Relato N° 23 - París
El TGV marchaba silencioso y rápido por la campiña francesa. El Maitreya miraba solitario por la ventanilla. Los ayudantes se ubicaron detrás, siempre atentos y vigilantes. Un adolescente de quince años avanzó por el pasillo y saludó: “Buen día, señor Maitreya. ¿Puedo sentarme a su lado?” El gran ser lo miró y asintió con la cabeza. El chico se sacó una mochila pequeña de los hombros, la puso en el piso y se sentó, dando las gracias. Luego se presentó: “Me llamo Jacques.” El Señor le tendió la mano y Jacques la estrechó con timidez. Luego conversaron.
J.- Lo he visto en Londres y los chicos lo quieren. Les gusta lo que usted dice y lo que dijo en Harvard.
M.- ¿Crees que la gente va a cambiar fácilmente? Lo que estoy diciendo ahora ya lo dije en Palestina hace 2.000 años, aunque luego cambiaron el mensaje. Me crucificaron.
J.- Ahora usted es más fuerte que ellos y ganará.
M.- Soy el mismo de siempre, no aumento ni disminuyo, no envejezco, no muero. Antes quise elevar al hombre hacia mi perfección, pero no lo conseguí. Ahora llevaré al hombre hasta su perfección individual, hacia su modelo individual. Cada uno tiene un molde permanente, distinto uno de otro y lo tiene que realizar a cualquier precio. No hay dos caminos, sino uno, el que le pertenece desde el principio.
J.- ¿Cómo se logra, Señor Maitreya, si no lo conocemos?
M.- Por renuncia, Jacques, como el escultor que va despojando del mármol lo que no es la idea auténtica y, poco a poco, revela la figura que lleva dentro. El modelo es interior y, cuanto más quitas más te acercas a lo que buscas.
J.- ¿Y al final qué queda? ¿Nada?
M.- Quedas tú.
J.- Me gustaría seguir con usted. Soy huérfano; no tengo familia.
M.- Mi camino es solitario, como el tuyo. Pronto llegará al final. Mi Mensaje está en las Enseñanzas y todos las conocen. Estúdialas siempre.
J.- ¿Hacia dónde va, Señor?
M.- Voy a Jerusalén. Dije que volvería triunfante y lo estoy haciendo. Tú vuelve a tu pueblo en las montañas y cuando veas luces terribles en el Este y la Tierra se estremezca día y noche, sube a las montañas más altas, y quédate allí hasta que pase la furia, No desciendas más abajo de mil metros, porque será mortal. Después, cuando seas un hombre de barba blanca, desciende y viaja a otro continente, a América del Sur, junto a un lago y un volcán. Allí tu corazón encontrará la paz.
El Maitreya desplegaba su bendición radiante envolviendo al chico, protegiéndolo. Jacques escuchaba temblando. Guardó silencio, se arrodilló y besó la mano del Maitreya. Éste puso la mano en la cabeza y le dio un beso en la frente. El chico se paró bruscamente, recogió su mochila y se alejó por el pasillo. El TGV entraba en París, lentamente.
En París, una vez más, estalló la revolución. Como en otras ocasiones, las ideologías no estaban bien definidas y se mezclaban las tendencias incrementando las discusiones que rápidamente desembocaban en peleas violentas con heridos, muertos y explosiones. Los atentados con coches bombas se multiplicaron por los suburbios y los inmigrantes se declararon en franca rebeldía. El gobierno puso tropas en la calle, retenes en los puntos más importantes y patrullas con vehículos blindados. El Maitreya, que no había sido visto varios días, apareció caminando con sus ayudantes por la Avenida de los Campos Elíseos. La gente se apartaba dejando el terreno libre. Se corrió la voz que iría a Notre Dame. Se paralizó el tránsito por la calzada y la muchedumbre se encolumnaba detrás del Gran Iniciado, como una manifestación. El Presidente de la República dio órdenes perentorias y la guardia, con uniforme de gala, se presentó a las puertas del Palacio, con las espadas desenvainadas y cascos plateados. Bajó el Presidente hasta el cordón de la vereda, envuelto en una gran bandera tricolor y los allegados que pudo reunir, esperando el paso de la manifestación. Al pasar el Gran Iniciado, sin mirar a los costados ni saludar a nadie, el Presidente aplaudió junto con la multitud y hasta gritó: “¡Viva Maitreya! ¡Viva Francia!”
Frente a la Catedral y hasta más allá del Sena una multitud gritona, armada con palos y cadenas, dirigida por un envejecido Kohan Bendix, el Rojo, esperaba al viajero. El Maitreya cruzó el puente y avanzó hacia los portales de Notre Dame, seguido de cerca por el Rojo que le gritaba insultos y blasfemias. Los ayudantes estaban junto al Señor. El Rojo gritaba y gritaba y le puso una mano en el hombro. Entonces el Maitreya se volvió y lo rechazó derribándolo al suelo, al tiempo que le decía, bien fuerte: “¡Burgués reaccionario!” El antiguo revolucionario se puso de pie, quejándose, llorando: “¡Me pegó! ¡Me pegó!” Una veintena de matones se abalanzó hacia delante, con garrotes y manoplas, pero chocaron contra los puños de los ayudantes. Fue un minuto, pero también fueron derribados con sangre. ¡Espantoso! La banda huyó, sonaron algunos disparos de pistola y la isla quedó vacía. Los ayudantes retrocedieron sin ningún rasguño. Entonces el Maitreya avanzó hacia Notre Dame.
Se abrieron las hojas del portal central y, en impresionante desfile, los purpurados, con regias vestiduras salieron y desplegaron sus insignias hacia los costados, formando una guardia de honor. Finalmente emergió el primado de París portando una gran cruz de madera de ébano, incrustada de arriba hasta el pie con diamantes, rubíes, perlas, esmeraldas, oro y plata, bien alta y, haciendo una gran reverencia, la entregó al Fuerte Libertador Triunfante. Cientos de cámaras registraban la histórica ceremonia, desde los costados, entre las gárgolas, desde helicópteros y, de allí, al mundo. Exclamó el Cardenal: “Humildemente, ¡Señor!, te devolvemos la cruz que ganaste con Tu Sangre: cada piedra es una gota de sangre, cada perla es una lágrima. El oro es Tu Sudor. La plata es el fulgor de Tu Mirada.” El Maitreya tomó la cruz de ébano y caminó hacia el portal. La levantó bien alto y, con tremenda fuerza, la rompió en pedazos contra el pilar central. “¡Hipócritas!”, gritó muy fuerte, como hace 2.000 años en el Templo de Jerusalén. Miró el trozo de ébano que tenía en las manos y lo tiró a los pies del Cardenal. Los obispos huyeron aterrados, corrieron, se metieron en la catedral y cerraron las puertas con trancas.
El Maitreya se alejó lentamente. Todos estaban paralizados y silenciosos. Algunos lloraban. Otros se ponían de rodillas y le besaban las manos al pasar. De pronto giró y se introdujo en la multitud, apartando a algunos paisanos asombrados. Se paró frente a un Rabino de barba entrecana, sombrero de fieltro negro y sobretodo igualmente negro. Usaba lentes y tenía un portafolio en sus manos temblorosas. Lo miró largo rato y le dijo: “Ahaswero: Como te prometí, he vuelto. Pronto nos veremos en Jerusalén y tú no caminarás más. Encontrarás reposo en tu Tierra siempre.” El Rabino lanzó un grito penetrante y cayó al suelo, con convulsiones epilépticas y espuma en la boca. El Maitreya se retiró sin decir nada más y se alejó del Sena.
París entró en un desorden incontrolado, seguido poco después por las demás ciudades francesas y algunas de países vecinos. Las acciones del Gran Iniciado Solar fueron el toque mágico que rompió el hechizo de la historia europea, con 2.000 años de oscurantismo e ignorancia. Sabios en ciencias naturales, se cerraron ante la sabiduría del espíritu, y aunque tenían las evidencias ante sus ojos, cerraron su mente con fanatismo y crueldad ante otras culturas. Destruyeron las naciones americanas y sus tradiciones, demolieron Tenochtitlán, quemaron a sus sabios, arrasaron las ciudades Incaicas y esclavizaron a los nativos en las minas. Las obras de arte fueron fundidas o destruidas. Quemaron el palacio de verano del Imperio Celeste. Destruyeron la última biblioteca universal antigua en Bagdad durante la invasión de Irak. Robaron bellas obras de arte de pueblos conquistados y las guardaron en sus museos. La Biblioteca del Vaticano oculta tesoros egipcios y babilónicos que no dan a conocer a nadie. El Museo Británico encierra miles de obras que los ingleses robaron en todo el mundo. Esa acumulación que los europeos consideran propia, ese fetiche cultural que los engorda vanamente, esa cruz del dolor humano cubierta de vanidades que la Iglesia ofreció torpemente, el Redentor Maitreya la quebró en el portal de la iglesia y el ídolo eclesiástico se derrumbó para siempre.
Sólo Cristo podía destruirla porque era su legítimo dueño y de nadie más. Los otros fueron usurpadores de la Historia y del Mensaje de la Renuncia. La disfrazaron con pedrerías y dólares para encubrir su verdad de pobreza, dolor de los hombres, desnudez de las miserias. Cristo volvió y triunfó.
Pero aún faltaban las últimas acciones para que la Ley del Karma fuese cumplida y la nueva Raza Americana quedase libre para realizar su misión liberadora sin obstrucciones del pasado. El Maitreya es Maestro de Justicia, inexorable, exacto, terrible, un poder divino. Dejando atrás a Francia, sube por las montañas alpinas, caminando hacia el Sur; su meta es Roma y, luego, Jerusalén.