Curso XXVIII - Enseñanza 9: Los Persas
A medida que se iban sucediendo las civilizaciones Arias, una tras otra, se iban cambiando, modificando y transformando las religiones.
En la cuenca del Tigris, en el Asia Central, se había levantado un pueblo fuerte e indómito, el Asirio, que creció pronto y desarrolló una potente civilización.
La grandeza de este pueblo, lo recuerdan las ciudades populosas y perdidas de Asur, Nínive y Gale.
A imitación del pueblo egipcio, su gran enemigo, al cual venció y por el cual fue vencido a su vez, divinizó el aspecto de la naturaleza, de la Diosa Paloma, la gran reina Semíramis, mientras la adoración del aspecto masculino de Dios, fue simbolizado por el fuego sagrado, que ardía constantemente en los templos.
Había de seguir una nueva religión, una religión que divinizara y exaltara más el concepto divino, despejándolo de la gran cantidad de ídolos, estatuas y cultos variados en que había caído.
La Divina Religión Atlante, estaba aplastada bajo las estatuas monstruosas de numerosos dioses y la pura y natural religión de los primitivos Arios había sido suplantada por formas groseras.
Asur, el dios alado, que sale del disco solar, había perdido toda significación armoniosa de la Humanidad enlazada con la Divinidad.
En una vasta meseta del Asia, circunscripta por los ríos Indo, Tigris y Mar Caspio, se formaba una raza nueva, mezcla de Persas, de Medas y de Asirios, la raza Irania o Pérsica.
En los albores de su civilización, para restaurar y armonizar el culto religioso, bajó entre ellos un Gran Iniciado, Zoroastro. Este Gran Ser destruyó la idolatría y levantó el estandarte del Gran Dios, el Dios Único, el Verbo Solar: Ahuramazda.
Desde entonces el culto solar, símbolo de la Religión Divina de los Atlantes, brillará otra vez sobre todos los estandartes, sobre todos los tronos, sobre todos los altares.
En su juventud, Zoroastro es llevado por Vohumano, dios tutelar de la raza, a una alta montaña en donde Ahuramazda le entrega el Avesta, código sagrado de la nueva religión.
Estableció la religión Irania, los dos principios fundamentales del bien y del mal. El bien ha de ser premiado en ésta y en la otra vida; el mal ha de ser castigado en esta vida por la ley y en la otra por la pena y el castigo divino.
Hasta en la muerte se despoja esta nueva religión de las muchas formas, ya que expone sus muertos sobre altas torres, para que las aves de rapiña coman las carnes de los cadáveres y los huesos sean calcinados al sol.
La religión Irania abre un paréntesis nuevo entre las religiones Arias que habían perdido su primitiva armonía basada en el culto monoteísta y politeísta a un tiempo, si bien después con el andar del tiempo y como todas las religiones, ella también se materializó y adoró a dioses diversos, todas las religiones sucesivas jamás perdieron el verdadero concepto de la religión de la raza, que es un recuerdo divino encerrado en una forma humana.
Desde las orillas del Oxus y del Laxartes situadas cerca de la mística meseta de Pamir, descendían los Iranios hacia Bactriana y Nizaya. De esa multitud de nómades tribus surgieron los imperios Medo y Persa.
Como un sueño han llegado hasta los presentes días los relatos de las grandes ciudades de esas naciones: Ecbatana y Persépolis.
El idioma primitivo de ellos es del tipo zenzar y sánscrito y estaba relatado en el Avesta, libro que se perdió completamente, pues el Zend-Avesta no era sino un comentario del texto primitivo (Zend: comentario).
El concepto religioso de los Persas era natural y divino. Todo emanaba de lo Eterno, el llamado Zervani Akerena. El Inmanifestado se expresaba en un dios manifestado: Ormuzd o Ahuramazda. Había también un dios del mal: Ahriman.
El concepto que tenían de la vida no era ni de bien absoluto ni de mal absoluto, porque regía para ellos el más alto concepto de los pares de opuestos. Ormuzd no siempre es el que triunfa, sino periódicamente: existe la edad del bien y del mal. Una cosa contrabalancea la otra. Pero el gran dios de los Persas es Mitra, imagen de la energía cósmica.
Ormuzd, Ahriman y Mitra, forman la Trinidad Sagrada. El bien y el mal pasan, pero la Energía Divina permanece eternamente.
Este concepto de adoración al Sol, hace que la imagen solar brille sobre los palacios y los estandartes de los Persas. Todo el Irán es la ciudad del dios sol.
Como resultado de esta ardiente veneración surge la adoración al fuego.
En esos templos resplandecientes de oro el fuego es el único símbolo, la única imagen.
Por las llamas del altar predicen los sacerdotes el futuro y a través del fuego llega la voz de los dioses.
El Gran Profeta del Irán fue Zaratustra, la Divina Encarnación aparecida para renovar al pueblo persa decaído; no hay que confundir a este Profeta con Zoroastro, que fue el Iniciado que trajo a los primitivos Iranios desde Bactriana hasta la meseta del Irán.
Toda religión persa es cosmogónica y astronómica, en su símbolo y en su forma. El Sol es la morada de las almas bienaventuradas; pero para ascender hasta él, las almas han de pasar por siete puertas, imagen de los planetas; pero también imagen de las etapas iniciáticas que se deben escalar para llegar a la liberación o estado de Iniciado Solar.
Ninguna prueba queda de la civilización ni del gran adelanto de los Persas, ya que la historia únicamente conoce algo desde la dinastía de los Sasánidas.
Los Persas también tenían en Persépolis una gran biblioteca y un museo con ejemplares de los tiempos más remotos de los Sirios, que fueron destruidos por los griegos al mando de Alejandro.
Ya la religión Persa ha desaparecido totalmente del Irán; pero en la India existe el mazdeísmo que es una imagen de aquella antigua religión, la segunda, después del Hinduismo, que ha llegado hasta nuestros días. Aún hoy, el sacerdote mazdeísta o parsi enciende el fuego sagrado sin tocarlo; coloca en alto, sobre dos palos de sándalo la lumbre para que prenda y en algunos templos permanece sin prender este fuego, esperándose, durante años, un rayo del cielo que lo encienda.
Antiguamente, los sacerdotes persas, que dominaban perfectamente a los elementales, atraían sobre el altar un rayo del cielo para que lo encendiera.