Curso XLIV - Enseñanza 2: Espíritu de los Superiores
Al asumir su cargo, el primer acto que ha de cumplir el Superior es el de entregarse, desde un principio, en los brazos de la Divina Madre para no ser más que un canal por donde fluye la Voluntad Divina que él transmitirá a los Hijos.
La Divina Madre es la que ordena y manda y el Superior mansamente hace ejecutar esas órdenes y mandatos. Cuando las cosas salen bien es siempre porque el Superior ha dejado obrar a la Divina Madre en él y cuando las cosas salen mal es porque él ha querido hacer primar su propia voluntad sobre la Voluntad Divina.
El Superior ha de hacer que los Hijos cumplan con toda fidelidad las obligaciones de sus votos y observancia y ha de disponer de todas las cosas y asuntos que atañen a la Comunidad y a la Obra de Cafh que le ha sido confiada. Esto ha de hacerlo siempre con un esfuerzo todo espiritual y nunca con un afán humano, procurando el adelanto de la Obra y de la Comunidad, pero siempre manteniéndose en la paz interior.
El Superior que quiere hacerlo todo de golpe y somete a la Comunidad a su afán personal da la impresión de actuar como los hombres que no han renunciado.
La Divina Madre a veces dispone las cosas de un modo muy distinto a aquél que el Superior había proyectado. Es que la Divina Madre ve las cosas mucho más lejos y sus Obras no son del tiempo sino de la eternidad. Ella, muchas veces, cambia las cartas de juego en las mismas manos de los Superiores y saca de una orden y de un proyecto conclusiones totalmente distintas de las proyectadas; y esto siempre para el bien y el adelanto de los Hijos de Cafh.
El Hijo que no tiene mando goza de un paraíso sobre esta tierra, pero cuando se le pone sobre los hombros la carga del mando no debe perder su paz ni permitir que su voluntad personal actúe. Él es sólo un cristal transparente por donde pasa, sin obstáculos, la luz del sol para poder transmitir intacto a los Hijos ese rayo de luz que es la expresión de la Divina Voluntad.
Algunas veces, por circunstancias de necesidad, son elegidos Superiores Hijos que tienen pocos años de Comunidad y éstos, sobre todo, han de ser muy prudentes y cautos porque todavía ellos mismos son plantas tiernas que más necesitan obedecer que mandar.
Cuando el Hijo ingresa a la Comunidad ha de cambiar totalmente, física y espiritualmente, para poder ser expresión viva de la Renuncia y esto no se logra en un día sino es el resultado de los primeros siete años de Comunidad. Todo en el Hijo cambia; no sólo su comprensión y sentimientos, sino también su carne y su sangre. Recién entonces, y sólo si es muy necesario, podría el Hijo empezar a dirigir y mandar a otros Hijos.
Por eso los Superiores jóvenes suplan su inexperiencia con un espíritu de humildad a toda prueba y con un abandono tal en las manos de la Divina Madre que haga imposible equivocación alguna.
Los Superiores han de imprimir a todos sus actos directivos la característica del orden, la serenidad y la sencillez.
Primero el orden. La Comunidad es un reloj que marcha automáticamente y el trabajo del Superior debería ser sólo el de vigilar para que éste no se detenga nunca.
Si los Superiores se mantienen vigilantes todo marcha bien y se desenvuelve normalmente y la obediencia es un hilo de seda en las manos de los Hijos.
Luego la serenidad. El espíritu sereno de los Superiores hace que cuando en la Comunidad ocurre un imprevisto o en un momento de excitación frente a un caso inesperado, logre que todo se solucione sin barullos y aprensiones.
Es fácil dirigir cuando todo marcha normalmente, pero el valor del Superior se manifiesta cuando soluciona favorablemente los imprevistos sin permitir que penetre la agitación y el alboroto en la Comunidad; más aún, cuando la parte de la Comunidad que no ha intervenido directamente en el caso ni se percata de lo ocurrido.
Tercero la sencillez. Los Superiores han de vivir en sí una imitación tan cabal de la Divina Madre que les otorgue una perfección simple, tan simple que pase completamente inadvertida. Es ese espíritu que funde a los Superiores en el Cuerpo Místico de la Comunidad. No hacerlo así es demostrar a los ojos de los Hijos que no se ha vencido la personalidad mundana; es tener aún deseos de singularizarse y de hacerse notar.
El Superior no descuida por su cargo sus trabajos manuales y procura efectuarlos por sí sólo sin la ayuda de otros Hijos. No da buen ejemplo el Superior que, mientras él trabaja, pone en movimiento a todos los Hijos que lo rodean para que lo ayuden.
Está dispuesto divinamente que el Superior sea cabeza y piense para los Hijos; así que no es de extrañar si los Hijos adquieren las mismas virtudes o defectos de su Superior. Éste, mirando a los Hijos puede verse claramente a sí mismo.
El Superior ha de hacer que cada Hijo empiece su día como si fuera siempre el primer día de Seminario, porque el logro de la perfección de renuncia es un trabajo arduo que ha de durar toda la vida y no se produce nunca de golpe.
Los Superiores infundan siempre además en los Hijos espíritu de silencio, rutina y paciencia.
No aflojen nunca ni aprieten demasiado y, sin dejar que los Hijos se desanimen, enseñen que la alegría que sigue en el alma al cerciorarse que se ha vencido una imperfección va seguida de la tristeza que sobreviene al darse cuenta que otras imperfecciones han surgido.
Pero les indiquen que la vida de Comunidad es una continua penitencia, un pequeño martirio continuado, que templa al alma y que la hace resistente a todo lo que venga; da la perfección, si bien no de golpe, pero indefectiblemente.
Por último, los Superiores enseñarán a los Hijos que el amor, la caridad de renuncia, es el medio por el cual se logran todas las virtudes y la perfección misma. No sólo la caridad, el amor de obras, de acción, visible a los ojos del mundo que resulta relativamente fácil, sino ese amor, esa caridad interior de renuncia, que cuesta más por cuanto está más oculta y sensible de percibir al alma sola y que culmina en el holocausto; aquella exquisita caridad que ninguno conoce fuera de la Divina Madre y que sólo puede ser practicada plenamente en las comunidades.
Esa caridad de renuncia hace que el Hijo anteponga siempre a sus opiniones las opiniones de sus compañeros, ve grande sus propios defectos y es tanta su tolerancia que ni percibe los defectos de los otros; esa caridad que no busca nunca ni explicaciones, ni excusas aún cuando se vea injustamente acusado o interpretado, por muchas razones que se tenga, ni posterga las pruebas a las cuales necesariamente debe ser sometida el alma en la vida de Comunidad.
Esa caridad de renuncia que lo hace todo tolerable y alegre, que hace al alma resistente como el acero y le da una fuerza inquebrantable en todos los instantes del día, sin variantes.
Esa caridad que hace aparentar ser propios los pequeños deseos de los otros, que aparenta no haber notado una irregularidad en el compañero u observarlo indebidamente cuando está mortificado o afligido frente a un desacierto o a una reprensión.
Aquella caridad de renuncia que sólo vive para la sensibilidad y los dolores de las otras almas.