Curso XXIX - Enseñanza 3: La Raza Hiperbórea
Eolo, el dios de los vientos, corría velozmente de un lado al otro de la atmósfera terrestre, limpiándola de todas sus impurezas; y el Sol, con una luminosidad más clara que la que ahora puede observarse, brillaba constantemente.
Pero, gracias a este viento, a estas corrientes de aire que no cesaban jamás, la Tierra se iba resecando, la vegetación tomaba un color normal y el nuevo continente Hiperbóreo bien podía llamarse “la tierra donde nunca se pone el sol”.
Plakcha -así denominaban los arios a esta sagrada tierra- se encontraba completamente al norte; y Groenlandia, el nordeste de Asia y Spitzberg son restos de la mansión de la segunda Raza Raíz.
Las mónadas que, rechazando los monstruos uranianos, habían fracasado anteriormente en su deseo de habitar un cuerpo físico, lo intentaron de nuevo. Con la colaboración de Vayu, el elemento del aire, reunían alrededor de sus cuerpos etéreos numerosísimos átomos físicos, con el deseo de penetrar dentro de esa masa, enseguida que tomara forma.
Pero el deseo de experiencia no iba unido al concepto de renuncia de los bienes etéreos; deseaban vivir la vida física sin perder sus atributos espirituales.
Derivaba de esto que la Naturaleza no era animada por el espíritu de ellos, en el verdadero sentido de la palabra; por eso fracasaron, una vez más, en la formación del verdadero hombre humano.
Se necesitará la fantasía de un Verne, o la clarividencia de un Profeta Ezequiel, para poder describir a estos fantásticos hombres monstruos. Eran inmensas moles, de aspecto humano, doblados sobre sí mismos, con alones que les ayudaban a andar. Mas el espíritu no estaba dentro de ellos, sino a su lado.
En Ezequiel, cap. 1, v. 20, se lee: “Hacia donde el Espíritu era que anduviese, andaban; hacia donde que el Espíritu anduviese, las ruedas también se levantaban tras ellos; porque el Espíritu de los animales estaba en las ruedas”.
Procreaban por brotación; mejor dicho, dejaban residuos vitales, inmensas gotas de sudor que producían en estas fantásticas carreras; inmensas cantidades de gotas de sudor cristalizado y reunido en montones, esperma vital de todo su ser que, incubado a los rayos del Sol, daba nacimiento a otros seres semejantes.
Estos asexuados, verdaderos hijos de Júpiter, no tenían más sentidos que aquellos de la sensación vibratoria correspondiente al oído y al tacto, que les era dada por la velocidad.
Hacia mediados de esta Raza Raíz, cuando estaba en su apogeo, la Tierra llegó a tener una belleza indescriptible.
Imagínese un cielo verde claro, inundado por los rayos del sol, que reflejaba sobre una tierra virgen, en donde la vegetación, por su mucha exuberancia y vitalidad, era de color anaranjado; y las aguas del mar, completamente de esmeralda.
Pero esto duró poco. Los inmensos depósitos de gases, anidados y resumidos debajo de la epidermis de la Tierra, empezaron a reventar, dividiendo a este continente unido, en grandes islas, y al océano en dos grandes mares: Pasha y Pahcshala.
Para entonces, la Ruedas Humanas se habían transformado de asexuadas en hermafroditas y ya no era la gota de sudor lo que se depositaba, sino un verdadero huevo.
Los espíritus de los futuros hombres ya están reclinados sobre las huecas cabezas de los monstruos; y prontos para penetrar en la cárcel de carne.
Empiezan los primeros esfuerzos para doblarse y enderezarse. Kundalini, la diosa de la energía vital, ha tendido ya sus redes y está lista para subir al Monte Meru. Quiere decir que ha trazado sobre el cuerpo de los monstruos la imagen de la espina dorsal y del esqueleto humano y sólo espera la benéfica lluvia del cielo para condensarlo y endurecerlo.
Pero el viento sopla más devastador que nunca. Las corrientes de aire arrasan el continente de los dioses. Los gases subterráneos parten la tierra sin descanso, hasta que desaparece bajo las aguas, por la acción del aire, el continente Hiperbóreo.