Curso XXVIII - Enseñanza 12: Los Indios
Por una estrecha franja de tierra que había escapado a los muchos sismos vinieron restos de tribus Atlantes, emigrando hacia el centro del continente americano.
Este se extendía, virgen y espléndido en su estado salvaje hasta el sud-oeste, donde la cordillera asomaba sus crestas inmaculadas, surgiendo de la espuma del mar.
Estos pueblos atlantes fundaron allí, en el corazón de la selva, florecientes colonias.
Dicen las tradiciones Incas que cuatro hermanos fueron los fundadores de Cuzco; pero uno de ellos mató a los demás y los transformó en peñascos, convirtiéndose él mismo, después de su muerte, en peñasco para ser adorado.
El culto primitivo de los Indios era el de las piedras, sobre las cuales depositaban sus ofrendas y hacían sus sacrificios.
Luego de la gran catástrofe que sumergió el antiguo continente atlante, nuevas tribus, de las pocas que se salvaron, fueron llegando.
Estos conocían en la gran ciudad de las puertas de oro el puro culto de la Divinidad Solar.
Establecieron los mismos ritos sobre la peña de Huiracocha, dios esencial y principio infinito; encendieron el fuego sagrado del dios Pachacamac para que éste elevara perennemente su llama hacia el dios solar, el gran dios Inti.
Se levantaron grandes templos, todos de oro, pues el rito solar no admitía para su servicio instrumentos ni adornos que no fueran del áureo metal.
Vírgenes vestidas de blanco y adornadas con coronas de oro, a las que sólo un rey inca podía desposar, mantenían constantemente encendida la llama en el santuario.
El aspecto masculino, simbolizado por el sol, era completado por el culto femenino de la diosa Mama-Quilla o Coya, la luna. A sus templos, que eran totalmente de plata, concurrían de noche los fieles en largas filas para rendirle culto y reverenciarla.
También adoraban los incas a otros dioses: Catequil, dios del trueno; Cuicha, el arco iris, dios de la paz; Chozco, dios del amor, similar a Venus.
Este pueblo conocía el principio fundamental del universo porque tenía idea de un dios inmanifestado. Piguerao, aquel que desaparece cuando el universo se manifiesta, gemelo de Atachucho, dios personal, nacido del huevo primitivo.
La primera pareja, el Adán y Eva americanos, eran Manco-Capac y Mama Oello Huaco, aunque no todos creían que estos habían sido los fundadores de la raza humana, pues algunos estimaban como fundador de la misma al Inca Roca, descendiente directo del Sol.
Muy parecidos en religión y costumbres a los incas y también descendientes de los Atlantes, fueron los aztecas, miltecas y toltecas.
Al revés de los pieles rojas de las Montañas Rocosas, que habían conservado en alto grado las costumbres de una religión completamente espiritual, con hábitos patriarcales y venerables, estos indios de Centro América eran materialistas, feroces y sanguinarios.
El universo para ellos había sido creado por Citlantonac, el universo sutil, en unión con Citlalique, el universo denso.
Recordaban en sus anales cosmogónicos cuatro edades: la edad del agua, cuando la tierra habitada por los gigantes había sido anegada por el diluvio.
La segunda edad, la de la tierra, donde se habían refugiado los gigantes sobrevivientes, fue destruida por movimientos sísmicos y grandes temblores de tierra.
La tercera época, del aire, había sido arrasada por ciclones.
En cuanto a la cuarta época, del fuego, las inmensas llamas devoraban a los seres humanos, y de este fuego habían nacido y se elevaron al cielo el sol, la luna y las estrellas, que pueblan el firmamento.
Con el cuchillo quebrado de Citlantonac se formaron los dioses y de un hueso de un dios muerto nacieron los hombres.
La tierra era venerada en la diosa Amon, pero la preferida era Cinteolt; ella es la que preside el crecimiento del maíz, la planta tradicional de los indios y protege también la germinación.
La representaban como una bella mujer cargada de espigas y con un niño en brazos, le inmolaban víctimas humanas que debían ser personas sin defectos físicos, sanos y fuertes. Estos eran puestos sobre el ara del sacrificio, se les abría el pecho con un afilado cuchillo y el corazón arrancado y aún palpitante se consagraba a la terrible diosa.
Imposible sería enumerar todos los dioses venerados por estos pueblos. Tosi era la madre de los dioses, la abuela de los hombres, protectora de los magos y de los hechiceros.
Mixcoatec era el dios de las tormentas. Xiuhteculti, el dios del fuego. Cihuatcoalt, la diosa serpiente, bondadosa y amable, había dado a luz antes que ninguna otra mujer y amparaba a las mujeres en el trance maternal.
Pero el gran dios, el dulce dios, vestido de blanco, es Quetzalcoalt, el loro serpiente, el que fomenta la paz. Cuando bajó entre los hombres, prohibió los sacrificios humanos y desterró a los malos.
Especialmente venerado por los Toltecas, su símbolo era una cruz. Cansado de estar entre los hombres quiso regresar a las regiones celestes, dejando a Tula, la ciudad máxima donde era venerado, en la desolación.
Después de él reinó el dios Texcatlipoca, malo, vengativo y perverso, que volvió a sembrar el dolor entre los hombres.
Fueron desapareciendo rápidamente los indios y quedaron sepultados para siempre bajo las ciudades perdidas, los tesoros y los testimonios de su antigua y divina religión.
Pero como nada perece por completo, ha quedado aún intacta en las Montañas Rocosas, una antigua tribu de indios, descendientes puros de la perdida Raza Atlante y de las dinastías del águila.
Aún hoy repercute en las montañas el eco profundo de los nombres venerados de Manitú, el dios eterno y de Masson, el hijo del dios vivo. Han quedado allí, como símbolo eterno.