Curso XLVII - Enseñanza 32: Sobre el Misterio de la Divina Encarnación (13/04/1957)
Como hombres que somos estamos acostumbrados a hacer separaciones; por eso hablamos de épocas y fechas determinadas para la Encarnación de un Salvador de la Humanidad, como si cada Iniciado que viene fuera distinto de otro. En realidad el Verbo Divino, la Encarnación Divina es una sola y el acto de Redención se está cumpliendo ininterrumpidamente sobre la Humanidad.
El Verbo Divino está siempre presente, no baja a la tierra en forma intermitente y la Humanidad no se redime por períodos determinados o muchas veces (cuando encarna un Iniciado Solar), sino que la Redención también es única y continua.
La Sangre de Cristo es derramada toda una sola vez y no por partes. Si bien la Encarnación Divina es única como lo es la Redención, a veces, cuando la evolución de la Humanidad lo requiere se hace más palpable, se manifiesta a través de distintas expresiones.
¡Cuántas serán las diversas expresiones de la Divinidad Encarnada sobre la Tierra que nosotros no sabemos! Pero de ellas tomaremos tres: Rama, Buda y Cristo.
Antes de venir Rama, el hombre vivía preso de sus instintos, estaba bestializado. Rama le enseña a dominar sus instintos, a ser hombre divino. Rama le dio esa fuerza, ese poder de vencer a la bestia. Le hizo ver al hombre el poder del cual era poseedor: el pensamiento. Rama le enseñó a pensar (ésta es la fuerza).
Cuando el hombre conoció que podía pensar, vio que tenía instintos, pasiones. Los instintos y las pasiones estaban en él, pero él ya los veía.
Entonces encarnó el Buda, que con su suavidad, su belleza, su armonía, su dulzura extraordinaria, le enseñó al hombre a dominar el pensamiento, la mente, las pasiones, mediante el poder de la voluntad (Buda es la voluntad).
Pero no sólo era necesario al hombre el dominio de su pensamiento sino también de la fuerza de su corazón, del sentimiento.
Al tomar una nueva forma humana, la Divina Encarnación se hizo muy semejante a la Humanidad para vivir en sí su propio dolor. Aparece el Cristo.
Cristo enseña a los hombres el poder del corazón, la fuerza del amor. Cristo con su holocausto enseña a los hombres que la Redención puede ser realizada individualmente.
A nosotros nos toca ahora ser Cristos pequeños, víctimas de holocausto, hostias propiciatorias en el altar de la Madre.
La Redención individual no se logra por la acción ni por el pensamiento, ni por la virtud, ni por la fantasía, sino con la renuncia de holocausto.
“Creo que esto es lo que enseñará el Maitreya, la nueva expresión de la Encarnación Divina: la forma, la manera en que debemos convertirnos en Cristos pequeños, en pequeños holocaustos, en pequeñas hostias”.
Nosotros que no tenemos nada, que nada somos, que nos apoyamos en nuestra única expresión que es la Renuncia, somos los precursores del Maitreya.
Tenemos que vaciar nuestro corazón de toda sangre humana, ser nada para que Dios viva en nosotros. Queremos vivir el dolor de la Humanidad, tomar el dolor de los que desean, de los que sufren, porque estamos vacíos de todo; porque no poseo ni una sola virtud, ni una sola pizca de santidad, nada, absolutamente nada y estoy desnudo de todo.
¡De pie Hijos e Hijas mías! Ceñidas las túnicas, bien ceñidas, descalzos los pies, apoyados en el bastón, comiendo bien apurados el dolor de la Humanidad, el Cordero Pascual, para salir al encuentro del Maestro que llega.
Él llega y nadie va a su encuentro; pero nosotros estamos prontos, Señor, todo lo hemos dejado, nada tenemos. Esa ha de ser nuestra Pascua ahora y siempre, esa la dulce ofrenda, la dulce renuncia nuestra, la renuncia dolorosa que prepara la nueva Pascua que esperamos.