Curso XXXIII - Enseñanza 5: Ideas, Orden, Formas y Palabras en el Discurso
El orador necesita hallar los argumentos, presentarlos en un orden conveniente, adornarlos con palabras y expresarlos con decencia y decoro. Y a esto se le ha llamado: invención, disposición, alocución y pronunciación.
Invención: consiste en encontrar las ideas y argumentos con que se propone formar el discurso. ¿Cómo se hallan? ¿A qué fuente se debe recurrir? ¿Por qué el entendimiento se niega muchas veces a prestar este servicio?
Un autor ha dicho que todo es estéril para los espíritus estériles, sin autocultivo; que todo es superficial para los espíritus superficiales y que todo es caos para los espíritus obscuros. La medida de los seres y los objetos con relación al alma está en el alma misma. El privilegio de la meditación y la interioridad está, pues, en encontrar en las cosas relaciones más importantes y representarlas con formas que correspondan a esta grandeza. El mismo objeto retratado por una pluma o lengua mezquina adquiere en otra lengua o pluma formas sublimes.
Es preciso adquirir ciertos conocimientos por el hábito de reflexionar sobre las cosas y los seres. Un examen continuo y profundo sobre las materias que se ocuparán, son todos manantiales de la invención y de donde se sacarán los recursos.
La lectura exterior es como aquellos alimentos que no se digieren; no alimentan al alma. Menester es que la reflexión abunde sobre cada página escogida. De lo contrario las ideas serán fugaces y nada quedará en la memoria, de donde luego el orador extraerá el material de su discurso. La meditación, luego, depurará y orientará dicho material reflexivo.
Acercarse al objeto, examinarlo en todas sus dimensiones, recoger todas las ideas que le convienen, componerlas y descomponerlas sucesivamente, descubrir el punto de vista más interesante en que deben ser presentadas, darlas por último en plan y formas de enunciación, he ahí el trabajo y fruto de la invención oratoria.
De la “disposición” se ha tratado ya al marcar las partes de que puede constar una arenga y respecto a la alocución se habló de ella en los tropos y figuras. Véase las reglas de la pronunciación.
Pronunciación: tal vez no haya nada más importante que la pronunciación en todo discurso. Preguntaron un día a Demóstenes cuál era la parte principal de la oratoria y contestó: “la pronunciación”. ¿Y después de ésta?, le volvieron a preguntar; “la pronunciación” respondió. Pero ¿y después de la pronunciación? insistieron por tercera vez. “La pronunciación”, fue también la tercera respuesta. Naturalmente que dicho orador ateniense contaba con serios motivos personales para opinar tan extremadamente. Pero con razón la refería casi exclusivamente a este elemento de medida y de sonoridad.
De tal suerte es ello que la diferencia entre oír a un orador y leer su discurso impreso luego, es extraordinaria. La palabra impresa es apenas la sombra del verbo vibrante transmitido vivamente.
La entonación, las inflexiones y el ademán suplen mucho al pensamiento o más bien lo amplían y clarifican, y el orador que pronuncia bien da calor donde, muchas veces, por la lógica no lo hay y produce armonía donde retóricamente hace falta y naturalmente no existe. Así también el mejor discurso, mal pronunciado, pierde todos sus atractivos. A una mujer se la puede llamar hermosa y según la entonación de ceremonia, de vehemencia o de burla la palabra significará un mero cumplimiento, una pasión viva o una picante ironía.
El mismo trozo pronunciado hábilmente en la tribuna y leído después, aunque se copie meticulosamente, deja de ser la misma cosa. ¿Por qué? Porque la acción, que es un lenguaje que viene en auxilio de otro lenguaje, el tono, las modulaciones de la voz, el gesto y la expresión de la fisonomía, a veces, son todos aliados poderosos de los que saca buen partido el orador y no pueden transmitirse al papel en que sólo puede trazarse una copia muerta al lado y en comparación del cuadro vivo y animado que se levantó en el lugar del discurso. La elocuencia de la acción es, pues, tanto y más persuasiva que la de la palabra.
Considérese separadamente el tono, las inflexiones y la celeridad en cuanto a la voz.
Tono: se dirá por regla general que al empezar un discurso no debe tomarse la entonación tan alta como se fija luego, no sólo porque de otro modo pronto se fatigaría el orador, sino también porque sería muy impropio empezar con grandes voces una discusión entonces tranquila y apacible.
Inflexiones: puede decirse que la voz humana es un instrumento que tiene una cuerda distinta para cada emoción. A una de gozo corresponde una palabra abundante, ligera, animada y viva. A una de pena aguda siguen sonidos casi inarticulados que vienen a morir en un plañido lastimero; un dolor profundo pide una palabra lenta y de un timbre grave; los arrebatos de la desesperación se anuncian por un lenguaje de calor y movimientos y por último las impresiones de la felicidad tienen por intérprete una palabra dulce, tranquila y afectuosa. La declamación aquí, como ensayo, es sumamente útil y se recomienda.
Celeridad: por regla general la palabra, especialmente en la emotividad, corre con más celeridad al final de los períodos. Fácil es conocer la exactitud de esta observación. El lenguaje es reflejo del pensamiento y de él recibe la inspiración, el impulso y las excitaciones. Es forzoso que se acelere o suspenda según las vibraciones más o menos lentas, más o menos vivas que reciba de adentro; y como éstas son siempre más rápidas en los finales, se hace indispensable que la lengua siga a la precipitación que le transmite el alma. No parece sino que el pensamiento obedece a las mismas leyes de gravedad que los cuerpos físicos: acelera su movimiento a medida que se acerca a su término.
Convendrá hacer unas ligeras pausas al concluir algún período importante.
En general se puede decir que no debe hablarse tan velozmente que se pierdan las palabras, ni tan lentamente que el auditorio en su impaciencia se ausente mental o físicamente. Todo ello también ajustado a la naturaleza del discurso: no será la celeridad la misma ante densos conceptos filosóficos que ante una asamblea política.
El gesto: es un medio útil para hacer notar y sentir lo que se dice. Revela muchas veces aspectos que las palabras no expresan. Pero debe usarse con parsimonia y gran mesura.
Recuérdese que la fisonomía es fiel reflejo de la veracidad o falsedad de lo que la lengua expone; sobre todo ello es muy cierto en lo que a los ojos respecta.
En cuanto a los demás movimientos no deben ser de todo el cuerpo, sino que la acción ha de partir del brazo. El derecho es de más uso, pero no por eso debe quedar el izquierdo totalmente entregado a la inmovilidad. La posición del orador debe ser recta, un poco inclinada hacia adelante porque así el cuerpo queda con más libertad y soltura.
También los movimientos perpendiculares, esto es, línea recta de arriba abajo, que como dice Shakespeare en Hamlet, cortan el aire con la mano, deben ser vigilados pues raras veces son buenos. Los oblicuos son en general los más graciosos. Se deben evitar igualmente los muy súbitos y ligeros.
Esta forma exterior, llamada “elocuencia córporis” es de gran interés y no debe descuidarse. Pero no se olvide una necesaria mesura y una autoinspección constante en el discurso para no caer ni en la exageración ni en la frialdad que no condicen con la exposición.
Por supuesto que todas estas licencias y reglas están referidas al tipo ordinario de orador y su validez, consecuentemente, es relativa al mismo y a circunstancias, lugares y situaciones también comunes, a las que deberán adaptarse.
Los temperamentos vocacionalmente predispuestos, los Iniciados, los místicos, sabios y santos de todos los tiempos establecieron, de acuerdo a la característica y circunstancias de su misión, su propio canon, método y disciplina. Naturalmente que estos casos son siempre excepcionales y nunca podrán ser tomados como “tipo” para de allí formular la faz didáctica total. Pero muchas veces aún estos mismos seres obedecieron al método, a la síntesis de experiencia que supone una regla, para obviar demoras que no se justificaran.
El género de comunicación que se establece entre un gran orador político o religioso y su público o fieles no era en absoluto el que se establecía entre Gandhi y sus escépticos oyentes parisienses, según observa un espectador directo.
Explicaba a una sala repleta lo que entendía por no-violencia. Sin desconcertarse, sin titubear, contestó a todas las preguntas que se le formularon, muchas de ellas embarazosas para otro cualquiera. Verdadera formulación de su doctrina eran su presencia de espíritu, justeza, sinceridad y paciencia inalterable. El público, poco a poco, fue conquistado por ese hombrecillo feo que no utilizaba ninguna de las recetas habituales de la oratoria clásica, que hablaba con una extrema simplicidad, sin elocuencia ni tretas de orador, con una voz que no se elevaba jamás y con un timbre, aunque muy agradable, que no poseía ninguna cualidad particular.
La comunicación entre él y ese público llegaba por otra vía que la ordinaria, de modo que aquél hombre que hablando de su fe en la verdad, en la no-violencia y en el amor, repitiendo axiomas más trillados que dos y dos son cuatro inflamaba a una sala, poseía otro lenguaje que el de la apariencia y la calidad de su palabra no dependía del idioma, aún cuando éste era un inglés correctísimo, ni de ningún recurso recomendable.