Curso XXIII - Enseñanza 2: La Subraza Ario-Aria
Asia, la primera tierra que tenía que explorar el hombre ario, se levantaba entre mesetas de coral, entre rocas aún no holladas; adornada por una vegetación exuberante, aunque lúgubre, coronada de altísimas montañas, como un signo de enigma y de misterio para aquellos que tenían que conquistarla.
Con orgullo levantaba esta tierra sus crestas hacia el cielo pareciendo desafiarlo, pues ella iba a lograr que el hombre la adorara y venerara.
En algunas partes de Asia, sobre todo en las partes rodeadas por el mar, en grandes islas, vivían colonias atlantes mongoles; pero el centro del continente era completamente virgen.
El Manú Vaivasvata, primer Gran Iniciado Solar de la Raza Aria, descendió a la Isla del Coral, para dirigir la nueva raza a la conquista del misterioso continente.
Este ser tan extraordinario, que se transformó con el transcurso de los siglos en un símbolo, en una idea, vivió verdaderamente en cuerpo físico entre los primeros arios.
Pero en temprana edad abandonó la tierra atlante para dirigirse a la precosta del nuevo continente. Allí permaneció hasta su vejez, educando al pueblo, dictando leyes y organizando a mil jóvenes para que fueran cabezas de la fantástica expedición que proyectaba emprender.
De entre estos mil jóvenes eligió a diez, privilegiados por su rango espiritual, que tenían que ser sus directos representantes; se llamaban: Marichi, Atri, Pulastya, Pulaka, Angryas, Kardama, Dakcha, Vashishia, Bhrigú y Narada.
Cuando el Manú Vaivasvata tenía ciento catorce años de edad y su blanca barba resaltaba sobre su rostro atezado, emprendió la gran marcha.
Los arios fueron divididos en diez grandes grupos que iniciaron la marcha, sucesivamente, con intervalo de una luna entre uno y otro. Cada uno de estos grupos estaba dirigido por un Rishi o Sabio; y se dividían, a su vez, en cien subdivisiones cada uno; cada subdivisión era dirigida por uno de los mil elegidos y contaba con mil personas. Era, pues, un millón el número de los que seguían al Manú Vaivasvata, el cual iba en el grupo del Sabio Marichi, quien le servía en todo.
Estos primitivos arios no tenían la configuración física del hombre actual, si bien eran parecidos. Su estatura excedía los dos metros, su cráneo era grande y achatado, los ojos pequeños, boca y orejas grandes y la nariz grande y achatada. Sus brazos y piernas eran musculosos y bien proporcionados, pero poco resistentes. La tez era más bien oscura y el cabello lacio y largo. Hablaban un idioma de tipo sintético llamado Arypal.
Al efectuar la gran migración a la tierra desconocida, el Manú Vaivasvata pensaba que los arios podrían volver periódicamente a organizar otras expediciones, hasta trasladar toda la población de la precosta a la nueva tierra, pues las antiguas se volvían cada vez más pantanosas, insalubres y calurosas y constantemente atacadas por los atlantes.
Ni él sabía el glorioso y trágico destino que esperaba a sus elegidos.
Por eso, el signo de Aries representa un carnero con la cabeza vuelta hacia atrás, mirando al punto que dejó, como si allí dejara su corazón.
Las caravanas marcharon con dificultades espantosas entre marismas, pantanos y fieras desconocidas para ellas.
Cruzaron las islas situadas en el actual mar Meridional de China y penetraron en Asia por la Indochina, atravesaron las rocosas y desoladas regiones de Siam y Birmania y llegaron a los pies de los Himalayas.
En sus visiones celestiales, el Manú Vaivasvata había visto el Gran Templo, una cadena de altísimas montañas; y la Voz Divina le había dicho que la Tierra Prometida estaba detrás de ellas.
Por eso, bordearon los Himalayas buscando un paso, hasta que lo encontraron, lo que ocurrió hace 118.765 años (1937 del calendario Gregoriano).
Hasta allí, la mortandad había sido leve; pero en cuanto los diez grupos se internaron en los Himalayas, a un período templado siguió otro glacial.
Entre pavorosas tempestades de nieve se cerró el paso por donde habían penetrado e inútilmente buscaron un camino de salida. El frío, el hambre y su falta de resistencia los diezmaron.
Los arios clamaban al Manú para que los devolviera a su primitiva tierra. Pero todo en vano.
Los sobrevivientes bordearon fatigosamente los Himalayas, siempre buscando una salida; costearon el Kuenlun, hasta que llegaron al Altyntag; desde allí vieron el Turquestán, macizos de montañas que llamaron “Morada de los Dioses”. Y ante ellos se extendía una tierra maravillosa, una verdadera Tierra Prometida que en su centro tenía un mar, actual desierto de Gobi.
El Manú Vaivasvata cantó allí el Himno de su Liberación.
Dijo a los diez Sabios, que habían sobrevivido, que mandaran a sus hombres a conquistar las tierras. Y él, acompañado por pocos fieles, subió a la Montaña Sagrada de los Dioses.
La migración duró setenta y siete años.
Mientras tanto, un fenómeno curioso se produjo en el físico de los hombres. Por el violento cambio del clima, o por motivos emocionales, el oscuro cabello se volvió blanco.
Esto fue indicio de que cambiaría completamente el color del cabello y la pigmentación de la piel, lo que aconteció en el milenio siguiente.
Durante este período, los ario-arios conquistaron la Mongolia, el Turquestán Chino y el Tibet; desterraron a las colonias mongólicas atlantes o las destruyeron o las asimilaron. Y se hicieron dueños absolutos de esas regiones del corazón de Asia.