Curso XIV - Enseñanza 14: La Muerte Mística
La Contemplación puede ser Tenebrosa o Iluminativa. En realidad estas divisiones son arbitrarias porque no se pueden determinar exactamente estos dos estados. El alma, más bien, se va haciendo más contemplativa y queda absorbida por este santo ejercicio por un tiempo cada vez mayor.
Todas las almas perfectas están llamadas a la Contemplación, progresando en ella a medida que adelantan en las prácticas de las virtudes. Dice Casiano que cada alma se eleva en la oración según la pureza que tiene. Esta pureza interior aleja al alma cada vez más de las cosas exteriores y mundanas, haciéndola desear su íntimo recogimiento, despojando su corazón de todo afecto y su mente de toda imagen. La naturaleza inferior queda completamente al descubierto; lo que ataba tan fuertemente al ser, reconocido ya en su verdadera naturaleza, no tiene ahora fuerza alguna.
La Contemplación Tenebrosa es entonces aquel estado por el cual el alma, poco a poco, se entrega totalmente a Dios.
Al principio, es corto el tiempo en que el discípulo queda en este estado y es más por temor de su humana naturaleza que rehúsa, subconcientemente, a permanecer mucho tiempo en él.
El corazón, al sentir desapego e intenso desapasionamiento, se encuentra vacío.
Se llama Contemplación Tenebrosa porque es como muerte verdadera, noche profunda llena de tinieblas, en la cual el alma se siente sola y alejada de todos. Como aún no está acostumbrada a estos altos vuelos se detiene allí, sobre el umbral de la luz infinita, cegada por tanto resplandor, que es tiniebla para ella. San Dionisio Areopagita lo llama “Rayo de Tiniebla”.
Una vez un discípulo adelantado preguntó a su Maestro qué ejercicio podría adoptar para lograr el vacío de la mente que le hiciera apto para la Contemplación. El anciano le respondió: “Piensa continuamente en el sudario que llevarás en tu sepultura”.
Las potencias mentales ya no pueden razonar y, como es la voluntad pura y escueta la única que queda allí en la presencia de Dios, el alma se siente invadida por un inmenso y santo temor. La mente, al limpiarse de todo pensamiento y al alejarse de toda imagen, al sentir en las tinieblas desconocidas para ella, el aletear del suspiro Eterno, pavorosamente retrocede, aferrándose a la separatividad. Las imágenes que la conciencia personal refleja sobre la pantalla ilusoria de la vida individual no quieren perder su trono, y la voluntad misma tiembla al ver que ha se seguir, desnuda y sola, el camino del Absoluto.
Este estado no es, como creen algunos, únicamente una gracia concedida por la Conciencia Divina que actúa en el alma y que ella trae desde el seno de la Eternidad, sino es el esfuerzo consciente de la voluntad que llega por sus propios medios a la Conciencia Divina.
Pero, poco a poco, el alma se habitúa a la Divina Presencia y la Muerte Mística es seguida por la Resurrección; a la Contemplación Tenebrosa sigue la Iluminativa.
La Mente superior que permanecía, en un sentido alegórico, inmóvil, mientras la razón y el instinto actuaban con predominio, se manifiesta ahora amplificándolo todo.
El alma goza cada vez más ante la Divinidad y su oración se hace cada vez más pasiva. No pierde los sentidos, pero éstos quedan en suspenso y, a través del esfuerzo del hábito, la mente instintiva con sus sensaciones y la mente racional con sus vibraciones apaciguadas gozan por participación indirecta de la Divina Presencia. Si bien las potencias inferiores pueden participar de los efectos de esta iluminación, jamás podrán llegar a explicársela.
Este autorreconocimiento adorna al ser de una capacidad suprasensible y de un saber extraordinario llamado “Ciencia Infusa”.
No debe creerse que la Contemplación Iluminativa, que pertenece a la Mente Superior, sea la luz misma; ésta es únicamente propiedad del Espíritu y de la Unión Divina. Sin embargo, está tan cerca de ella que parece que lo fuera, pues la Contemplación Iluminativa es el puente de conexión entre el alma y el Espíritu que conduce a las Místicas Bodas.
La Contemplación es, a guisa de ejemplo, un profundo abismo de luz, ancho, inmenso, donde no puede llegar reflejo en forma alguna, el cual por ninguna parte tiene fin y que, absorbiendo en sí al alma, la esconde en su luminosidad, la impregna de sí mismo y le lega el gran secreto del conocimiento y del amor.
Cuando el alma, por un tiempo más o menos largo, no experimenta estos estados sublimes, sufre vivísimamente y todo su deseo es volver a sentirlos y quedarse allí, apacible e inmutable, toda unida con Dios.
Aquellos que llegan a este punto tienen una verdadera repugnancia de comunicar sus estados a otras personas. Como reconocen, no por soberbia, sino por lógica intuición su superioridad sobre los demás hombres, saben que nadie podrá entenderlos; por eso son poco conocidas las almas que poseen estos dones, pues mantienen su secreto entre ellas y su Director Espiritual.
El secreto y la discreción que las escuelas filosóficas recomiendan a sus discípulos son comprendidos aquí plenamente. El alma calla, no porque el callar le fuera impuesto, sino porque una tendencia interior le comunica la gran verdad: La raíz, para fructificar, ha de permanecer oculta en la tierra. Si se deja destapado el frasco de perfume su aroma se evapora.
El alma ha de alcanzar a comprender el valor de la soledad y guardar con fidelidad su dulce secreto; ha de permanecer toda escondida en su Templo interior con el Eterno Solitario de amor, Dios, que únicamente se comunica a las almas puras y solas.