Curso XXVII - Enseñanza 4: El Egipto
El antiguo Egipto se extendía más allá del costado Nor-Oeste de África a una isla completamente sumergida actualmente. Las primeras cinco dinastías cuya memoria se pierde en las centurias pertenecían íntegramente a la raza Atlante y eran, por eso, de origen Semita.
Vencidos estos antiguos Atlantes por la nueva raza, los primitivos Arios Semitas negros, fue Egipto la cuna de la segunda subraza Ario-Semita, que pobló la parte Sud del Egipto actual, después que el viejo Egipto Atlante fue sepultado en el océano.
La antigua leyenda egipcia recuerda este gran diluvio cuando asegura que el Rey Menes torció el curso del río Nilo para edificar en la nueva orilla la ciudad de Menfis.
De allí que la religión egipcia fue la que más relaciones y parecidos tuvo con la Sabiduría Atlante y con los secretos Divinos e Iniciáticos del continente perdido.
Las ciencias del Egipto, que han construido obras que aún asombran al mundo, han sido perdidas y ocultas porque pertenecían a la Escuela Sacerdotal de los Egipcios Atlantes, las cuales habían aprendido por herencia los Egipcios Faraónicos.
La costumbre de poner al Faraón por encima de los sacerdotes, a la inversa de lo que hicieron los Brahmanes Hindúes, demuestra cuán arraigado estaba en el pueblo el recuerdo de los Grandes Reyes Primitivos del tiempo de la Gran Lucha, que eran a un mismo tiempo Sacerdotes Videntes y Reyes Iniciáticos.
La religión egipcia se funda esencialmente sobre este concepto: un reino humano y poderoso, imagen del Reino Divino y Superior.
El Faraón, el Rey, el dirigente absoluto de todos los habitantes del gran territorio, es el poder único, la voz primera, una verdadera imagen de Dios. Dispone de la vida y de la muerte, es el Rey verdadero, protector de su gente, es el Sacerdote único, intermediario entre la tierra y el cielo. No hay otro sobre él, no hay otro más que él.
Él no sólo tenía a su disposición el ejército, sino también a todo el Colegio Sacerdotal; mejor dicho, el ejército era la fuerza humana del Faraón y la casta sacerdotal, su fuerza divina.
Un Faraón no era solamente el Marte de la guerra sino también el Supremo Oráculo del Templo.
En esta imagen del Rey Iniciado de Egipto está condensado todo el poder de esta raza que cruzará los milenios impávida y altiva sin ser derrotada hasta que haya cumplido su misión y aprendido toda la experiencia que le era necesaria.
La vastedad del Reino Egipcio no era causa para que no fuera bien reglamentado y dirigido. Este pueblo, que veía en su Faraón la expresión de un Dios, no dejó por eso de divinizar a la naturaleza y a las fuerzas que de ella emanan; y como era un pueblo netamente campesino y agricultor divinizó a la tierra y a sus frutos, al sol y a las estrellas, y, sobre todo, al caudaloso Nilo, el gran río que les podía proporcionar abundante cosecha o abandonarlos sin pan.
Este río fue tan divinizado que se reputaba sacrilegio intentar averiguar el lugar de su nacimiento, pues la leyenda rezaba que el manantial de él estaba en el cielo, en el seno de la divinidad.
Este pueblo sencillo y trabajador, que no tenía más religión que los impulsos del alma y las manifestaciones naturales que lo rodeaban y que no tenía más potestad que la de su rey, luchó intensamente contra los Arios que querían arrebatarle su suelo y contra los Arios Semitas que salieron de su seno y se independizaron, como ser los Israelitas y los Asirios.
Además, en los albores de esta raza, tuvo ella que luchar contra los últimos Egipcios Atlantes que se oponían violentamente a la formación de este nuevo tipo de hombre. Ellos, guiados por sus Divinos Instructores, la primera dinastía faraónica, pudieron depurar su raza y su Divina Religión ya que alrededor de ella, que dominaba como fuerte árbol, brotaron las flores de las formas de la humana Religión Aria.
Las dinastías de los Faraones Egipcios se dividen del siguiente modo:
I y II: Thinitas;
III a X: Menfitas;
XI a XX: Tebanas;
XXI a XXX: Saítas.