Curso XV - Enseñanza 12: El Templo de Oro
El hombre común busca solución a sus inquietudes interiores, apenas percibidas, en el olvido, la distracción y la diversión, sin advertir quizás que estos medios alejan tan sólo por momentos de la superficie mental el martillar de sus problemas, mientras que en el interior del alma, éstos permanecen sin solución. Las fuerzas acumuladas a su alrededor buscan salidas y las hallan muchas veces, no en una natural transmutación, sino a través de conflictos que no implican salud espiritual por cierto, y que dejan sedimentos de futuros y continuados malestares. Esta modalidad es muy propia de nuestros tiempos en que la sociedad parece haber organizado como nunca estos distintos medios de distracción y diversión. Es como si se apercibiese de este mal de la época, que consiste, precisamente, en una falta de vida interior, y quisiera darle una solución colectiva, pero sin lograrlo.
Para el solitario meditante no solamente existen los problemas del hombre común sino que se suma otro de orden trascendental que no puede ser distraído, ni alejado del foco del alma por medios externos. Así, para el Hijo no inclinado a la realización mística existe la constante pena de la falta de plenitud en los esfuerzos y resultados.
Para el místico existe la bien llamada pena del amor de la cual está siempre embargada el alma fiel a su Divina Novia. Así como el amante mundano nunca satisface sus ansias de sincero amor puesto que ni siquiera la posesión del ser amado puede colmar su afán de unión total con aquél, así también el fiel amante de la Divina Madre jamás llena sus ansias de pleno amor hasta que él y Ella no desaparecen del mundo de la individuación para ser Uno. Hasta ese instante el alma padece la dulce pena que perennemente mantiene encendida en su interior la llama del amor. Pero para que lo divino pueda posarse alternativamente sobre la superficie velada del alma amante, ha de estar ésta serena, pasiva y atentamente expuesta a la divina influencia. Ninguna pena puede, por ejemplo, coexistir con el gozo sin turbarlo o disminuir sus efectos. Demás está decir que no pueden tampoco interferir en tal instante los problemas comunes del hombre. Es necesario por ello, a esta altura del proceso, que la meditación regula, dar al ejercitante un medio para que pueda alisar el alma desparejada por la incisión de penas y problemas. En otras palabras; hay que proporcionarle una fuente donde pueda sumergir su alma por un instante y sacarla plateada cual un límpido espejo en el que se reflejará la Divinidad.
Esta fuente es el Templo de Oro y el agua maravillosa es el consuelo divino.
Contrariamente a lo que pueda parecer de cuanto aquí se lleva dicho no es cuestión de meditar sobre el Templo de Oro tan sólo cuando los problemas acicatean el alma, o la pena de amor la hace padecer. Vale decir que no sólo debe utilizarse esta meditación con fines restauradores, sino que, tras de cada período de meditación purgativa antes de pasar a la plenificación gozosa, es necesario sumergirse en la meditación consoladora.
La invocación tiene en este ejercicio extraordinaria importancia. Ya se dijo que la invocación, en general, genera lo que se llama el estado de meditación. Aquí, además de formar ese estado debe crear una adecuada disposición del alma al consuelo. No puede producirse sensación de consuelo sin que se esté apenado o atribulado. Debe, pues, el ejercitante, en este paso exponer a la Divina Madre los motivos que lo llevan a buscar el consuelo, transformándose así en un adecuado receptor del efecto buscado. Disponerse de otro modo a la búsqueda del bálsamo divino es fracasar de antemano.
Es importante también en esta meditación la selección de los cuadros imaginativos. En la faz purgativa los cuadros abundan, las vivencias son incesantes y suministran así elementos más que sobrados para la imaginación. La meditación sobre el Templo de Oro, por ser más técnica incide en un solo y determinado aspecto cual es el de la consolación; requiere cuadros especiales que estimulen suficiente y adecuadamente al alma.
Por otra parte el meditante no está habituado a buscar y obtener esta divina terapéutica. Por ello es necesario entrenarse previamente con cuadros meramente sedantes, de modo tal que el ejercitante pueda obtener de las primeras meditaciones, paz, tranquilidad, o siquiera despreocupación.
Los efectos sedantes son generalmente dados por cuadros de la naturaleza en reposo o relajación: una lluvia uniforme y constante, una suave puesta del sol, un amanecer primaveral carente de estímulos o de entusiasmo, o incluso un atardecer sobre el mar o en la montaña.
No se debe detener el meditante allí so pena de privarse para siempre del consuelo divino.
Tras de esos cuadros puede pasar a formular, según sea su naturaleza más racional o más emotiva, cuadros de comprensión de la presencia de la divinidad a través de las leyes y armonías del universo, o cuadros imaginativos de índole emotiva como lo son ver el corazón de la Madre, los ojos del Maestro, la bendición y otros similares.
Característica es también la sensación en esta meditación. El resultado consolador del cuadro imaginativo tiene que ser consolación y nada más, quiere decir, que no es cuestión de obtener efectos estimulantes de bienestar o de místico arrobamiento, sino que tan sólo se debe obtener consolación, y esta sensación es única por lo suave y pareja. Debe entrar en el alma no encendiendo entusiasmo, sino alisando, puliendo cariñosamente, sin deprimir ni exaltar; por eso la sensación debe ser descripta paulatinamente y sin llegar a trascender la consolación para caer en el gozo espiritual; este paso debe terminar sin prolongarse más, cuando el alma siente que se han diluido, borrado o menguado las puntas de dolor y pena que la herían antes.
En cuanto a los propósitos han de tener por objeto inducir al alma a recurrir frecuentemente al divino consuelo para habituarse a buscar en el Templo de Oro la tranquilidad que necesita, y a introvertirse en busca de las reservas restauradoras que la divinidad tiene acumuladas en su interior.
Las consecuencias como siempre, además de afirmar el logro del consuelo, llevarán a la comprensión del meditante el sumo bien que esta meditación encierra para su vida en general y para su proceso espiritual en especial.