Relato N° 22 - Londres

El Maitreya y sus ayudantes salieron de Washington caminando por la Avenida Pensylvania entre explosiones y grandes incendios de edificios: a lo lejos, el Pentágono ardía por los cinco costados. Helicópteros y cazas sobrevolaban a baja altura, lanzando sus misiles ciegamente. El caos era total. En una calle apartada tomaron un taxi y partieron hacia el sur, a gran velocidad. Después de una hora, ingresaron a un aeródromo privado y ascendieron a un Lear Jet que los estaba esperando; de inmediato, el aparato alzó vuelo y enfiló rumbo al Este, sobre el Océano Atlántico, a gran altura. En la oscuridad, por las ventanillas, podía verse todo el Distrito Federal en llamas. Los radares satelitales rápidamente descubrieron la aeronave y dieron la alarma, fijando la trayectoria con precisión: se dirigía directamente a Inglaterra. La OTAN puso en alerta rojo a sus fuerzas armadas. Los Tornados ingleses despegaron y empezaron a vigilar todo el espacio aéreo hasta bien adentro del océano. Al amanecer, el Lear penetró en territorio inglés sin ningún obstáculo y enfiló hacia Londres, escoltado por seis cazas ingleses. Sin esperar turno ni recibir instrucciones, aterrizó en el aeropuerto que había sido declarado fuera de servicio horas antes, detuvo sus movimientos ante un edificio, bajó la portezuela y descendieron Maitreya y sus ayudantes. Ante ellos una larga alfombra roja llegaba hasta el edificio. Una banda militar escocesa, con pintoresca vestimenta tradicional, entonó el himno nacional con gaitas y trompetas. La guardia de honor con bandera, perfectamente alineada, hizo el “¡firmes!” y los soldados presentaron armas. La comisión de homenaje, vestida de etiqueta, esperaba el fin de la música. Pero los viajeros no esperaron. Caminaron rápido hacia la salida del edificio, tomaron una limousine que los esperaba y partieron hacia la ciudad. ¿Qué había pasado en esas horas?

Desde que el Gran Iniciado Solar apareció en Canadá anunciando su programa revolucionario, recorriendo el territorio norteamericano y cumpliendo lo que anunciaba, los poderes del mundo temblaron. Pero cuando demostró su fuerza en Nueva York y más tarde en Washington, los dictadores, personas y gobiernos, se dieron cuenta que el poder totalitario había terminado, que alguien que había sido capaz de deshacer en un día las Naciones Unidas y que en otro día había vencido a la nación más prepotente del mundo y la había destruido hasta los cimientos. Esos gobernantes despiadados y corruptos concluyeron que había que negociar al más alto nivel y llegar a un acuerdo. Rápidamente los gobiernos de Europa y Oriente, más las Iglesias Romana, Anglicana, Ortodoxa, Israel, Islam, todas, firmaron un acuerdo para llegar a la paz con el Gran Iniciado, sin condiciones, y reconocieron unánimes al Maitreya como el Redentor del Mundo, de los pueblos y de las naciones. Cuando el Gran Iniciado aterrizó en Londres, el acuerdo salió en los diarios con títulos tamaño catástrofe y todas las cadenas de televisión internacionales se unieron para demostrar que se había logrado la unión tan ansiada: el Redentor de la Humanidad, el Nuevo Cristo, es el Maitreya. El demonio norteamericano, decían, causa de todos los males, había sido derrotado y deshecho. Hasta Israel firmó el acuerdo.

Pero Maitreya no hizo caso de los anuncios y se instaló en un lujoso hotel de la capital, en la suite más cara que podía ofrecer. De inmediato, la calle fue acordonada por la policía y rodeada por miles de periodistas de todos los medios. Por cualquier información, imagen o referencia más insignificante, se pagaban fortunas. Todos los medios sólo hablaban de la buena nueva. ¡Regresó Cristo triunfante y derrotó a Satanás! Las Iglesias repicaban las campanas y se llenaron día y noche. Los sacerdotes celebraban misas ininterrumpidas. Por la tarde Hyde Park estaba repleto de predicadores. La gente se negó a trabajar y el gobierno declaró una semana de asueto en júbilo por el regreso de Jesucristo. Los confesionarios no daban abasto y se confesaba hasta de pie en medio de la calle. Las donaciones se multiplicaron. Pero el Maitreya permanecía invisible en sus habitaciones, sin recibir a nadie.

Al tercer día, una columna de autos negros se detuvo frente al hotel y una delegación de prelados, con el Arzobispo de Cantorbery a la cabeza, subió hasta la suite y llamó. Abrió uno de los compañeros del Maitreya y le preguntó qué quería. El prelado pidió hablar con el Redentor, pero le dijeron que estaba descansando. Entonces el sacerdote anunció que deseaba invitar al Señor Maitreya a una ceremonia de recepción en la Catedral, para “mañana a las 11 en punto”, y entregó una gran tarjeta. El ayudante la recibió y luego cerró la puerta. La delegación se retiró solemne y lentamente.

Al día siguiente, el acto litúrgico comenzó puntualmente con coros y música de órgano. La catedral estaba de bote en bote, con las más altas autoridades civiles y eclesiásticas. Hasta el Rey estaba presente, como Jefe de la Iglesia Anglicana, con su familia. Pero el invitado no había llegado. Cuando fue el momento exacto y el ambiente estaba a punto, el Arzobispo subió a un estrado y comenzó el sermón de bienvenida. Enseguida, en medio del pasillo central, cerca del altar, apareció Maitreya, vestido como siempre con traje negro rutilante. Miraba al orador de frente. El prelado se turbó un instante, pero se repuso y continuó su discurso con brío. El ambiente estaba tenso al máximo. El Rey sonreía satisfecho porque Gran Bretaña recibía triunfante al Mesías, antes que nadie, se constituía en la puerta de la nueva religión, como antes había sido Roma. El Arzobispo también estaba entusiasmado y, dejando de lado su discurso escrito, empezó a improvisar; siempre fue un orador prestigioso. Hubo una distensión en los feligreses que empezaron a sentirse más cómodos. Entrecruzaban miradas y sonreían con placer. Entonces, el Maitreya dio media vuelta y se fue caminando, salió por el portal, se mezcló con la multitud que llenaba el espacio anterior y desapareció.

No volvió al hotel. Sus dos ayudantes también lo habían abandonado. Un Banco suizo pagó los gastos con dinero electrónico. La policía realizó minuciosas investigaciones técnicas, pero no encontró nada. El nerviosismo se extendió por la ciudad y hasta se dio la alarma roja ante un posible atentado terrorista. La policía ofreció un premio de cinco millones de libras a quien diese informaciones que condujera a la detención del “falso Mesías”. Los ingleses estaban muy enojados por el desaire del Maitreya, nada menos que en presencia del Rey.

La sociedad inglesa había llegado, en el tiempo que transcurren los hechos que aquí se narran, año 25 de la Nueva Era, anunciada por Nostradamus siglos atrás, a la más completa decadencia de las costumbres y constituía el escándalo mundial en una época donde la corrupción moral era corriente en todas partes. La abundancia de dinero, la desaparición de la familia como núcleo social, la legalización de las drogas, el disparate en la vestimenta de ambos sexos, la irrupción de las primeras quimeras humanas producidas genéticamente, habían convertido a Londres en el centro mundial de los placeres más extravagantes. Se pagaban fortunas por las rarezas sexuales, como antes se pagaban millones por un cuadrito insignificante. Todos, desde el pandillero que asaltaba las farmacias, hasta el miembro más encumbrado de la nobleza, intervenían en esa locura de las masas, desde llenar una plaza con hombres y mujeres desnudos al mediodía hasta exposición de quimeras, robots, clonados seriales y otras novedades que desfilaban por las pasarelas. Después se remataban a los millonarios del petróleo, de las drogas, de la industria asiática y los anónimos. La vida era considerada un bien económico y se podía vender o comprar, como cualquier objeto tangible, un caballo, un automóvil, y el propietario era dueño absoluto del sujeto, fuera hombre, mujer, niño, quimera, o robot inteligente; normas legales garantizaban la impunidad del propietario, con jurisprudencia que se remontaba hasta la época romana. Se compraban especialmente para las orgías donde abundaban las drogas, las torturas y la sangre.

El Maitreya y sus ayudantes caminaron por las calles, conversando con la gente, entrando en los supermercados y los bares, haciéndose ver en todas partes, pero nadie los denunció. Fueron al Museo Británico y recorrieron las instalaciones de ciencias naturales, comentando entre ellos los objetos que más le llamaba la atención. Ante un gigantesco dinosaurio reconstruido con piezas auténticas, fueron rodeados por un grupo infantil que estaba de visita escolar, con su maestra. Los niños de jardín de infantes, con pantalones cortos, saco grana, corbata y gorrito joquey de uniforme, lo rodearon vivando su nombre y trepando al fósil. El Iniciado los subía al esqueleto para una fotografía, sonriendo y hablándoles cariñosamente. “¡Viva el Maitreya!”, gritaban a coro y le preguntaban: “¿Eres el Maitreya? ¿De dónde vienes?” El Iniciado Solar respondía a todos y posaba ante las cámaras que rápidamente se habían concentrado en el Británico. Pero no hacía caso de los periodistas. Si alguno se acercaba demasiado, molestando, los ayudantes lo apartaban sin contemplaciones, incluso hacían añicos la cámara entre las manos.

La policía, aunque había ofrecido una gran recompensa, no intervenía. Tenían miedo. El gobierno temblaba y mantenía conversaciones con los embajadores. La prensa decía: “Mejor que se vaya a otro lugar; no lo necesitamos. Estamos satisfechos con la democracia y la libertad.” Aparecieron las caricaturas en las revistas y los humoristas en la televisión, recurso de los cobardes. Finalmente alguien le preguntó: “¿Se va a quedar en Londres? ¿Hacia dónde se dirige?” El Maitreya respondió: “A Jerusalén, en donde me asesinaron la otra vez.”

Fueron caminando hasta la estación del ferrocarril, tomaron el tren de alta velocidad y entraron en Francia por el túnel del Canal de la Mancha.

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