Relato N° 26 - El Hogaard
En barca pequeña y blanca, con un mástil sosteniendo la alta vela latina, me acerqué a la costa del Sahara, con grandes dunas marcando el horizonte, conducida por un pescador del sur de Italia o, mejor dicho, de una de las islas del archipiélago en que se convirtió la península. Hábilmente, el barquero detuvo su nave suavemente en la arena y descendí en el agua fresca. Le regalé las cosas que no me harían falta en el desierto y que recibió con gusto, piedras, collares de coral rojo, algunas semillas de pehuenes que deseaba plantar en su isla y nos despedimos amistosamente. Se llamaba Jesús, usaba barba y era parecido al Nazareno, suave y de buenos modales. Empujó la barca con los remos, levantó la vela y se alejó por el mar hasta desaparecer en el horizonte. Decidí pasar la noche en ese lugar, bajo la luz de las estrellas que brillaban intensamente. Y pensé:
¡Qué misterioso es el tiempo y tan difícil de comprender! Permanece, pero se mueve siempre, fluyendo de diferentes maneras, produciendo cosas, vidas, alegrías y sufrimientos, algunas móviles, otras estáticas, pero él es nuevo a cada instante. La memoria no es el tiempo, sino un resultado. Algunos pueblos tuvieron el don de la Historia, como los egipcios y conservaron recuerdos milenarios; otros carecían de ese don y crearon mitos y leyendas, como los hindúes. Los Santos Maestros estudian en la Gruta de Ras los registros perfectos, exactos y cambiantes, según la actuación del investigador y su estado de conciencia.
Me encuentro descansando a las puertas de África, el continente que ha recibido todas las razas humanas, donde los lemurianos se convirtieron definitivamente en hombres, sosteniéndose erguidos por sí mismos y donde se han encontrado los fósiles más antiguos. Ahora África luce el esplendor de una naturaleza en pleno desarrollo, vegetales y animales, con muy pocos hombres. Se parece al Edén de las leyendas, conviviendo armoniosamente las especies, sin excesos poblacionales, en un equilibrio conveniente al buen desarrollo de los individuos. Los pastores, agrupados en núcleos reducidos esparcidos por todo el continente, según las necesidades del medio, vigilan, cuidan y administran la vida natural según las características y las necesidades de las regiones, húmedas, desérticas, lluviosas, abundante en pastos, selváticas, todas las variedades imaginables. Son auténticos y su tarea principal es permitir el máximo desarrollo de la calidad de vida natural, respetando todas las especies. Como en época antigua, se alimentan de frutos y brotes que recogen libremente, sin dañar ni destruir. Esa parte del Planeta, anteriormente la más castigada por las explotaciones humanas del comercio, la industria y la perversidad de la civilización, tierra de esclavos, ahora es la más bella. Como todo estaba destruido, con la buena voluntad de los Acuarianos, fue fácil la reconstrucción: África era un hermoso jardín cuando empecé mi viaje por las arenas del Sahara, caminando hacia el Hoggard, la antigua residencia de la Madre Abbhumi, en su última encarnación hace más de doce mil años. Ella nos ha convocado, a mí y a otros compañeros, para una obra que nos comunicará en el Santuario. Ella es la autoridad suprema de la Sagrada Orden del Fuego y mora en las más elevadas dimensiones del mundo espiritual. A veces desciende entre nosotros para instruirnos y guiarnos.
Después de una marcha regular y vigorosa hacia el sur, preferiblemente de noche, en un amanecer deslumbrante y rápido, divisé en lo alto de una colina, destacada ante el cielo, una figura humana que me saludaba con los brazos y palabras insonoras que llegaban hasta mis oídos: “Saludos, Io-Seph. Ya falta poco; estás en el atrio de la casa de la Madre”. Eran las palabras del encuentro con Adelphirake, antiguo compañero de Comunidad hace muchísimos años, cuando vivíamos junto al Maestro Santiago encarnado, en una gran ciudad sudamericana. Subí en un vuelo y nos saludamos con la fórmula que nunca cambia y nos recuerda la verdad eterna: “Ahehia ote Hes. Eret Hes ote Ahehia”. Nos sentamos en unas piedras e intercambiamos golosinas, mientras nos comunicábamos novedades del viaje y los más recientes encuentros.
El panorama que contemplábamos desde la cumbre del cerro era precioso: hacia el norte la vasta extensión del Gran Erg Oriental, no tan seco como antes, con grandes manchas verdes de hierba, a la distancia, que brotaba luego de las lluvias, ahora frecuentes, y en el fondo, la línea azul de un Mediterráneo distante. En el Sur, las ásperas montañas del Hoggard, con bosquecitos de cedros en las quebradas y los rincones húmedos, poblados de una ganadería africana variada y saludable: cebras, gacelas, jirafas, elefantes y caballos. No se observaba presencia humana ni humo de hogueras; no había rastros de cultivos ni restos de construcciones. La región estaba libre de actividades humanas por acción de los Iniciados Acuarianos que desde la gran destrucción habían decretado al Continente Africano “Tierra sin forasteros”, y habían actuado con energía y eficacia. Los extraños habían sido expulsados del continente y no se permitía ninguna presencia continua, ni siquiera visitas. Un grupo especial de seres preparados, Iniciados del Fuego, se ocupaban de cumplir esta ley, que provenía de la más alta jerarquía del Planeta. África resplandecía en belleza, vida, energía y su radiación se extendía por toda la Tierra, como una promesa de lo que llegará a ser al final de la Raza.
Adelphirake es el más poderoso de los Iniciados del Fuego encarnado; durante muchas vidas fue entrenado y transmutado por discretos sabios del Tíbet que conservaron los secretos de la Raza Atlante, sin comunicarlo a nadie, únicamente a los elegidos; será nuestro jefe en la misión que nos dará la Madre. Si él nos conduce, el trabajo será más fácil. Fue mi Director cuando hice el Seminario, en los tiempos del Maestro Santiago.
A los dos días de andar juntos, un plato volador, proveniente del Oeste, trazó un círculo en el espacio y descendió. Dos seres brillantes bajaron a tierra y se acercaron; el vehículo se alejó rápidamente. Los viajeros son conocidos en estos relatos: Rore y Big Man, los vencedores de androides en las batallas del prado norteamericano. Con gran alegría nos saludamos ceremonialmente y sin perder tiempo penetramos en las montañas del Hoggard, buscando la entrada del Santuario. Recorrimos un largo desfiladero de basalto oscuro, matizado con cipreses y algunos matorrales del desierto florecidos, hasta desembocar en un valle amplio y luminoso en cuyo centro lucía un lago esmeraldino, muy sereno. Las riberas estaban adornadas con jardines cuidados por campesinos del desierto que mantenían la más variada gama de frutales, hortalizas y plantas florales de vivísimos colores. En un embarcadero natural de piedra descansaba una hermosa barca en forma de cisne con las alas desplegadas, blanca, y a su lado nos esperaba un sonriente Acuariano, de aspecto juvenil que nos saludó con mucha cortesía: “Me llamo Ariel y tengo la feliz tarea de conducirlos al otro lado del lago, a los portales del Templo de la Madre”. Luego de los saludos de rigor, subimos al cisne, que se desplazó suavemente por el agua, haciendo batir graciosamente sus alas al tiempo que una melodía antigua nos complacía. Guardamos silencio; el panorama ofrecía una experiencia tan bella y armoniosa que nos dedicamos a disfrutarla plenamente. Desde la ribera, los jardineros nos saludaban moviendo los brazos y Ariel les correspondía de igual manera.
En el fondo del valle, en una pared rocosa levantada junto al agua, abría un enorme portal natural y el lago continuaba en un túnel corto, hasta un muelle natural, en donde desembarcamos. Detrás, otro túnel, seco e iluminado, penetraba en las rocas. En la entrada aguardaban dos Acuarianas de mediana edad, vestidas en estilo árabe, pertenecientes al servicio del Templo, que nos dieron la bienvenida. Llevaban nombres famosos de la Historia antigua, Hipatia, sabia matemática alejandrina, y Laila, igualmente bella en los cuentos de amor que relataban los camelleros del desierto junto al fuego nocturno del campamento. Éramos siete Ordenados de la Orden del Fuego que hemos respondido al llamado de nuestra Madre Abbhumi para una misión que nos confiará pronto. Ella vendrá de su morada celestial para hablarnos y nosotros hemos viajado desde sitios lejanos de América para escucharla: Adelphirake, Rore, Big Man, Ariel, Hipatia. Laila y el narrador.
Nos condujeron hasta un espacio grande, muy alto y complejo en sus formas, con variadas dependencias distribuidas en diversos niveles, móviles y musicales, adornadas de figuras desconocidas, de otros mundos y otras épocas. Algunos operarios movían esas máquinas, podríamos llamarlas así, que emitían sonidos y melodías de extrañas texturas. Fuimos presentados a un ser de porte majestuoso y piel oscura, vestido enteramente de lino blanco: era el Sumo Sacerdote del Santuario, a quien llamaban Manú, o Manes, totalmente al servicio de la Madre, quien nos reunió allí mismo, nos ubicó en un mandala óctuple, tallado en mármoles diversos, muy alhajado con piedras radiantes, y nos explicó la misión que la Madre nos encomendaba. Ella nos bendecirá antes de partir. Resumiendo sus palabras, la exposición fue así:
“Con la destrucción planetaria a comienzos de la Era Acuariana, la presencia del Gran Iniciado Solar Maitreya, la Doctrina de la Renuncia expandida universalmente y los grandes cambios físicos y magnéticos del Planeta, la Humanidad ha producido un giro reversible analógico total, y la rueda del destino dejó de girar en sentido involutivo descendente hacia la materia, no se solidifica más, no puede ser más densa, y empieza, con Renuncia sistemática permanente, a ascender por las dimensiones sutiles de la Realidad. Cuando el Maitreya rompió la cadena de causas y efectos del monoteísmo unilateral materialista en París, Roma y Jerusalén, el mundo viejo se desplomó por sí mismo, no se sostuvo más, se inmovilizó y, por voluntad del Rey del Mundo, Sanat Kumara, con pocos elegidos, empezó a girar en sentido contrario, desde el dolor radioactivo, desde las cenizas, desde la mística de holocausto: “No ganar nada. No tener nada. No ser nada.” En aquellos lejanos días, tras siglos de destrucciones de pueblos, la Guerra de Mil Años, comenzó el saneamiento del planeta, metódicamente. Y los resultados son positivos, no sólo la geografía, el paisaje y la regularidad de las especies, sino también el ser humano, por lo menos en América y África. En el resto del globo se trabaja intensamente para sanarlo antes que termine la Raza Americana. Grupos diferentes a la Orden del Fuego están trabajando intensamente.
“La Orden tiene ahora una misión para la cual habéis sido convocados, como vanguardia de otros grupos que están siendo preparados para continuar la tarea. Es necesario depurar el interior de nuestra Madre Tierra, en donde se han refugiado los detritus de las experiencias antiguas, desde la Raza Lemuriana hasta nuestro tiempo. Antiguamente lo intentó Jesucristo, y allí también fue rechazado. Ahora es diferente. Con el triunfo del Maitreya sobre el enemigo en las naciones y la desaparición de las religiones, los hombres Americanos descenderán a las entrañas del Planeta y lo transformarán. Sois una avanzada y de lo que encontréis, de las experiencias, el estudio y los resultados, otras expediciones completarán la obra de reparación y justicia que tiene la Humanidad con la Madre que los albergó durante millones de años.
“No será un viaje astral solamente, como el que realizó el Maestro Santiago al final de Picis, sino integral, tal como estáis ahora, cuerpo físico y cuerpo de fuego, encendido y capacitado para estos viajes mayores. El área será Occidente, el subsuelo americano, donde encontraréis las más grandes ruinas Atlantes y más abajo, restos lemurianos. El tiempo no los ha disuelto, sino por el contrario, ha avivado sus viejas pasiones. Conservan la malicia y la sed de venganza, estimulados por los androides que todavía sobreviven en la superficie. Este viaje es el comienzo de un trabajo de depuración integral física, energética y espiritual de la Tierra. Debe estar realizado en el ciclo Acuariano, en estos 10.000 años que restan antes de pasar a las nuevas realidades que el ser humano desarrollará en el futuro.
“En breve tiempo estaréis habilitados para enfrentar los misterios del viaje. No tendréis necesidad de luchar ni correréis peligro alguno. Portaréis la Barrera Radiante del Maitreya que separa la vida de la muerte. Aquellos elementales que no logren sostenerse, quedarán extinguidos y disueltos en la materia elemental irreversiblemente. Ahora os dejo en manos de sabios expertos en transmutaciones energéticas que os prepararán de inmediato. En todo momento estoy a vuestra disposición para lo que necesitéis.”
No describiré las experiencias a que fue sometido el grupo, individual y colectivamente. El salón donde escuchamos a Manes era una gran máquina analógica que actuaba sobre los chakras y los centros de poder, que están mencionados en el Curso “Ciencia de la Vida”, del Maestro Santiago. Los sabios se ocuparon de nosotros sin pausa, con acciones poco entendibles, a veces individualmente, casi siempre espectacular con rayos vibrantes de muchos colores. Otras veces eran sonidos, aromas y violentos ejercicios físicos. Nos transformaron inexorablemente en una entidad superior, de gran fuerza y resistencia, interesados únicamente en la misión. A veces hacíamos viajes astrales de avanzadilla a los subterráneos atlantes para conocer el medio donde actuaríamos. Al finalizar el período de adiestramiento nos habíamos transformado en seres radiantes de diversos colores con capacidad de transformar, o extinguir toda cosa que permaneciera debajo de la Barrera Radiante. La sincronización de los siete era perfecta y unas primeras incursiones reales cercanas al Santuario resultaron aprobadas plenamente por los sabios. Estábamos preparados. Mi color era el gris. Rore emitía rojo escarlata muy intenso. Adelphirake irradiaba rayos azules de gran alcance. Ariel brillaba celeste. Big Man verde. Leila rosado. Hipatia un blanco diamante de gran intensidad.
Después de una jornada de recogimiento, la Comunidad del Hoggard en pleno y nuestro grupo viajero, se reunió en la gran sala bien ubicado y esperó en silencio. Una gran luminosidad se difundió en el espacio y en ella, brillante, se manifestó la Madre Abbhumi. Estaba velada completamente. Presidió la asamblea desde un trono de mármol blanco y, después de las ceremonias y los himnos rituales, nos dijo:
“Amados Hijos: la virtud del Fuego es la transmutación. Desde los primeros tiempos de nuestra Orden en la lejana montaña Om Hes, del Asia Central, hemos contribuido al desenvolvimiento de la Raza por transformaciones graduales que conducen al logro de los destinos humanos siguiendo fielmente las etapas marcadas en el libro de la Divina Madre. Guiados por los Grandes Iniciados que descendían entre los hombres para enseñarles el conocimiento de la materia, la Humanidad conquistó todos los secretos físicos y energéticos de este mundo y peligrosamente los utilizó en el holocausto nuclear al comienzo del ciclo Americano. Al cabo de diez milenios de transformaciones evolutivas, la raza humana se depuró y avanzó en el tiempo futuro, es totalmente diferente, se expande hacia los nuevos territorios del ser y ha comenzado a ordenar el escenario donde se desarrollaron tantos cambios. América y África están limpias y hermosas, pero los detritus de tantas batallas se sumergieron en las profundidades y allá esperan un hipotético cambio que les devuelva su antiguo poder. Eso es imposible. No obstante, es deber de la Sagrada Orden del Fuego depurar las entrañas de la Tierra, hasta el último rincón secreto, definitivamente. Vuestra misión, Hijos, es comenzar la purificación integral del Planeta, no por destrucción, sino por transmutación de la naturaleza demoníaca. Para eso habéis sido elegidos y preparados largamente. Sois portadores de la Gran Barrera Radiante del Gran Ser que cambió el mundo visible con nuevas dimensiones de vida. Ahora llevaréis esas dimensiones vibratorias hasta la oscuridad que ocultan a los elementales, los iluminaréis y aquéllos que respondan serán rescatados y podrán reencarnar en el futuro; habrán tierras preparados para ellos. Los que no respondan, la Barrera Radiante los desintegrará hasta la homogeneidad y serán absorbidos en el depósito cósmico sin dimensiones.