Curso XXXIII - Enseñanza 1: Elocuencia y Oratoria

“La elocuencia (oratoria), dice Kant, es el arte de dar a un ejercicio serio del entendimiento el carácter de un juego libre de la imaginación; la poesía es el arte de dar a un libre juego de la imaginación el carácter de un ejercicio serio del entendimiento”.
Quintiliano dice que “elocuentia est ars dicendi accomodate ad persuadendum quod honestum sit, quod operteat” limitando con sus últimas palabras lo que Cicerón había escrito: “Officium oratoriae facultatis videtur esse: dicere apposite ad persuacionem; fluis persuadere dictione”. Con todo, la de Quintiliano conviene más bien a la oratoria, según muchos autores en esta materia, los cuales reservan el nombre de elocuencia a la facultad natural de conmover los ánimos por medio de la palabra.
Si a esta disposición natural se añade el arte que la cultiva y hace apta para todos los usos de la palabra, resulta la oratoria.
A pesar de su origen natural y de obedecer a poderosos móviles espontáneos, es preciso acudir a los recursos del arte, pues es evidente que sin ellos no se conseguiría el fin que explícitamente la oratoria se propone.
Indudablemente que los hombres rudos, los pueblos salvajes, las expresiones primitivas mismas del hombre, ofrecen modelos de elocuencia natural o, más bien, de expresiones elocuentes. Pero ni Demóstenes, ni Cicerón, ni Bossuet habrían podido componer el menor de sus discursos sin la constancia, sin el amor al estudio y al arte que no les abandonó un solo momento. En medio del furor de la pelea, de las conmociones populares, de las asambleas turbulentas, doquiera que se irritan y se desbordan con furioso ímpetu las pasiones, nacen de los labios más rudos elocuentísimos rasgos, dignos de transmitirse a la posteridad. Mas para combatir frente a frente las preocupaciones, hondamente arraigadas, para triunfar de la inconstancia de los atenienses y del oro de Filipo, para anonadar la osadía de un Catilina, para salvar a un nación de una bancarrota inminente, para sostener la causa de la desvalida Irlanda, para hacer resonar la voz de la religión en los pechos gangrenados por el vicio, la frivolidad y el escepticismo, no basta haber nacido con las dotes más privilegiadas, sino que es indispensable una voluntad de hierro para el trabajo, porque sólo a fuerza de largos combates y sufrimientos puede adquirirse la ciencia, el conocimiento del hombre y el libre imperio (juego) de la imaginación, de las pasiones y de la palabra.
De modo que este arte de hablar de manera que se consiga el fin para que se habla, requiere argumentos sólidos, método claro y ser la expresión de probidad del orador, junto con la gracia del estilo y de la expresión, siendo el buen sentido el fundamento de todo discurso.
Este “arte de la persuasión” tiene múltiples facetas. Pero es preciso aclarar la diferencia que existe entre “convencer” y “persuadir”. La convicción es relativa solamente al entendimiento; la persuasión a la voluntad y a la práctica. Oficio será del filósofo convencer, pero oficio del orador será persuadir a obrar conforme a la convicción de la verdad. La convicción no siempre va acompañada de la persuasión. Ellas debieran a la verdad ir juntas: e irían si la inclinación siguiese constantemente el dictamen de la egoencia. Puédese estar convencido de que la virtud y la justicia son laudables y no estar al mismo tiempo persuadido a obrar conforme a ellas. La inclinación puede oponerse, aunque esté satisfecho el juicio y las pasiones pueden prevalecer contra el entendimiento.
Será oficio, entonces, del orador, persuadir al ser a obrar conforme a su convicción.
Se establecerán tres grados de elocuencia oratoria: el primero e ínfimo es el que únicamente mira o agrada a los oyentes; tal en general la elocuencia de los panegíricos, de las oraciones inaugurales y otros. Es género ornamental de composición. El segundo es más elevado y es cuando el orador aspira no solamente a agradar sino también a informar, instruir y persuadir. Y el tercer grado es aquél que influye en gran manera sobre el alma y por él es convencida e interesada, conmoviéndola y arrastrándola con el orador para disponerla, finalmente, a resolverse a obrar conforme a la causa expuesta. Generalmente este tipo de elocuencia va acompañada de cierta sublime pasión que inflama el corazón del orador y transmite una suerte de fuego vocacional a los oyentes.
Los antiguos dividían la locución pública en tres géneros: el demostrativo era la alabanza o vituperio; el deliberativo, que supone la persuasión y la disuasión y el judicial (acusar o defender), que puede relacionarse a las juntas populares, al púlpito y al foro respectivamente.
Respecto a lo que Quintiliano dice “Lo principal del arte es observar el decoro” se agregará el consejo de Cicerón a los oradores en su “Orador, a Bruto”: “La cordura es el fundamento de la elocuencia, como de todo lo demás. Lo más difícil en ella, así como en la vida, es ver lo que pide la decencia y por ignorar esto se yerra muchas veces. Por lo que no se ha de hablar con un mismo estilo y unos mismos pensamientos a hombres de diferentes clases, edad y fortuna y en diferentes tiempos, lugares y auditorios. En cada parte del discurso se ha de atender, como en la conducta, a lo que es decente, viendo lo que piden el asunto de que se trata, las personas que hablan y aquellas a quienes se habla”.
Naturalmente que la mala reputación del orador estorba singularmente a los efectos de su elocuencia, aún cuando ésta sea verdaderamente encendida y espontánea. No puede escapar la ética de la estética. Así la probidad profesional del orador forense, las costumbres ejemplares y la piedad del orador sagrado, el acrisolado civismo del orador político, la nombradía científica del expositor de doctrinas en academias, aulas y congresos, intervienen en la oratoria a modo semejante que los prismas de diáfano cristal que centuplican la potencia de la luz.
Le es preciso, además, una completa serenidad de espíritu, un valor contenido y juicioso, el imperio de sí mismo, para conservar hasta en los momentos de más entusiasmo el pleno dominio de su voluntad.
Ha de tener una sensibilidad viril y profunda, no muelle y lánguida, buscando en su corazón la vehemencia, cuando la necesita, libremente. Y de su autoconocimiento deberá surgir el de la miseria y la grandeza humana que a través de una voz agradable, una reputación virtuosa, convicción, valor, osadía, intrepidez, sensibilidad, flexibilidad, memoria, hábito de la reflexión solitaria, transmitan su discurso intrínseco por medio del extrínseco.
A estas cualidades debe unir las intelectuales de una razón sólida, un espíritu generalizador, analítico y metódico, juicio rápido y seguro; el ingenio y la cautela del dialéctico, sin llegar al abuso de extremar sutilezas hasta convertirse en sofístico.
Conocerá la elocuencia del silencio cuando sea menester, la de la acción, independientemente de la palabra y, sobre todas éstas, la excelente del amor por la causa abrazada, sabiéndose permanentemente capaz de ofrendar su vida por el ideal abrazado. La autoridad que brota de la fidelidad jamás podrá ser superada por ninguna regla ni precepto oratorio. Y esto es importante que lo sepa desde un principio.

Fundador de CAFH

Las Enseñanzas directas de Santiago Bovisio quedan así depositadas en manos de los hombres, cumpliéndose de esta manera su mandato final= ¡Expandid el Mensaje de la Renuncia a toda la Humanidad! Que la Divina Madre las bendiga con su poder de Amor.

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