalidad energética impulsada por los Maestros Protectores, en permanente colaboración con los elementales de Tierra, Agua, Aire y Fuego lograron en corto plazo la restauración de las zonas más castigadas y el vasto territorio oceánico con miles de islas volvió a expresar un maravilloso esplendor como en los buenos tiempos de Lemuria, hace millones de años.
A veces he encontrado pequeños grupos humanos en alguna isla apartada morando en la costa y nutriéndose con pescados, mariscos que recogen en las playas, huevos de tortugas marinas y vegetales. Durante las lluvias se refugian en un hueco de los matorrales, han olvidado el arte de encender el fuego y, poco a poco, el uso de las palabras. Sus necesidades son primarias y no necesitan comunicar pensamientos ni deseos. Los he visto en atolones de la Polinesia sin posibilidad de conectarse con otras islas. Los Iniciados del Fuego, ocupados en la conservación de las zonas depredadas, los controlan desde naves aéreas, pero no interfieren en la vida primitiva ni la modifican. He hablado con ellos. Estos restos de Humanidad no tienen posibilidades de sobrevivir; se deslizan en la pendiente suave de la involución genética sin sufrimientos ni amenazas. Morirán naturalmente y, terminado el ciclo de reencarnaciones volverán al reino animal, como ocurrió con los simios en tiempos antiguos. Tendrán como hogar el nuevo paraíso de un planeta regenerado por los hombres de la Nueva Raza, quienes, perfeccionados en el politeísmo de los Mundos Plurales, practican las leyes de la Renuncia en todo tiempo y lugar. Es consigna juramentada de los Americanos depurar la Tierra que les sirvió de hogar y alimento durante tiempos incontables, saldando las deudas kármicas que hicieron posible la generación de su nuevo Cuerpo de Fuego. Una de las deudas, tal vez la más grave, es la forma como desaparecerá la vieja Humanidad que quedó por debajo de la Barrera Radiante, sin porvenir.
Las dos primeras Razas Raíces se ubicaron en los polos del planeta y, después de muchos intentos fracasados no lograron retener en sus cuerpos primitivos a las mónadas que desde el plano astral estaba destinadas a habitarlos. En la tercera y cuarta Razas Raíces, Lemures y Atlantes lo consiguieron en forma permanente progresando a través del mecanismo de las reencarnaciones. (Un año en la dimensión física por 10 años en la dimensión astral). En la quinta Raza Raíz Aria actual, lograron el pleno dominio de la materia física y se preparan para avanzar hacia nuevas dimensiones. Pero las huellas de tan hondo caminar a lo largo del tiempo milenario son muy profundas y han marcado hasta hoy, en las variadas dimensiones de las experiencias, visibles e invisibles. Es propósito firme de los guía espirituales de la Raza Americana, en mitad de su trayectoria, dejar la Tierra limpia de karmas individuales y colectivos que las acciones produjeron en todos los niveles. Para lograrlo han propuesto una vigilancia atenta y desinteresada en todos los sectores geográficos, biológicos y humanos. Ya hemos visto en los primeros relatos cómo los hombres nuevos recorren los espacios en sus naves conduciendo las corrientes marinas de los océanos, empujando los vientos con ayuda de elementales del aire, penetrando en las profundidades de la tierra y saneando corredores y bóvedas de detritus dañinos, restos atlantes y robots invasores. La elevación del tono radiante de la vibración terrestre a niveles sobrehumanos, la gran obra del Maitreya, ha permitido el establecimiento de relaciones constructivas entre los Dioses y los Maestros de la Tierra, conductores de los Centros de Sabiduría como Teotihuacan, Huetchulafquen, el Hoggart, los Himalayas, Hiperbórea y Universidades Espirituales donde se enseña la Doctrina de la Renuncia. Como en el Templo de la Iniciación Egipcio, los estudiantes aprenden ciencias y se capacitan en el uso de instrumentos energéticos para regenerar la vida planetaria. Permutaron sus cuerpos de carne por cuerpos de fuego. Son amigos de los Santos Maestros y se comunican con ellos, pidiendo consejos, buscando consuelos, compartiendo responsabilidades. Poco a poco se las van otorgando y en el tiempo que voy recorriendo los antiguos territorios del comienzo de la raza, la vigilancia, control, rectificación y acciones están en manos humanas. Los hombres nuevos, jóvenes y desapegados, se han transformado en padres de los viejos y, sabiamente, los conducen hacia la paz y el olvido.
Llegué a la isla de coral un amanecer claro y luminoso, con el sol brotando del mar detrás del alto picacho de su montañita. Era pequeña, unas pocas hectáreas frondosas de palmeras, manglares y otras plantas florales de muchas orquídeas. Irradiaba delante de la luz solar. Rodeada de arrecifes de coral donde rompían las olas del Pacífico, tenía un par de entradas a la laguna interior, profunda y cristalina, a donde penetré con un golpe de timón y la fuerza de la ola. Bajé la vela y dejé que el junco encallara en la arena suavemente, quedando bien derecho. Descendí a tierra y até el ancla en una palmera cercana.
Entonces quedé frente a Manú (el nombre se lo puse después), un gigante negro de dos metros de altura que me observaba atentamente y se había adelantado a mi encuentro desde la fronda. Vivía en estado natural puro; de mediana edad, con largos cabellos lacios sueltos brillantes, no usaba vestimenta. Tampoco sabía hablar, aunque sonreía y emitía algunos sonidos expresando satisfacción. Me revisó la cara, las manos, la ropa y luego subió al junco y lo exploró detalladamente. Olió los frutos que encontró en la nave y probó algunos que le gustaron. Me senté en la arena, rodeado de cocos y cangrejos rojos que caminaban por todas partes. Manú se acercó y le fui dando objetos pequeños que sacaba de mi bolso despertando su interés: cristales, monedas antiguas, piedras de lindos colores, otras cosas. Entonces, enderezándose, corrió hacia la laguna y se sumergió. Era buen buceador y apareció al rato con ostras que abría con las uñas y las comía. Me ofreció algunas y las probé, aunque no pertenecían a mi dieta. Volvió a sumergirse y aportó un par de langostas. Las descascaró y me dio una, que también comí un poco. Traje del junco unos frutos tropicales y finalizamos el banquete como amigos. Bebimos el agua de los cocos que rompía chocando unos con otros pues tenía mucha fuerza. Finalmente se echó en la arena y durmió la siesta. Yo exploré la pequeña isla, solitaria, sin compañeras a la vista y volví al junco. Los días siguientes paseábamos por ese jardín natural y las plantas que reconocía las nombraba para satisfacción de mi amigo que trataba de repetir los nombres con dificultad, pero enseguida las olvidaba. Me mostró el mar desde la cumbre de su montañita, entramos en algunos huecos bajo las rocas, destapamos nidos de huevos de tortugas enterrados en la arena, exploramos el fondo de la laguna y los arrecifes de coral y en las noches mirábamos el cielo estrellado y la luna que se levantaba desde el mar. No se escucharon palabras, pero había una comunicación espontánea con muchos significados. Su mente era tan simple que fácilmente veía las imágenes de sus pensamientos sencillos.
Permanecí en la isla varios días con buen tiempo en compañía del alma infantil del gigante Manú; no conocía el mal, no generaba karma, vivía la plenitud de su paraíso, no necesitaba ni deseaba nada. No conocía el sufrimiento. Al final de un giro de 1.300 siglos, Manú volvió al punto de partida, como un niño. Entonces, decidí partir. Con gestos traté de decirle que continuaba mi viaje; le regalé mi bolso lleno de objetos varios y con los que solía jugar, subí al junco y con los remos salí al mar abierto, levanté la vela y me alejé. En la playa, Manú permanecía quieto, sin comprender. El bolso estaba en el suelo. Miré hacia delante, hacia el mar.
Sentí ruido a mis espaldas y gritos. Me volví. Manú me había seguido nadando con vigor entren las olas y a su modo me llamaba. Asombrado, bajé la vela y detuve el junco con los remos. Rápidamente llegó a mi lado y subió a bordo. Jadeaba. Estaba cansado. Se echó en el piso respirando fuerte y me miró silenciosamente con grandes ojos negros, muy quieto. Empezaron a rodar lágrimas por su cara unas tras otras. Yo permanecía mudo de asombro, conmovido: estaba presenciando una maravillosa prueba del Amor de Micaël hacia los hombres: Manú estaba aprendiendo a llorar y experimentaba, por vez primera, dolor en la amistad, tal vez la más hermosa prueba del poder de Dios. Permanecí quieto largo tiempo, horas, acunado por el vaivén de las olas. Luego, en la paz del atardecer, me acerqué con los remos hasta el arrecife. Manú bajó al agua y subió a un promontorio. Giré el junco, levanté la vela y me alejé lentamente. De pie en mi nave saludaba con la mano a mi amigo y él, de pie también, sonriente, me respondía con los dos brazos y gritaba su nombre que había aprendido en los paseos: “¡Manú! ¡Manúú! ¡Manúúú!!!….”