La Madre Divina del Universo, antes que el aspirante empiece la Gran Obra, recrea su espíritu con un vislumbre total del sendero a recorrer.
El Templo es Uno, porque el Espíritu, principio básico de lo Absoluto, no tiene variación, ni definición, ni cualidades, ni separaciones; pero la Madre Divina, que es la parte manifiesta del Universo, es dos: EHS y Aeia.
Una Mujer vestida de oro, cabalgando sobre un Dragón, coronada de estrellas, se mostró al Peregrino.
Le mostró una fuente y lo sumergió en ella.
Y el Peregrino supo, después de salir del agua, que Ella era Beatrix, y que le había revelado el secreto de todas las cosas, que es el Velo de Aeia.
El velo de Aeia es imagen de la vida como resultado, es el efecto manifestado de una causa oculta. Todo en el Universo es imagen de la Madre Divina; desde los cuerpos siderales hasta el más pequeño granito de arena.
IHS resucitó de la muerte y le fue puesta una túnica blanca sin costuras, llamada Albas.
Y le llevaron a las tres prometidas esposas.
Mas Él rompió el anillo y dijo:
IHS es el hombre libertado, el hombre que ya no necesita la actividad, que puede reintegrarse al estado potencial del Universo.
Lo simboliza la túnica blanca sin costuras.
El nombre “Albas”, indica que el ser se restituye al punto desde donde partió o surgió: el Alba de la Manifestación Eterna.
Desde que en el mundo se levantó el primer altar a una divinidad, nació, con él, la imagen y el símbolo.
Los Grandes Iniciados de la Raza Aria presentaron una forma o una imagen a los hombres a quienes querían instruir en las verdades eternas; de religión en religión, de filosofía en filosofía, de secta en secta, las imágenes simbólicas llegaron hasta la cuarta dinastía de Egipto, que inmortalizó estos Símbolos Divinos con las figuras del Tarot.
Para el materialista, la muerte es un punto negro, un estallido de sensaciones, un vacío y nada más.
Para el religioso, la muerte es el paso a una vida superior, más perfecta y feliz.
Phritivi, el elemento terrestre, crea elementales que son los guardianes y vigilantes de los movimientos terrestres, del crecimiento de los árboles y de toda vegetación, y de la reserva de las tierras que no han de ser contaminadas por el hombre.
En tiempos de la raza Atlante, un inmenso calor, un fuego nítrico, hervía en las entrañas terrestres.
El planeta no recibía calorías de los rayos solares, pues la atmósfera estaba cubierta por densas nubes y vapores.
Cada hora que pasa, miles de almas abandonan sus cuerpos para ser reintegradas al más allá, y mientras las fosas abiertas se tragan las frías imágenes humanas, el pensamiento de los restantes golpea sobre la tumba con una afanosa pregunta: ¿A dónde han ido?