Curso XXVI - Enseñanza 11: La Corte de Catalina de Médicis
Suprimidas las Órdenes Militares, semi esclavizadas otras, destruida por la Inquisición toda investigación psíquica, las Órdenes Esotéricas languidecieron y encarnaron en los alquimistas del renacimiento refugiados en los diversas cortes de Europa, sobre todo la de Francia.
Fue Catalina de Médicis quien los reunió a su alrededor, e hizo posible la conservación de la sabiduría esotérica.
De ambición inconmensurable, Catalina de Médicis tenía el fin de reestablecer la grandeza de la casa real y para ello empleará todos los sistemas, sean o no buenos. Autoritaria y fatalista, no podía ser guiada ni por el catolicismo ni por el protestantismo. Sólo delante de un astrolabio, ante los espejos mágicos y los círculos geóticos, ella inclinará su soberbia preeminencia. Siempre enigmática y misteriosa, buena, mala o cruel (muchas veces guiada por las ciencias ocultas), alternativa o simultáneamente, esposa, madre y dictadora. Sin ninguna de las debilidades físicas o morales características de su sexo, poseerá las más altas cualidades de un administrador de Estado.
Acorralada entre el republicanismo hugonote y la tradición católica, sabrá guardar el trono de los Valois por medio de combinaciones cuyo arte provoca aún hoy envidia a los más hábiles políticos. Será la autoridad fuerte, inflexible y clarividente, rápida en sus decisiones, no temiendo emboscadas, injurias ni terribles medios de acción empleados en su contra. Llegará a exclamar: “cuanto más muertes, menos enemigos”, resumiendo esta frase de una carta dirigida a Gordes, todo su carácter de mujer que colocaba su dignidad de Reina-Madre sobre todos los sentimientos.
De moderada coquetería, fuera de su marido e hijos, no se le conocen otros amores. Y aún a éstos sólo les acuerda arranques de ternura mientras tienen una edad en la que no pueden aprovecharse de ellos para relajar su autoridad, suprimiéndolos tan pronto llegan a ser capaces de gobernar. Sin embargo, desfallecerá ante su hijo Enrique III, que paga su cariño profundo con ingratitud. Por lo tanto ella tiene un solo ideal: la corona de Francia, su dignidad y orgullo, tanto como su deber. El cetro reúne, pues, todas sus alegrías a pesar de los combates diarios y perpetuas duplicidades que hay que crear o destruir a su alrededor. Formada al contacto de la turba revolucionaria, Catalina es natural partícipe de los Médicis ardientes y luchadores políticos, que vive en lucha desde la infancia, desarrollada en medio de los odios desencadenados por el despotismo de su padre.
Bárbaros han sido los hombres para con ella: a los nueve años, prisionera en un convento, Bautista Cei propone atarla desnuda sobre los muros de Florencia, entre dos almenas, expuesta a los cañonazos de los sitiadores y Bernardo Castiglione juzga insuficientemente infamante esta propuesta, insinuando dar término a la discusión librándola a los soldados extranjeros para que la deshonren violándola. Con estos antecedentes ¿puede Catalina considerar que la bondad, la generosidad y la piedad humana constituyen la belleza de la existencia?
Casada, no fue feliz. Enrique II no la consideró sino como un ser útil para la perpetuación de su raza. Su vibración amorosa, su admiración y sumisión amante, la dio enteramente a Diana de Poitiers. Catalina fue el accesorio obligado, impuesto por las exigencias y los intereses políticos de un trono.
A fin de conservar la buena voluntad de su marido, Catalina llegó a vivir un gran acuerdo con la amante de Enrique II. Su esterilidad -su obsesión-, le hizo ponerse al principio en manos de los médicos de la corte pero, la ignorancia de éstos, hizo que se echara en brazos de los grandes misterios, a los que se sentía atraída por atavismo de familia y raza. A la consulta de adivinos y tarots, se unían brebajes mágicos y pociones medicinales de toda clase.
Cuando todo parecía vano entra en escena el infatigable y sabio médico Juan Fernel, que sacrificó a la ciencia médica de su época y a las matemáticas, su fortuna, placeres y salud, con convicción y desinterés ejemplares. Tan grande era el número de enfermos que afluían a su casa que, a veces, debía comer de pie, escuchando a sus consultantes, ricos y pobres, con enorme paciencia.
El remedio que Fernel aconsejó a Catalina -parece ser la cohabitación durante determinado período-, hizo que naciera el primer hijo, diez años después de casados. Y llegaron a diez los hijos que tuvo.
Si durante los primeros años de su reinado había soportado pasivamente a Diana de Poitiers, su rival, sobrepasó sus celos tan pronto fue madre, encerrándose en sus deberes de esposa sumisa y madre devota, consagrándose únicamente al cuidado de sus hijos. Pero luego del desastre de San Quintín, reaparecerá en escena nuevamente y, cuando todos desesperan, ella sabrá reavivar la energía abatida, arrancar al Parlamento una fuerte suma con su viveza y elocuencia y atraerse, en un solo día, toda la opinión pública.
Pero todo su poder está en la fe de que ella es una predestinada y que le son enviados maestros para que la guíen. Nostradamus influyó notablemente en ella.
La muerte de sus amigos, los duques de Guisa, asesinados por orden de Enrique III fue duro golpe para Catalina y que influyó sobre su salud, cayendo enferma para no levantarse más. Una neumonía de rápido curso causó su muerte, que se produjo, sin gran sufrimiento, rodeada de sus servidores, el 15 de enero de 1589.
Su ataúd de plomo debió esperar 20 años para ser trasladado a la real sepultura que bajo sus mismos ojos ella había mandado construir en la basílica de Saint Denis, pues a su muerte fue sepultada, con pocas pompas, en tierra, lo que no era de estilo para con las personalidades de la época.
Enrique III comprendió bien la enorme pérdida que significaba su muerte y para Catalina fue gran consuelo no ver el derrumbe de toda su obra política, acontecido pocos meses después de haber desaparecido, con la caída de los Valois.
De este ser cuya vida fue tan agitada, dominada por el deseo de gobernar, tan intrigante como diplomática, indulgente e implacable, supersticiosa y crédula, católica y hugonota, tímida y astuta, siempre impenetrable, escapan, sin embargo, cualidades incontestables de energía, fina inteligencia y clarividencia, que le permitieron no temer jamás a los peligros ni a los azares de los combates políticos y religiosos, aún cuando temió a los humanos tanto como al porvenir, llevándola hacia los oráculos de astrólogos y magos.
Pero su mérito más grande es haber permitido desenvolverse a su alrededor hombres como Nostradamus, Cornelio Agripa, Jerónimo Cardan, los Ruggieri, etc.