Relato N° 35 - El Loto Blanco
El Lejano Oriente siempre fue tierra de sociedades secretas desde la antigüedad, más intensa que en Europa del siglo XVIII o los cultos religiosos de Egipto, aunque con características diferentes. Cuando en una sociedad se implanta un poder autoritario desmedido y los individuos pierden libertad, espontáneamente surge el secreto, las relaciones entre elegidos y la asistencia mutua de sus componentes, por lo común juramentados. A lo largo de la Historia han surgido sociedades secretas con objetivos y estructuras diferentes: Las Órdenes de Caballería Musulmanas y Cristianas en la Edad Media, las Logias políticas de siglos XVIII y XIX en Europa y América, las mafias fuera de la ley, los servicios de inteligencia y espionaje de los Estados, las instituciones financieras que custodian dinero y valores económicos, el conocimiento científico de proyectos militares peligrosos y otros que la opinión pública desconoce. Algunas de estas fuerzas ocultas poseen claves para ser activadas, como los misiles nucleares del siglo XX, o las puertas blindadas de los tesoros bancarios. El secreto protege algo que se considera valioso y se quiere guardar para uso de los que conocen las claves de apertura. También la Naturaleza tiene muchos secretos que no revela fácilmente; sólo con investigación disciplinada y perseverancia logran los científicos develar sus misterios, unas veces de gran beneficio para la Humanidad, como la penicilina, otras catastróficas como la bomba atómica. Con el desenvolvimiento de la sabiduría politeísta de los mundos plurales y el conocimiento de la Doctrina de la Renuncia a pleno, en la Nueva Era fundada por el Maitreya, las cosas secretas están fuera de lugar y el ocultamiento es practicado por androides y robots que todavía están estructurados en el miedo de la antigua civilización. Los Acuarianos-Americanos desarrollados viven en la más amplia libertad de pensamiento y la practican generosamente. Muchas obras al final de la época cristiana han intentado descubrir las cosas ocultas, “Isis sin Velo” de Blavatsky, “Las Enseñanzas de la Renuncia” de Santiago Bovisio y otras, pero el misterio sobre la Era de Sakib, el Maitreya y la amenaza atómica continúan pendientes. Sólo los próximos años vividos a pleno por la Humanidad, sea como fuere, revelará el destino de los hombres.
Caminaba yo sin rumbo fijo al comienzo del décimo milenio de la época americana, entre la muchedumbre de un puerto antiguo del Mar de China que ha conservado su nombre inicial, Macao, como tantos lugares y accidentes geográficos del lejano Oriente. Los hábitos de las masas permanecen porque se mueven en los instintos básicos de la existencia y no tienen capacidad de transformarse; su evolución es lentísima. El individuo, segregado del magnetismo dominador de las multitudes puede evolucionar visiblemente en una encarnación y desapegarse. Es la mayor promesa de la Era de Sakib, la aristocracia del ser, Egoencia.
Macao, semejante al Macao del siglo primero, es caótica, comercial, múltiple y, básicamente, centro continental de los juegos de azar, con una pasión rayana en la locura. La existencia en el Milenio X había perdido todo significado trascendente y, por influencia de siglos de tecnología aplicada al consumo, la vida era una mecánica que se podía armar, agregar, quitar y volver a armar, como los relojes. La Naturaleza es orgánica y los hombres son mecanicistas. Si bien no tenía la arquitectura antigua, Macao resultaba fascinante para criaturas con voluntad de satisfacer sus deseos a cualquier precio. En Macao la moral no existía; reglamentaciones y policía tampoco. Cada uno contaba con su propio cuerpo de seguridad. El intercambio, la compra y venta, los negocios se realizaban en Macs, monedas acuñadas por la mafia dominante. Los valores financieros eran el oro, la plata, las piedras preciosas, los servicios personales, la vida. Todo se resolvía sobre el mostrador de mercancías, en las mesas de juego y en las oscuras callejuelas del puerto.
Deambulaba, pues, entre robots de todas calidades, quimeras múltiples, androides presurosos y bestias que servían para el transporte, búfalos, elefantes, caballos, gorilas transgénicos y otros que no podía reconocer. Al llegar la noche salía fuera de la ciudad y me apartaba a parajes de grandes árboles y dormía entre el follaje, abrigado y protegido por la capa. Me acompañaban Elfos que proveían alimentos y lo que necesitase, en este caso, dinero circulante de la ciudad, monedas de oro. Siempre tenía en mis bolsillos la cantidad necesaria para una compra o para jugar en el casino. ¿Qué voy a comprar si tengo todo? Voy al casino a jugar y perder, pues espero encontrar allí manifestaciones del Amor de Michaël. ¿Por qué no, si el sol también alumbra estas tierras viejas y experimentadas? Había muchas casas de juego, opulentos palacios que ocupaban manzanas bien iluminadas, casas donde el grupo familiar con niños apostaban, rincones secretos iluminados con una lámpara de aceite donde se jugaba sobre una manta sucia en el suelo, con pistolas y cuchillos a la vista.
En las tardes concurría al centro donde los mejores casinos lucían sus pretenciosas fachadas y entraba en uno barroco, llamado Mayà, la ilusión, el más prestigioso. Los casinos no cerraban por la noche; siempre abiertos, devoraban multitudes. Nunca hablaba; me acercaba a la misma mesa que ofrecía un juego similar a una ruleta que giraba y giraba asistido por computadoras y empleados que daban y recibían el oro de las apuestas. En silencio sacaba de mi bolsillo diez Macs de oro, los ponía en un número y perdía. Luego ponía otros diez en el mismo número y volvía a perder, así hasta cien monedas, sin ganar jamás. Luego me levantaba de la silla y me retiraba, sin pasar por la cantina ni saludar a nadie. Cuando regresaba a la sala de la ruleta el día siguiente me esperaban los curiosos y un sillón tapizado para que estuviera cómodo. Al retirarme me seguían algunos y nunca tuve un incidente porque mis servidores se ocupaban de ellos eficazmente de inmediato.
En la décima visita a Mayá, cuando me levantaba de la mesa luego de haber perdido lo que aposté, un chino con vestimenta tradicional me rozó, hábilmente puso un objeto en mi mano y desapareció entre la gente. Cuando pasaba por los salones abrí el puño y encontré una medalla de plata, con un loto grabado en bajo relieve. A unos metros de la salida estaba el chino, me miró y salió. No me esperó, sino se adelantó unos cincuenta metros para que lo siguiese a distancia. Comprendí su juego y así procedí; parece que deseaba conducirme a algún lugar, sin testigos. Nos internamos en el antiguo barrio chino, el operativo estaba bien planificado, hasta llegar a una casa con tejas de lacas rojas, en cuya puerta de entrada me esperaba; al acercarme, la abrió y con un gesto me invitó a entrar. Lo hice, el guía cerró la puerta permaneciendo fuera; su misión había terminado.
Me encontré en un hall simple, sin adornos ni muebles, con otra puerta en la pared opuesta. A ambos lados, dos damas vestidas a la antigua, me saludaron con una inclinación, sonrientes, y abriendo la puerta me invitaron pasar. Así hice; mis protectores invisibles señalaron que no había peligro. Entré en un salón grande bien iluminado y decorado con muebles tallados, biombos y luminarias colgantes. Me esperaban chinos de mediana edad al parecer cultos, vestidos pulcramente, quienes de pie me saludaron en su estilo. Les correspondí. Entonces, el más anciano, en el centro hizo las presentaciones personales y yo di mi nombre y mis actividades. El anciano Chang se sentó en un rico sillón tapizado con seda blanca y me invitó a hacer lo mismo en otro preparado para mí. Los demás permanecieron silenciosos de pie. Resumiendo: Eran miembros de la Sociedad El Loto Blanco, en Macao, y estaban informados de todo lo que sucedía en ella. Cuando les informaron que un extranjero jugaba en el casino grandes sumas y siempre perdía, sin ganar jamás, entendieron que había un mensaje que venía de Occidente, de la Orden del Fuego. “Los Hijos de la Madre Abbhumi son sabios; nunca ganan cosas materiales. ¿Pero cómo hiciste para conseguir tanta riqueza?”, me preguntó Chang. Respondí: “La trajeron mis servidores de la Tierra.” Y a mi pedido se hicieron visibles tres Elfos y, como tienen un humor excelente, se presentaron como los Reyes Magos: Melchor, Gaspar y Baltasar, blanco, rojo y negro, vestidos según las leyendas con turbantes y coronas. Saludaron en silencio y cada uno derramó un puñado de monedas de oro a los pies del anciano. Chang exclamó: “¡Son auténticas, reales! ¿De dónde salieron?” Entonces Melchor, solemne, respondió: “De la caja fuerte del casino.” Todos nos reímos alegremente y volvimos a nuestros lugares. Para los Reyes Magos, que permanecieron visibles, trajeron sillones tapizados en seda dorada, y asistieron hasta el final de la conferencia. Habló el anciano Chang; un breve resumen de los temas considerados, es el siguiente:
“La Sociedad El Loto Blanco es más antigua que la presente raza. Tal vez sea una de las vertientes que fluyeron desde Kaor, cuando el volcán colapsó, como la Orden del Fuego que derivó hacia Occidente, portando la misma tarea: la conjunción armoniosa del espíritu y la materia. Cultivamos el conocimiento de los mundos plurales y los sabios antiguos en esta tierra se destacaron por la ecuanimidad de sus doctrinas, desarrollando invariablemente la Idea Madre de la Raza Aria. No practicamos cultos de un Dios personal, hegemónico y excluyente. Hemos convivido con diferentes especies, como ahora, incluyendo los artificios de la tecnología, ordenadores, robots, quimeras y otros. Esta parte del mundo sigue siendo el infierno con los restos de la Humanidad sobreviviendo en los más bajos instintos; la vida no tiene valor, la Naturaleza está contaminada con los desechos inmundos de una sociedad perversa, no tenemos esperanzas de un cambio, todo lo contrario, se preparan acontecimientos nefastos. Las masas ocupan las costas y las islas, pero el mar pertenece a los robots que han desarrollado una tecnología prodigiosa. La inteligencia artificial es independiente de la asistencia humana y con sus propios recursos han progresado y poseen movimiento autónomo. Produce lo que quiere, soldados, mineros, técnicos capaces, espías y quiere todo, lo puede todo. Es el amo perfecto, sin sentimientos, con tolerancia cero. Moran en el océano profundo, aislados, en inmensas burbujas autosuficientes. No necesitan alimentos y obtienen la energía por transmutación directa de la materia, como los desaparecidos atlantes. Es una amenaza tan grande como el poder atómico de los androides del siglo primero. Se han puesto en movimiento. Se acercan a las costas. Han ocupado con soldados autómatas gran parte de los archipiélagos, exterminando a las razas autóctonas. Los miembros del Loto Blanco escaparon a tiempo emigrando al continente, como un adelanto de la gran migración que ahora se producirá, desde Manchuria hasta las islas tropicales. Somos un millón de personas. Estamos preparados para encontrar una tierra nueva, imitando al Manú Baivasvata, al comienzo de la Raza Aria. Necesitamos ayuda de la Orden del Fuego y consideramos que tu presencia en Macao es la señal esperada para el gran éxodo que está por comenzar.