Curso XXVIII - Enseñanza 14: Los Israelitas
Un pueblo Semita se había expandido en diversos lugares del Asia y se había transformado, de tribus errantes en fuertes pueblos, como los Fenicios, los Arameos y, en menor escala, los Moabitas.
Pero otros rechazaban esta vida sedentaria y preferían el desierto a la ciudad, la carpa de campaña a la cómoda casa, el pan ázimo de los hornos naturales a los sabrosos manjares.
Entre los demás pueblos, aún los Semitas, se acostumbraba desmenuzar a la Divinidad, dándole diversos aspectos y formas.
Pero estos puros hijos de la arena y de las rutas interminables no tenían, en su sencilla mente, sino un único concepto de Dios: Eloh, el espíritu, el invisible, la fuerza desconocida, lo que no se podía definir.
Estos nómadas teraquitas, se dividieron en diversas tribus, tal vez las doce tribus de Israel. Pero los que tomaron preponderancia sobre los demás fueron las de Ben Israel y Ben Jacob.
Estos nómadas, que los Asirios y Caldeos llamaban Hibrim, que quiere decir Hebreos o sea los que vienen allende el río, tenían un culto altísimo a la conservación de la propia raza y de la pureza de la sangre.
Eran ellos los descendientes de los Semitas Atlantes, eran aquellos que por centurias y centurias habían tenido que luchar para mantener intacta la sangre que tenía que ser transmitida a las generaciones posteriores para formar el nuevo tipo de hombre.
Habían tenido la misión ancestral de mantener en el mundo el tipo físico de la nueva raza que habían engendrado de sus ascendientes Atlantes.
Esta fuerza del mantenimiento de la raza se manifestaba con una intolerancia absoluta a mezclar su sangre con nadie que no fuera de su tribu.
La religión de los primitivos Hebreos era completamente sencilla y amplia.
Mientras las caravanas y los camellos iban lentamente cruzando los caminos que llevaban hacia el Éufrates o por los senderos de Siria o del Antilíbano, elevaban sus preces al Todopoderoso, con unas lentas canciones rítmicas, análogas al Iasar de los Israelitas y al Kitab-el-Aghni de los Árabes.
De tarde en tarde se asentaban y acampaban cerca de un oasis y, antes de seguir lentamente su marcha, levantaban una piedra conmemorativa llamada “iad”, o si no encontraban una gran piedra, juntaban montones de piedras que aún al día de hoy los Árabes del desierto llaman El Galgail.
El viento, que levantaba médanos enormes y silbaba por días y noches a través de sus tiendas, el rayo, que hería implacablemente sus ganados, tan amorosamente guiados, la luna, que trazaba sus senderos con una franja de luz proyectada sobre la arena, el cielo estrellado y el sol abrasador, eran para ellos el “Eloh”.
En lugar de dividir estos elementos, de darles diversos nombres y atributos, los asimilaron entre sí, los juntaban en una única expresión de poder sobrenatural, “Elohim”, que es al mismo tiempo el Dios Uno y los poderes de Dios juntos en Uno.
Esta sencillez de culto que habían practicado los primitivos Egipcios, Caldeos y Asirios y que habían ido perdiendo paulatinamente con el tiempo y con el progreso, había echado las bases del concepto monoteísta tal cual perdura aún en el mundo.
Jehová es nombre dado a Dios en tiempos posteriores cuando este Dios Uno se hace más material y más unido a los destinos del pueblo Israelita.
No tenían los Hebreos mitología alguna, pues la sencillez de su culto no la admitía; ni un culto propiamente dicho, pues llevaban consigo en el Terafim o arca portátil, el aceite que acostumbraban derramar sobre las piedras recordatorias.
Recién tuvieron los Hebreos cultos y templos después de los cautiverios de Egipto y Babilonia, una vez que se hubieron asentado en Palestina.
Los Semitas tenían el concepto de que Dios es el Todo, el Absoluto, Aquél que no se puede nombrar; Aquél que abarca todas las cosas; pero que el hombre es pasajero.
A diferencia de los Arios, que creen en una vida después de la muerte, que creen en los “Pitris”, protectores invisibles de la raza, los Semitas y en particular los Hebreos, no creen que el hombre subsista en el más allá. Les basta tener una vejez venerable y respetada; les basta que su nombre sea pronunciado con veneración después de la muerte y que el recuerdo del patriarca sea perpetuado en su raza.
Más allá no hay más que la nada, el silencio eterno, lo que el hombre no tiene derecho a investigar. En el más extraordinario de los casos, algunos hombres esclarecidos, serán arrebatados, aún con vida, hacia los reinos de Dios, para vivir junto a Él.
Las tribus nómadas de los Hebreos, o mejor dicho, algunas de ellas, se habían establecido en el bajo Egipto y tan se asentaron allí, que tomaron nombre propio, ya que eran denominadas Ben-Josef. Tomaron predominio sobre los Ben-Israel y los Ben-Jacob y los atrajeron hacia sí, dominándolos después y manteniendo sobre ellos un predominio aristocrático.
Pero las frecuentes invasiones nómadas habían debilitado a Egipto y a los Faraones y frecuentes revoluciones internas eran suscitadas por estos extranjeros en las provincias faraónicas.
Un joven Levi adscripto al servicio del culto Egipcio, llamado Moisés, levantó a los Hebreos contra los Faraones y a la cabeza de este pueblo los indujo a huir hacia el desierto de Canaan.
Nada tomó el pueblo Hebreo del culto egipcio ya que fue siempre considerado reprobable en Judea todo lo que recordaba el Egipto: el becerro de oro, la serpiente de bronce y otros ídolos. Lo único que mantuvieron fue el sacerdocio Egipcio copiado de los Levi.
Todo el culto Hebreo, como ya se ha visto, está basado en los cultos de Caldea y Asiria. Sin embargo, el puro culto primitivo de los Elohim, que había culminado en la bella figura patriarcal de Abraham y que era únicamente monoteísta universal, se transformó poco a poco en un monoteísmo racial: Yahve, el Jehova de los Judíos, no es ya un Dios Eterno que todo lo abraza, sino es el dios peculiar del nuevo pueblo, un dios reducido a una estrecha franja de tierra, a un corto número de hombres, a una relatividad personalista.
A medida que este pueblo se asienta en Canaan y se instituye como tribu fija condensa más en sí a este dios individual.
Se hace cada vez más obscuro el concepto espiritual de los Hebreos, a pesar del reinado de David y del Templo de Salomón, cuando más va progresando el esplendor terrenal, más cunde el materialismo entre ellos.
Pero el dolor y los profetas despertaron a este pueblo para mantener a través de las razas la herencia de la religión Semita.
En el cautiverio de Babilonia, lejos de Jerusalem, lejos de los esplendores de Palestina y de la grandiosa solemnidad de su Templo destruido, volvieron a pensar en la inmensidad verdadera de Dios y a prestar oídos a las palabras de vida eterna de sus profetas.
Vueltos a Jerusalem, por voluntad de Ciro, el gran Rey de Persia, restablecieron el culto más puro. Ezdra reúne las perdidas y desparramadas leyes del pueblo y amplía y establece definitivamente la Torah.
La vida espiritual florece y filosofías y hombres de religión proclaman la existencia del espíritu después de la muerte.
Los Saduceos, posteriores, son los materialistas, mientras que los Fariseos son los espiritualistas de Israel.
No sólo consideran la letra muerta de la ley, sino que estudian su parte esotérica y oculta. Y cuando los Cristianos nacientes quisieron adueñarse de los libros sagrados de los Hebreos, éstos no tuvieron inconveniente en cedérselos, dándoles así la letra muerta a los Cristianos y ocultando la parte esotérica que tuvo un bello reflejo en el Talmud.