Antes de echar alas para volar, el discípulo debe arrancar de su corazón, completamente, la raíz del mal.
Es muerte, en verdad, ésta, dolorosa y grande. No muerte que quita el cuerpo, sino muerte que quita el mal, que levanta de la tierra, que aleja de las miserias, que liberta.
Para el alma que ansía la liberación los reclamos de la carne son motivos de gran dolor.
La naturaleza instintiva es dura de vencer y se opone como tenaz enemigo a los propósitos del Hijo.
Tener que vivir en el clima de la ciudad es fuente de continuo dolor para el alma anhelosa de paz y sosiego.
En esos instantes eleva su mirada al cielo, hacia el Divino Maestro, y le dice en doliente confesión:
Cuando el Divino Maestro envuelve el alma con su mirada de amor, ésta despierta de su letargo y abre los ojos deslumbrados por la mirada divina.
Mas, cuando el primer entusiasmo se aquieta y se estabiliza, descubre que aún está muy lejos del ideal soñado.
El alma, cuando vislumbra la fuerza oculta que vive en ella, desde que pone los pies en su camino de interna realización, clama, gime, invocando la Mística Presencia:
“¡Maestro mío, Tú estás aquí, Tú eres y yo no soy!
Con la misma alegría del que inicia un viaje a tierras desconocidas, con la misma ansia inexplicable del que ama por atracción a lo ignoto, así, el meditante debe aguardar con expectante alegría la hora de su profundo viaje introspectivo, esperar el instante en que su plenitud transforma todo el día en un acto de continua meditación.