Curso XXXIII - Enseñanza 14: Esquema Histórico de la Oratoria

Podríase inferir, no sin acierto, que la elocuencia es hija de la poesía. Aún no había oradores, en lo que se entiende la oratoria como arte de persuadir, razonar y debatir, cuando Homero había cantado su inmortal Ilíada. Pero si bien esto resulta cierto, no lo es menos que ambas expresiones conquistaron imperios aparte.
No es necesario remontarse, para señalar el origen de la oratoria, a las primeras edades del mundo. En aquellos tiempos hubo, es verdad, una elocuencia de cierto género en los pueblos; pero se parecía más a la poesía que a lo que se ha definido como oratoria. El lenguaje de las primeras edades se supone que era apasionado y metafórico, debiéndose ello en parte al escaso caudal de palabras de que se contaba y en parte también a la tintura que el lenguaje debe tomar del estado primitivo de los hombres, agitados por pasiones y heridos de acontecimientos extraños y nuevos para ellos. Pero mientras el trato y la comunicaron de los hombres eran poco frecuentes y mientras la fuerza y la violencia fueron los principales medios de que se valían para decidir las controversias, poco podía conocerse ni estudiarse el arte de la oratoria como persuasión, exposición y convicción.
Por esto, a pesar de ser tan natural en el hombre el arte de persuadir, no ha florecido la oratoria con igual fuerza en todos los tiempos, ni ha tenido siempre los mismos caracteres.
Así en la época antigua predominaba la oratoria política sobre las demás y hasta la oratoria forense tomaba esta dirección pues las causas se hallaban ligadas a los grandes intereses del Estado, tratándose de pedir cuentas del gobierno de una provincia, del mando de un ejército, de la administración de los fondos públicos, etc., asuntos que hoy no constituyen por lo común materia de un proceso judicial. En la Edad Media descolló la oratoria sagrada y sólo en los tiempos modernos aparecen claramente deslindados los géneros oratorios, predominando actualmente en todos ellos el carácter didáctico.
Se puede considerar como principales épocas de la oratoria las siguientes: Grecia, desde Pericles hasta la dominación macedonia y romana; Roma, desde Catón hasta después de Augusto; Padres de la Iglesia, griegos y latinos; Oradores cristianos modernos y Parlamentarismo, incluyendo las revoluciones inglesa y francesa.
Grecia: Ya los poetas épicos -y con mayor razón los dramáticos- colocan en boca de sus personajes diversidad de discursos y los historiadores inventan y atribuyen a sus hombres de Estado y generales las oraciones y arengas que en tal o cual circunstancia debían haber pronunciado. Y así se ve en los poemas homéricos cómo los héroes y capitanes se expresan muchas veces en forma oratoria sin dejar el tono poético.
Y lo mismo que en la Ilíada y la Odisea sucede en las Historias de Heródoto y el ejemplo es seguido durante siglos enteros, pues Grecia, que fue un país dirigido y gobernado por oradores, dio gran importancia al género oratorio, que llegó a adquirir grandísimo desarrollo, sobre todo a partir del siglo V a. de J. C.
La historia griega presenta, sobresaliendo por encima de tanto orador notable, a Solón, que parece fue el primer gran orador; a Temístocles en tiempo de las guerras médicas y Pericles en la generación siguiente. El primero de elocuencia grave y severa, pero vehemente y varonil; el segundo de abundante y persuasiva palabra, y el tercero, que dio nombre a su época de “fulminante”, como decían los antiguos.
El estudio literario de los dos grandes oradores de la antigüedad citados en último término resulta interesante; además, para ver lo que era un orador antes de que existiese la retórica, que más tarde tenía que someter a reglas minuciosas el ejercicio de aquel arte, que en ellos no obedecía a ninguna norma escrita.
Por el mismo tiempo de Pericles se ve brillar a Cleon, Alcibíades, Otenas y Terámenes. La Oratoria se constituyó como un arte y una enseñanza en Sicilia, después de la expulsión de los tiranos (hacia 465 a. de J.C.), según un testimonio de Aristóteles citado por Cicerón, y recibió forma de manos de Coraz y Tisias; el primero es el verdadero fundador de la retórica, y el segundo -discípulo suyo-, escribió un tratado superior al de su maestro, que era una segunda edición revisada y completada de la obra del primero.
A estos escritores les siguen los sofistas, que desvirtúan el papel de la oratoria convirtiéndola en instrumento o medio de probarlo todo, no teniendo para ellos valor alguno el concepto o sentido de las palabras, cuya importancia radica en sí mismas.
Los dos sofistas más importantes son Protágoras de Abdera (485-411) y Gorgias Leontino (486-380), cuyo conocimiento se debe, principalmente, a Platón, que en sus “Diálogos” pone en boca de Sócrates notabilísimos razonamientos para confundir a los sofistas, haciendo ver lo pernicioso de su arte, burlándose de ellos con delicioso ingenio cómico. Sin embargo, se les debe, en compensación, haber llevado el ingenio griego a un grado de extrema agudeza y haber afinado el lenguaje, estudiando hasta la nimiedad todos los aspectos y sentidos de las palabras.
Gran distancia es la que separa a estos oradores judiciales, defensores de causas y pleitos, a los oradores políticos, de los oradores clásicos de Grecia, cuya lista empieza con Antifón -orador político y forense-, que presenta en sus Tetralogías las ideas o asuntos de cada discurso bajo cuatro aspectos o categorías diferentes, y que con un estudio constante al servicio de una inteligencia selecta había logrado que desaparecieran de sus discursos la pesadez, sutileza y mal gusto que entonces imperaba en el campo oral.
También adquieren fama como oradores judiciales Andócides (440-390); el gran Lisias, cuyo discurso contra Eratóstenes -por asesinato de Polemarco, hermano mayor del orador-, es un modelo acabado de acusación, é Iseo que, según se dice, tuvo la gloria de dirigir los primeros pasos de Demóstenes.
Por encima de estos oradores sobresale Isócrates, que fue llamado padre de la oratoria, aunque no se atrevió jamás a abordar las luchas de la tribuna. Es la suya un modelo de oratoria reflexiva y más que orador se puede llamarle maestro de oradores, ya que escribió siempre sus discursos para que sirviesen de modelos a sus discípulos. Cuidó particularmente de la forma y huyendo de los estrechos límites de la oratoria judicial y del tono enfático de la tribunicia, forjó el arma que con la superioridad de su genio tenia que esgrimir Demóstenes.
Este fue el orador más grande de Grecia y quizás del mundo antiguo y con él desapareció la elocuencia política griega al desaparecer la libertad de Atenas.
Sus discursos, compuestos muy reposadamente y escritos con calma, eran pronunciados con entusiasmo extraordinario y escritos después para que su efecto se extendiese. Trataba las cuestiones con gran alteza de miras, lo cual no era obstáculo para que entrase en pormenores nimios de organización militar y de hacienda. No seguía un sistema fijo en cuanto a la forma, encontrándose en sus discursos frases breves, incisivas y frases largas, erizadas de oraciones y llenas de pensamientos. Nadie le ha superado en el arte de insinuarse en el ánimo del auditorio, y en la lectura de sus discursos se han formado los oradores más grandes de todos los tiempos. Al lado de tan gran orador brillaron el ingenioso y espiritual Hippiades y el austero Licurgo; y enfrente de él su rival Esquines, que poseía todas las cualidades opuestas a las de Demóstenes; Dinarco, que siguió de lejos a éste y Démades, de una delicada ironía.
Antes de perecer por completo la oratoria griega al perder el pueblo sus libertades tuvo, según el testimonio de Cicerón en su libro “De los Esclarecidos Oradores”, un mantenedor ilustre en el tribuno Demetrio Falereo (350-285 siempre a. de J. C.), cuyos discursos no se conocen, y en Teofrasto, el último orador de la Grecia libre. Mucho tiempo después, en el siglo I de nuestra era, intentó renovar y rejuvenecer las ideas antiguas tomando como modelo a Demóstenes, Dión, llamado Crisóstomo o Boca de Oro.
Roma: Aunque menos bien dotados que los griegos en todo lo que al arte y a la literatura se refiere, las circunstancias de la vida política les obligaron a cultivar el género oratorio.
Al principio, mientras no conocieron a Grecia, fue la elocuencia romana tosca y ruda y, por lo mismo, ingenua y apasionada.
No se habían formado en las escuelas de los retóricos griegos los Gracos y el viejo Catón y, a pesar de ello, supieron conmover y persuadir. La forma podía ser ruda, pero el fondo era excelente y cuando los maestros de Grecia abrieron escuelas en Roma, los oradores romanos adquirieron inmediatamente las cualidades que les faltaban.
Entre los géneros oratorios descuellan el político y el judicial, teniendo éste como caracteres distintivos la “urbanitas” y la “gravitas”. La historia de la oratoria romana se divide en tres períodos, de los cuales constituye el centro el de Cicerón.
En el período preciceroniano se encuentra a Fabio, de dulce y elegante lenguaje y modales también elegantes; Escipión, que se distinguía por el vigor y la nobleza del discurso; Labeón, Metelo, Galba, Emilio Lépido, los dos Lucios, Espurio, Mummio y Carbón; Tiberio Graco, arrebatado y vehemente en el decir; Léntulo, Decio, Druso, Flaminio, Curio, Rutilio, Escauro y Cayo Graco, en el que aparece una dialéctica robusta y vigorosa unida al lenguaje de las pasiones, de modo que sus discursos se dirigen a la inteligencia y al corazón. Y como oradores judiciales, M. Cornelio Cethego, de estilo sencillo pero de gran fuerza persuasiva; Catón el Censor, conciso, intencionado y enérgico; Lucio Licinio Craso y Marco Antonio (abuelo del triunviro), que según el mismo Marco Tulio fueron los primeros que elevaron en Roma la elocuencia a la altura que alcanzara en Grecia.
Cicerón, figura gigantesca que sobresale en el periodo clásico de la literatura romana, no desdeñó -siguiendo el ejemplo de otros predecesores suyos-, las enseñanzas de los griegos y viajó durante tres años por Grecia y el Asia Menor para perfeccionarse en el arte oratorio, siendo discípulo de Molón. De los discursos que de él se conocen son famosos y merecen recordarse, entre los jurídicos, la defensa de Roscio Amerino, acusado de parricidio; la de Aulo Cluencio, acusado de envenenamiento; la de Milón, autor del asesinato de Clodio y la de Quinto Ligorio, pompeyano desterrado. Entre los discursos políticos se recordaran siempre los tres relativos a la Ley agraria, contra Publio Servilio Rufo, quién pedía el reparto de los campos italianos; las cuatro admirables Catilinarias en que el orador se exalta hasta la furia y las 14 Filípicas contra Marco Antonio, en que trata de hundir por todos los medios posibles a su enemigo. Las oraciones verrinas, en que hay parte de oratoria judicial y parte de política, ofrecen gran interés como pintura del estado social de Roma; aunque estas oraciones son en número de cinco, parece que sólo fue pronunciada la primera.
Cicerón, como todos los grandes oradores de la antigüedad, preparaba sus discursos con tiempo y llevaba consigo a un liberto suyo, llamado Tirón, a quien se considera como inventor de la taquigrafía, que iba copiando sus oraciones a medida que las pronunciaba. Después Cicerón las leía, corregía y publicaba.
Contemporáneo y rival de Cicerón fue Hortensio, de quien aquél dice en “Brutus” que su palabra era espléndida, ardiente y animada y mucho más vivo y patético todavía su estilo, así como su acción y que estaba dotado de memoria sorprendente, de actividad grande en el trabajo, de exposición elevada y clara, de lenguaje fluido y de voz dulce y sonora. Al mismo período que constituye la época de oro de la oratoria romana, pertenecen: Calvo, de estilo conciso, nervioso y castizo, grave y firme, que imitaba el de los oradores atenienses, pero demasiado pulido y trabajado; Asinio Polión, más amplio y armonioso que Calvo y que gozó fama de gran improvisador; César, de dicción majestuosa y Bruto, cuya característica era la gravedad; pero teniendo todos de común lo varonil, lo puro y lo vigoroso de su elocuencia.
Después del siglo de Cicerón la elocuencia empezó a decaer, introduciéndose un estilo declamatorio redundante y afectado, haciéndose costumbre el enviar los jóvenes al Asia, donde los profesores de retórica les enseñaban un nuevo modo de perorar, la escuela asiática, mezcla de sutileza griega y de pompa occidental, muy seductora en apariencia pero de muy mal gusto en realidad, pues nada tenía de natural ni de sencilla y sí mucho de difusa y ostentosa, con pretensiones de deslumbrar mediante golpes de ingenio, metáforas rebuscadas y adornos superfluos.
Solamente merecen mención en este período Domicio Afer, en tiempo de Nerón, metódico y claro, sencillo y grave, pero ardiente y enérgico y salpicando sus discursos con rasgos de gracia e ironía que hacían se le escuchase siempre con gusto. A su lado figuran, aunque en plano inferior, Crispo Pasieno, Décimo Lelio y Julio Africano. Posteriores fueron Plinio el Joven, discípulo de Quintiliano, y Tácito, el historiador; mas tal era el relajamiento del foro en esta época que Plinio se avergonzaba del estilo corrompido y afeminado que se empleaba en el Tribunal de los Centunviros y Marcial ridiculizaba en sus epigramas la manía de las citas inútiles y de las digresiones fuera de propósito.
Entre los pocos cultivadores que quedaron de la elocuencia puramente romana, figuran algunos españoles, como Latrón y Séneca.
El último orador romano notable es el elocuente defensor del paganismo Quinto Aurelio Simmaco, que contendió con San Ambrosio sobre el restablecimiento del altar de la Victoria en el Senado.
Padres de la Iglesia, griegos y latinos: Deben ser considerados como precursores de los oradores sagrados, que con las predicaciones del cristianismo alcanzaron un nivel artístico superior a la oratoria profana de su misma época, los libros proféticos de la Biblia, que por su fin y su forma son verdaderas oraciones.
Para caracterizar y definir la oratoria de los profetas hay que tener en cuenta que no es posible incluirla en ninguno de los géneros oratorios determinada y específicamente, pues en ella hay mucho de oratoria religiosa y mucho de oratoria política. Aquellos hombres, llenos de espíritu de Dios, no sólo anunciaban la venida del Mesías y el cambio que se operaría, sino también los trastornos políticos que padecería el pueblo de Israel, a quien aconsejaban y amonestaban respecto de su conducta, profetizando la invasión extranjera, la pérdida de la libertad y todos los males propios de los pueblos decadentes. De ahí que en la próxima Enseñanza, al tratar sobre este punto, se la ha calificado “sobrenatural” por su misma naturaleza.
Desde los primeros tiempos de la iglesia cristiana se había ido formando y creciendo la elocuencia sagrada, siendo merecedores de citación San Justino y Clemente de Alejandría, que hicieron uso del griego como medio de expresión y Tertuliano, Arnobio de Licca y Lactancio que emplearon el latín. La figura más grande, anterior al siglo IV de nuestra era -que es el siglo de oro de la elocuencia sagrada-, fue San Jerónimo, hombre enciclopédico, gran erudito y escritor genial.
En el siglo IV aparecen los grandes propagandistas de las enseñanzas de Cristo, sobresaliendo en la Iglesia griega San Basilio, que en palabras de severa grandiosidad celebra el poder de Dios; San Gregorio Nacianceno, cuya exhortación sobre el amor de los pobres ha sido muy imitada por los mejores oradores sagrados; y San Juan Crisóstomo (Boca de oro) que innovó considerablemente las formas clásicas de la elocuencia griega, creando una especie de lenguaje universal, capaz de ser entendido y gustado por todo el mundo.
“Los oradores que preceden a San Juan Crisóstomo son los oradores de la lucha”, dice el escritor Navarro y Ledesma; “San Juan es el Orador de la Victoria”.
En la iglesia latina, además de San Hilario, San Ambrosio y San Jerónimo, sobresale San Agustín, el verdadero genio de la expresión religiosa cristiana, que si como orador adolece de algunos defectos propios de la época es, por otra parte, uno de los ingenios de más elevación de sentimientos y de ideas que ha existido.
La época de agitación y de continua lucha en que vivieron estos célebres oradores, hizo que su elocuencia tomase un carácter fogoso y apasionado, sencillo y popular unas veces, elegante y filosófico otras y en algunas ocasiones político.
En los siglos V y VI sostienen respectivamente el cetro de la elocuencia cristiana San León y San Gregorio, que ha sido llamado el apóstol de los bárbaros. Y en España sobresalen Justo, Severo, San Leandro y San Isidoro.
Oradores cristianos modernos: La invasión de los bárbaros hizo desaparecer la elocuencia junto con todos los otros géneros literarios y bellas artes, tardando mucho en reaparecer.
Sin embargo, en el siglo XI se encuentran oradores capaces de arrastrar a las muchedumbres y, por lo tanto, elocuentes a su modo, pues sólo así se explica que Pedro el Ermitaño y los demás predicadores de las cruzadas, consiguieron que millares de hombres corriesen a la conquista del Santo Sepulcro. San Francisco de Asís, Santo Domingo de Guzmán y el Beato Jordán de Sajonia, arrastraron a las muchedumbres y a las universidades con sus sermones.
El Renacimiento no resucitó la elocuencia clásica y aunque la Reforma y sus enemigos, sin olvidar a Savonarola, lucharon con la palabra, sus formas oratorias tienen poco o nada de retórica. Era preciso que llegase el siglo XVII para que la oratoria volviese a adquirir el lustre y esplendor perdidos, siendo la elocuencia sagrada francesa quien se llevó la palma.
En el reinado de Luis XIV florecieron el sublime Bossuet, el enérgico Bourdalone, el ingenioso Flechier, el dulce Fenelón, el apasionado Massillon y muchos otros; y no fue sólo el azar que los hizo aparecer en una misma época, sino que la cátedra sagrada pudo ser ilustrada de tal modo porque aquellos hombres -sin duda adornados de dotes naturales-, no hacían más que poner en práctica las reglas establecidas por Francisco de Sales, el padre de las Ligendes y algunos otros jesuitas, el abate de Saint-Cyran y los de Port Royal, pues todos estaban acordes en lo que debía de ser un predicador.
En Alemania los más famosos predicadores de la reforma fueron Lutero y Melanchton, y en Inglaterra se distinguieron como oradores sagrados Tillotson y Blair. En Italia, la figura del padre Séñeri es suficiente para elevar la oratoria sagrada a un grado de esplendor que, a excepción de España, pocas naciones logran superar. En Portugal sobresalió el padre Antonio Vieira, una de las glorias de la Compañía de Jesús.
Aunque la elocuencia sagrada descuella sobre los demás géneros oratorios, también toman incremento y despiertan de su letargo la oratoria política y la forense, y nace una nueva forma de oratoria: la académica.
La elocuencia académica ofrece pocos modelos dignos de elogio, siendo uno de ellos la admirable contestación de Racine al discurso de recepción de Corneille.
Parlamentarismo. Primera Época: La revolución inglesa. Para hacer una calificación acertada necesario es saber que entonces había tres escuelas diferentes, a que correspondían tres diversos tipos de oradores. Una era la escuela de la corte, ingeniosa, elegante, de la que ha participado algún tanto Shakespeare y de la cual hizo una ingeniosa parodia Walter Scott en uno de sus romances; otra la de la antigua filosofía, extraña o, por mejor decir, enemiga de las ideas de la época; y otra elocuencia de la reforma que bullía por todas partes, aunque todavía ruda e imperfecta.
Puede decirse con aproximada verdad que la revolución inglesa no produjo más que dos grandes oradores: Strafford y Cromwell. El primero, grande hombre en medio de sus pasiones y a quien se inmoló y que para hacer más acerba su desdicha tuvo que pasar por desgarradores desengaños y ver la debilidad y la ingratitud de Carlos I, sostuvo el mayor valor -en un magnífico discurso por su propia defensa-, contra 13 acusadores distintos, por espacio de 17 días.
Cromwell era el intérprete y el dios de la elocuencia puritana. Puritanismo de virtud, desprendimiento y martirio.
De su elocuencia, vigorosa aunque ruda, hace Voltaire un magnífico elogio y concluye diciendo: “Un movimiento de aquella mano que había ganado tantas batallas y dado muerte a tantos realistas, producía más efecto que todos los períodos de Cicerón”.
Esta elocuencia se poseyó con más brillo y con más ventajas por el célebre Pitt y por el opulento Fox, que nombrado por el Parlamento a la edad de 19 años supo emanciparse e hizo oír varias veces su voz en defensa de las leyes y de los católicos.
Segunda época: la revolución francesa. El cuadro más grande de la elocuencia moderna la presenta la Revolución Francesa, acontecimiento que con la reforma de Lutero ha compartido la admiración del mundo. ¿Cuál era su carácter? ¿Se parecía a la inglesa, hija de sus tradiciones y de sus antiguos recuerdos? ¿Se parecía a la de Polonia formada entre agitaciones de una anarquía guerrera? ¿A la de Grecia y Roma? No. Tenía un carácter nuevo, debido en gran parte a su origen literario, filosófico y esotérico.
Esta elocuencia nueva en su género era más grande, más atrevida, más sistemática que las demás elocuencias oratorias conocidas hasta entonces; Mirabeu, Vergniau, Barnave, Dantón, Desmoulins, Robespierre y tantos otros, hicieron conocer al mundo hasta dónde alcanzaba la vivencia y la fuerza de aquella palabra, inflamada por ideales.
También los militares como Napoleón, los políticos como Royén-Collard, Benjamín Constant, el general Foy, Casimiro Ferier, Thiers, Guizot, Lamartine, Jocqueville, Montalembert y Gambetta y los abogados como Berager, Dufaure y Favre, ocupan un lugar elevado en la historia del arte oratorio francés.
En cuanto a la oratoria parlamentaria española se oirá que los más representativos de finales del siglo XIX y principios del XX han sido, al mismo tiempo, los hombres de la política constructiva de España. Figuran, entre otros, Salustiano de Olózaga (1805-1873); Antonio Cànovas del Castillo (1828-1897); Cristino Martos y Balbi (1830-1893); Francisco Pi y Margall (1824-1901); Nicolás Salmerón y Alonso (1838-1908); José Canalejas Méndez (1854-1912); Juan Donoso Cortés (1809-1853); Emilio Castelar y Ripoll (1832-1899); Juan Vázquez de Mella y Fanjul (1861-1928); José Echegaray e Isaguirre (1833-1916); Segismundo Moret y Prendergast (1838-1913); Antonio Maura Montaner (1853-1925); Melquíades Álvarez González Posada (1864-1936); y Ramón Nocedal y Romea (falleció en 1907).

Fundador de CAFH

Las Enseñanzas directas de Santiago Bovisio quedan así depositadas en manos de los hombres, cumpliéndose de esta manera su mandato final= ¡Expandid el Mensaje de la Renuncia a toda la Humanidad! Que la Divina Madre las bendiga con su poder de Amor.

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