Curso XXXIII - Enseñanza 6: El Discurso y el Orador
Reglas para preparar el discurso. Es necesario, ante todo, que el orador se dedique mucho a la lectura de libros escogidos, donde se encuentran unidas a la erudición seria y a la solidez de las ideas, la belleza y energía del lenguaje.
No se sabe lo que influye esta ocupación continua en su formación. Se acaba por contraer sin repararlo el hábito de discurrir y expresarse con soltura y elegancia cuando se tiene siempre a mano libros que sobresalgan en este ventajoso tipo. Pero no basta leer; es preciso entregarse a un trabajo mental muy detenido para ir dando diferente giro a todos los períodos de la obra que se lee, procurando cambiar su fisonomía y si es posible mejorarla.
En cada uno de estos ensayos desempeñados silenciosamente en el laboratorio íntimo se nota que se van rompiendo las trabas y dificultades en que tropezaba la razón y la lengua y que empiezan a crecer las alas que permitirán ensayar algún corto vuelo.
Otro de los ejercicios que más conducen al mismo objeto es el de traducir. La traducción tiene dos ventajas: presentar un tipo al pensamiento en la obra que se traduce y tener que pasar por necesidad revista a un crecido número de palabras, con lo cual insensiblemente se adquiere un tesoro de voces.
Con estos ejercicios previos se puede empezar a hacer tentativas de componer. Elegido el tema debe meditarse mucho sobre él para encontrar los pensamientos y coordinarlos de modo que tengan entre sí el encadenamiento, la filiación y dependencia que les sean más naturales y lógicos. El orador, aislado en su soledad, entregado a su afán de análisis e investigación, se mueve en un círculo de ideas e imágenes que a cada paso se agranda y en esta especie de panorama intelectual elige y guarda las que más conducen a sus miras. Esta disposición mental y composición reflexiva es necesaria para disponer el ánimo a la verdadera elocuencia.
Téngase en cuenta esta advertencia: no se trabaje nunca de prisa, especialmente al principio, porque querer llegar demasiado pronto equivale a no llegar jamás. Otra observación: no se tracen discursos largos, porque éstos se debilitan en su misma extensión y concluyen siempre por fatigar al auditorio.
Es preciso recordar, también, que existen días y momentos en que todo acude con una presteza y facilidad maravillosas. Parece roto el lazo que ata el alma a la parte grosera y material y que el verbo se eleva graciosamente en sutilísimas regiones. Pero otros días y otros momentos hay aciagos e infecundos en que el pensamiento está remiso y perezoso; en que apenas se vislumbran las ideas en un lago de tinieblas; en que no se acierta a formularse y en que hasta la lengua se niega a prestar su servicio. La sencillez, la humildad, la paciencia son recursos óptimos en esta disyuntiva. A veces la solemnidad, las palabras que se han escogido en la soledad y el estudio, la serenidad y cierta rebuscada lentitud ofrecen el ceremonial propicio para salvar este escollo.
Se añadirá una regla muy especial: cuando el orador ha combinado ya sus ideas, cuando las ve con claridad y conoce su enlace y afinidades, cuando sus meditaciones le han suministrado el calor y la viveza necesaria y tiene abundantes imágenes para inspirarle en su curso, entonces como preparación sólo deberá escribirse las divisiones o arreglo del discurso y las ideas capitales que han de servir en él de puntos de partida. Para esto con muy pocos bastan. Y, a veces, incluso éstas no necesitan luego ser consultadas.
Reglas generales para el orador. La primera es aquella que le recomienda que sea modesto. Cuando el orador se presenta arrojado o petulante, se sublevan contra él los ánimos que debía hacer dóciles y benévolos, y sus palabras se escucharán con prevención.
Esta precaución es doblemente aconsejable al orador joven y principiante. Los años y la reputación adquirida dan cierta autoridad para insistir firme e irrevocablemente en una opinión enunciada.
Pero es preciso que esta modestia no degenere en timidez. La serenidad y la calma del espíritu se concilian muy bien con la modestia y sin aquellas cualidades es imposible de todo punto pronunciar un discurso y mucho más una improvisación. El temor ofusca la razón, entenebrece el entendimiento, embarga la facultad de discurrir y sus síntomas inequívocos producen indiferencia y lástima en el auditorio tan pronto como los percibe. Recomendable es en esta parte el término medio; pero si se ha de tocar en alguno de los extremos, preferible es ser osado a ser meticuloso.
Otro de los objetos que nunca debe perder de vista el orador es dar variedad a su discurso para que no resulte todo él con la misma entonación y con igual colorido. Como en la pintura, el claroscuro produce el mérito del realce.
Medítese esta frase de San Agustín: “Las palabras dependen del orador y no el orador de las palabras”.
Se concluirá advirtiendo una vez más que el decoro y la circunspección han de presidir todo discurso y el orador debe procurar con gran cuidado no confundir nunca la línea del celo con la del agravio. El lenguaje puede ser medido y circunspecto, sin que por eso deje de ser enérgico.