Curso XVI - Enseñanza 11: La Pasión Redentora
Antes de echar alas para volar, el discípulo debe arrancar de su corazón, completamente, la raíz del mal.
Es muerte, en verdad, ésta, dolorosa y grande. No muerte que quita el cuerpo, sino muerte que quita el mal, que levanta de la tierra, que aleja de las miserias, que liberta.
Cuando el alma empieza a amar de verdad tiene fuerzas para sufrir por su amor y hasta encuentra gusto en el padecimiento. Los primeros sacrificios son los que más cuestan; las primeras batallas, las más cruentas. Pero, poco a poco, se va haciendo fuerte y le saca provecho a los padecimientos; éstos se transforman, de enemigos temidos, en instructores que enseñan y dirigen.
El dolor que más cuesta vencer, el más grande, es el de verse privado de los consuelos espirituales; porque es sabido que el alma que adelanta ha de pasar por valles obscuros y noches sin estrellas; y la misma valerosa actitud de arrancar del corazón los malos hábitos, es la que priva de los consuelos divinos. El alma se queja de este gran dolor de la separación del Maestro, y le implora:
“Maestro amado, Tú que conoces los más difíciles senderos de todos los universos; Tú que eres misericordia, sabiduría, y comprensión, guíame. Mi alma está como fundida en las tinieblas y no encuentra gusto en nada; es como si todos mis sentidos hubieran dejado de existir, como si me los hubieran quitado y estuviera hueco, vaciado de todo amor, fe y consuelo”.
“Maestro, una noche que parece larga e interminable me acompaña. Nada en el mundo puede darme la luz. A tus brazos y guía me entrego. ¡No me desampares; no dejes que mi alma se pierda en la terrible desesperación y en el abandono del desaliento!”
“Confío en Tí, como un náufrago, en esta hora de horas, ¡Maestro mío!
El Maestro ante tanto fervor alienta tiernamente al alma enamorada de Dios:
“Permanece, oh alma, a los pies de la cruz, sobre el monte Calvario. ¿De qué te vale vivir en la grandeza de la sabiduría, si antes no has vencido a la enemiga que carcome tu naturaleza mortal? Mira que ésta es una fiera que sólo con la muerte se vence, y con la muerte de cruz”.
“Sé pasionista; ama el sufrimiento y vence al dolor sumergiéndote en él. Suda sangre Conmigo en el huerto de Getsemaní; acepta los azotes y la corona de espinas y conoce la mística agonía y la mística muerte; conoce el vacío sin límites y el frío intenso, inevitables, para cruzar el estado que separa el reino del dolor, del reino de la paz”.
“Los santos, todos, los verdaderos Hijos, pasaron por este sendero de abrojos y espinas, antes de llegar a la Puerta de la Liberación”.
“El dolor es lo más cierto y meritorio; todo lo demás es vano y fugaz”.
“¿Cómo podrás volar llevando una coraza o estando gravemente herido? No temas que te falten fuerzas para soportar el dolor. Yo no he de moverme de tu lado y conmigo Ella, mi Santa Madre, la Divina Madre de todos los dolores y de todas las aflicciones”.
“Aquí tengo conmigo la cruz y te la entregaré para que cargues con ella cuando cruces las pruebas solemnes de la mente y del espíritu y llegues, a través de la gran noche, a la comprensión absoluta del dolor. Sobre esta cruz tendrás que verter tu sangre y morir mística muerte”.
“Vierte, vierte tu sangre, alma mía; no son más que gotitas de sangre; algún día tendrás que dar toda tu sangre, uniéndola a la mía. Conoce desde ya el éxtasis rojo, el éxtasis de la donación completa. Derrama tu sangre por el bien de los hombres, junto a la sangre derramada por Mí. Cuando esta sangre, pura y libre de deseos, se una con la sangre de todos los hombres, ellos serán aliviados de sus males, serán redimidos. La sangre es la esencia de la vida, el alma del mundo y, cuando se derrama, impregna con su fuerza a toda la tierra”.
“No te canses de mirarme a Mí como el Dios-Hombre de los Dolores. Mira mi corazón que vierte sangre continuamente. Algún día, al mirarme, te sucederá como a muchos de los míos les ha sucedido; sentirás un intenso dolor en el corazón, como si éste se deshiciera, como si un dardo lo hubiera transverberado”.
“Hay martirios ocultos que son tan cruentos como los martirios corporales”.
“Después vivirás en el mundo sin pertenecer más a él; estarás como muerto; él no tendrá poder sobre tí. Ya que todavía no puedes estar conmigo en la gloria de la Eternidad, estaremos unidos en la tierra en el dolor voluntario y en la muerte mística”.
Una profunda humildad nace desde lo más hondo del alma del discípulo ante las sagradas palabras y la envuelven como divino velo para hacerla invisible a los enemigos.
Y es entonces que el ser bebe en la Eterna Fuente del Amor hasta saciar su inmensa sed que tanto tiempo le torturara en su gran peregrinaje humano.
Templo en donde brota el inextinguible manantial del consuelo divino para las almas que, sangrantes, llamaron a su Puerta en la hora suprema de su total entrega a Dios.