Curso XV - Enseñanza 3: La Invocación
Consta el ejercicio de la meditación afectiva de cinco pasos que son: Invocación, cuadro imaginativo, cuadro sensitivo, propósitos y consecuencias.
Para un ejercicio como es la meditación, en que el esfuerzo personal del orante es de primordial importancia, parecería un contrasentido que se deba formular invocaciones a fuerzas superiores; sin embargo, para que haya verdadera meditación es imprescindible este primer paso prescripto para su realización.
En efecto, la invocación aleja al ejercitante de su estado común, elevando su vibración y sumiéndolo en el estado anímico necesario.
Mediante la invocación el ejercitante sale fuera del círculo mental en que giran comúnmente sus pensamientos para entrar y posar su alma en un círculo superior más selecto.
Su mente y afectividad no se unen entonces en su habitual modo, sino que se amalgaman por una vibración superior. Es como si para lograr que una determinada porción de la substancia anímica tome una forma diferente a la que posee, se la sometiera por la invocación al calor, que luego terminará por transformarla.
Hay que introducirse en el interior de uno mismo para meditar, y esta introversión solamente se logra mediante el contacto del alma con el círculo superior de lo invocado. Sólo entonces el alma entra en su tabernáculo, en su sancta sanctorum y sólo allí exalta lo mejor que hay en ella a los fines de la ejercitación que ha de emprender.
La invocación no consiste, entonces, en pronunciar algunas bellas palabras dirigidas a la Divinidad o a los Maestros, pues ésto no es más que el medio de expresar la invocación.
La realidad de este paso del ejercicio consiste en elevar el alma y sumirla mediante esta elevación en estado de meditación. Debe haber un movimiento real del alma hacia lo invocado y no una mera formulación verbal de ruegos o pedidos.
El paso de la invocación ha de durar tanto cuanto demore el meditante en lograr ese estado. Almas hay que se sumen fácilmente en la meditación, otras requieren tiempo y ejercitación para mover su sensibilidad hacia lo superior.
Se debe invocar a la forma de la Divinidad, a las Entidades o Maestros en las cuales o en quienes el alma tenga fe. Sobre la tensión de la cuerda establecida entre el alma y el punto fijado ha de desarrollarse todo el ejercicio de la meditación.
La invocación debe empezar por una sencilla exposición de la necesidad del alma de conseguir un determinado objetivo relacionado con el tema de la meditación. En términos naturales y sinceros, el alma ha de decirle a la Madre porqué y para qué eligió el tema de la meditación, ha de exponerle los males que quiere corregir o los goces espirituales que anhela. Mas esta exposición no ha de ser extensa, pues existe el peligro de que el meditante se explaye en un largo discurso y aleje así la posibilidad de lograr el estado de meditación que busca.
Cuando el meditante considere suficientemente fundada o formulada la invocación cierre de inmediato el círculo mediante una breve imploración. Extreme su pedido en pocas palabras y ruegue poniendo en juego lo mejor que haya en él.
Habrá coronado así este paso y establecido y fijado la vibración o el estado para el desarrollo total del ejercicio.
Aún hay que agregar que la imploración tampoco ha de ser cuestión de palabras sino una postura del alma, una humillación, un empequeñecimiento del alma frente a la superioridad del punto invocado.
Es como si mediante la imploración, el alma, empequeñeciéndose, lograse que la divinidad irrumpiese en ella y la llenase de la vibración necesaria para la perfecta realización de la meditación; o es también, como si el alma proyectándose, tras de mucho rogar, hubiese logrado por fin apoyarse sobre el punto superior elegido y haber establecido el nexo o contacto que ha de sumirla en el estado de meditación.
Sin una buena invocación no se puede lograr una buena meditación.