Curso XXXIII - Enseñanza 4: Formación del Discurso
Línea filosófica y desenvolvimiento de sus principios.
Se observa que la retórica propone en la formación del discurso la siguiente discriminación: exordio o introducción, proposición, división, narración, argumentación o parte de prueba, refutación, parte patética o de efectos, epílogo y conclusión. Pero discurriendo un poco obsérvase que esta enumeración no es exacta.
El exordio tiene por objeto preparar al auditorio y, por consiguiente, es inútil cuando se le encuentra ya preparado. Cicerón, aprovechando esta disposición favorable del auditorio empieza directamente su célebre arenga: “¿Quousque tandem abutere Catilina patientia nostra?”.
La proposición se omite por lo general porque va envuelta en el pensamiento y objeto del discurso y porque exponerla en términos precisos daría a aquél el aire de escolasticismo que desdice su elevación y natural soltura.
La división no se necesita sino en las materias y cuestiones muy complicadas; debe omitirse siempre que sea posible porque perjudica la unidad que es la cualidad más importante de toda pieza oratoria.
La narración no tiene lugar en los discursos políticos en que existe sólo una simple exposición. La división, pues, puede faltar en los discursos y falta frecuentemente. Lo que no puede faltar es el plan que siempre deben tener, ni el desenvolvimiento de la idea que en ellos domine.
Pero es preciso presentar estas reglas clásicas a que debe acomodarse el hipotético discurso a fin de dejar sin uso lo que se crea conveniente, previo conocimiento del todo.
Exordio o introducción. No tiene otro objeto que el de preparar los ánimos del auditorio, captándose el orador su atención, interés y benevolencia para venir a abordar naturalmente la cuestión.
El orador cuando está por iniciar su exposición debe examinar y conocer la disposición de los que escuchan. Puede ser ésta indiferente, favorable o contraria. Si domina la indiferencia el exordio debe procurar reemplazarla por el interés; si las prevenciones son favorables, la introducción debe aumentar el valor de esta circunstancia y si el auditorio está prevenido en contra, es necesario ante todo que el exordio destruya y desarraigue esta disposición.
Todo exordio debe ser proporcionado a la medida que haya de tener el discurso y sobre todo notablemente claro. No hay nada que prevenga tanto contra el orador y contra el discurso que aún no se ha oído, como escuchar por muestra un exordio enfático, lleno de pensamientos sutiles y ridículos conceptos premiosos y de frases forzadas. Si el lenguaje debe ser natural, claro y sencillo, el tono, el gesto y la fisonomía deben ser modestos, los más a propósito para interesar y granjearse la atención y buena voluntad. Los tropos y figuras han de corresponder a la claridad y sencillez que reclama por su naturaleza.
El exordio es una parte del discurso y como tal debe estar con él íntimamente ligado. De esto se deduce que por regla general todo exordio que puede excluirse, sin que quite nada a la totalidad, es malo.
Algunos autores aconsejan que los exordios se preparen luego de haber dispuesto todo el discurso. Este método puede aprovechar a los principiantes pero no se juzga oportuno ni aún útil a los que ya estén versados en la elocuencia, los cuales desde que trazan en su mente el plan o la periferia del círculo que se proponen recorrer, conocen el punto del que deben partir y aquél al que deben llegar.
Proposición. Se dijo que la mayoría de las veces se omite por no ser necesaria. Si alguna vez se establece, especialmente en la oratoria sagrada, debe ser breve y clara, de modo que se fije bien en los oyentes y se recuerde con facilidad, para que se vea que es el eje sobre el cual gira todo el discurso en su sucesivo desenvolvimiento.
División. Ya se anunció que la división es pocas veces necesaria y debe omitirse siempre que se pueda, porque tiene el grave inconveniente de romper la unidad. No se olvide que la receptibilidad de la inteligencia humana es limitada y es menester facilitar y allanar los caminos a sus concepciones en vez de rodearlos de dificultades y tinieblas.
Narración. Unas veces precede y otras sigue a las partes que se han recorrido. Debe ser lo más breve posible y sobre todo sumamente clara, porque ha de servir al auditorio, en todo el progreso del discurso, de punto continuo de partida y de punto continuo de referencia. Debe ser en ella el orador escrupulosamente exacto y veraz.
Argumentación. Esta parte toca en su esencia a la lógica más bien que a la elocuencia. Las pruebas que vienen en confirmación de la exposición y tema están en los sistemas científicos, religiosos, sociales, en los libros, en las combinaciones que se formulan. Debe, sobre todo, aumentar el valor de las pruebas y argumentos mediante reflexiones morales y alusiones históricas hábilmente combinadas y expuestas.
Refutación. Naturalmente que hay materias, objetos y casos que no admiten pruebas ni refutación y al mencionar las figuras se expusieron aquellas que pueden emplearse para anticipar las refutaciones de los argumentos expuestos por el orador. Esta parte del discurso es aplicable generalmente al foro o parlamento, más que a la oratoria sagrada o religiosa, donde sólo excepcionalmente podrán refutarse las partes, suponiendo que existan.
Parte patética o de afectos. Aquí el orador, recomienda la retórica, debe echar mano de todos sus medios, tanto en la fuerza de las ideas como en su vehemencia y en el colorido de las imágenes. Si en el exordio se procuró conciliar la atención y la benevolencia de los oyentes; si en la narración se presentó la materia con método y claridad para colocarla a la altura de todas las capacidades; y en las pruebas se aspiró a grabar una convicción acabada y profunda en el entendimiento de los que escuchaban, en este período del discurso el objeto debe interesar al corazón sin omitir nada que puede conmoverlo favorablemente; emotividad no apasionada en demasía sino con cierto aire de solemnidad, con una aristocrática vehemencia, siguiendo la inspiración y dejándose llevar del impulso interno más que de la lógica mental, sin olvidar, empero, el hilo, la esencia y objeto del discurso. Esta será la faz de la conquista, siendo las anteriores de preparación a fin de que, llegado a este punto, el auditor se encuentre preparado para la buena siembra.
Epílogo o conclusión. El epílogo no es más que el relámpago, en el total del discurso, porque si otra cosa fuera equivaldría a una segunda edición del mismo.