Curso XXXIX - Enseñanza 9: Júpiter
En la luz mortecina del sistema, grandes franjas infrarrojas cruzaban el éter nitrogenado. La lucha por el predominio entablada entre las esferas más sutiles que salían vírgenes del seno de la masa madre y los globos físicos ya formados, era constante y terrible.
Era el ciclo del descenso hacia la materia y ésta tenía que triunfar plenamente.
Para lograr el éxito había de formarse un planeta inmensamente grande que pudiera vencer con su estabilidad a los globos que no poseían una perfecta estabilidad y establecer el ritmo pesado sobre la eclíptica, que daría posibilidad y lugar a la existencia física sobre los planetas.
Tenía la Divina Madre que dar nacimiento a un hijo varón el cual habría de regir a todas las gentes con vara de hierro. Éste era el destino de Júpiter.
Para comparar a Júpiter a una forma humana, no se puede hacerlo sino imitando a la mitología que le da un aspecto enorme y colocaba en el medio de su cara una inmensa nariz.
La masa de Júpiter, por su gran tamaño, podía absorber grandes cantidades de energía y transmutarla en materia. Su gran tamaño necesitaba mucho alimento. Júpiter estableció así, de a poco, el orden en la eclíptica por la absorción continua de energías sobrantes. Al consumirse las partes sobrantes de energía del sistema, empezaron entonces los globos físicos, ordenadamente, su natural y pesada rotación. Los cuerpos planetarios más sutiles que no pudieron condensarse, fueron destruidos y sus energías liberadas, reabsorbidas instantáneamente.
Los bólidos rojizos que cruzaban los espacios del sistema en todas direcciones sin un punto de apoyo, fueron absorbidos y, vencido el Dragón Bermejo del Apocalipsis, la vida material empezó a establecerse en los planetas.
Aquellos físicamente ineptos y los niños prodigios del sistema, deshechos en miles de partículas, fueron encadenados a la rotación de los planetas, formando la corte de asteroides y planetoides que los acompañarían continuamente.
Los globos físicos marcharon así hacia su virilidad tras la condensación rápida y definitiva del inmenso Júpiter, padre de muchos dioses. El lento e indiferente Saturno fue vencido y superado por el fuerte Zeus el cual afirmaba su reinado material sobre los demás planetas, sus hermanos, más pesado por dentro que en su superficie.
No hay mitología ni teogonía antigua que omita describir esta guerra planetaria en la cual los globos áuricos fueron deshechos y atados a los físicos.
Los Puranas hablan de una guerra en los cielos entre los dioses. Los egipcios, de la lucha entre Osiris y Tiphon. Los indos de la guerra de Indra contra los Azuras.
El Apocalipsis la describe insuperablemente en el capítulo 12: “Y fue hecha una gran batalla en el cielo. Miguel y sus ángeles lidiaban contra el dragón. Y lidiaron Miguel y sus ángeles. Y no prevalecieron. Y su lugar no fue más hallado en el cielo”.
En la sexta estancia de Dzian también está escrito: “Hubo batallas reñidas entre los creadores y los destructores y batallas reñidas por el espacio, apareciendo y reapareciendo la semilla continuamente”.
En Júpiter empezó la vida vegetal. El hombre no pasó allí de ser una inmensa planta y eran las entidades que lo poblaban una elevadísima cohorte de ángeles sin cuerpo alguno, ni físico ni etéreo.
La mitología siempre muestra al Gran Rey de los Dioses intentando una y otra vez, seducir a estos grandes seres para crear al hombre, pero él no puede procrear más que a dioses o a monstruos.
Tendrá el gran ser regente de ese planeta que bajar a la tierra si quiere ser padre del hombre, pues sólo a ella estaba reservado ese gran privilegio.