Curso XXV - Enseñanza 6: El Aristotelismo de Maimónides

Maimónides, Rabí Moisés ben Maimón, nació en Córdoba de España el 30 de Marzo de 1135.
Su primer Maestro fue discípulo del gran filósofo Ibn Badra y eran sus compañeros de estudios el Gran Visir Abu Bevier y el hijo del célebre astrónomo de Sevilla Abu Majmad Drabar.
Maimónides introduce el Aristotelismo entre los sabios judíos y así es posible adaptar la cultura griega al mundo religioso. Indudablemente abre el camino para que los cristianos realicen con Santo Tomás de Aquino la gran obra del conocimiento aristotélico adaptado al dogma cristiano.
En el año 1148 tuvo que huir de su ciudad natal, tomada por los almohades y de allí empezaron sus largas peregrinaciones.
A los 23 años ya escribía un comentario sobre la Mischna. Vivió en Jez, en el Norte de África, y luchó para que los judíos no abandonaran la religión de sus mayores.
Su actividad en el campo de la medicina fue tan conocida que Ricardo Corazón de León le escribió invitándolo a ir a Inglaterra.
Murió a los 70 años el 13 de Diciembre de 1204.
En verdad, si juzgamos la obra de Maimónides excluyendo solamente algunos de sus trabajos sobre el arte de curar, toda ella es esotérica. ¿No es oculto, acaso, el estudio del alma, sus virtudes y sus vicios, sus poderes y sus debilidades, las enfermedades que puede padecer y los remedios prescriptibles?
¿No es esotérico el estudio de la providencia y su forma de manifestarse sobre los seres y las cosas?
¿Y qué decir del minucioso y límpido razonamiento con respecto a la existencia de Dios?
No obstante revélanse en la obra de Don Moisés ben Maimón, dos aspectos: el exotérico y el esotérico.
El primero se percibe especialmente en la Mischne Torah, compendio de ley oral, transmitida de generación en generación hasta él y código clasificador del contenido jurídico disperso en los dos Talmuds y en los escritos de los estudiosos sucesores de los rabinos, hasta su época.
El otro aspecto se halla en la profundidad del vigoroso razonamiento que Maimónides expone en su “Guía de los Descarriados”, verdadero arcano de su sistema, hecho de la filosofía helénica y árabe y del profetismo bíblico.
Era el siglo XII. Largo tiempo había transcurrido ya desde que los judíos fueran desalojados de la Palestina y diseminados por el mundo.
Una gran comunidad se había establecido en España, otra en el Norte de África y Asia Menor. Algunas se habían internado en Francia y se fueron extendiendo hacia el Norte de Europa.
Las colectividades judías de España se hallaban vinculadas con la Judea y Babilonia donde funcionaban los grandes centros religiosos y espirituales; pero las persecuciones de que eran víctimas y que las obligaban a emigrar continuamente, hacía que se dispersaran y alejaran del foco que las mantenía unidas por el monoteísmo de su religión, su fe en la venida del Mesías y las prescripciones de la Torah.
Era necesario, entonces, que un gran espíritu concentrara en su derredor la angustiosa mirada del pueblo; y ese espíritu no solamente debía tener una privilegiada inteligencia, sino también una intensa fe en Jehová y su profeta máximo, pues su misión consistiría, además de unir a la familia hebrea en los postulados de su religión, en renovar íntegramente al judaísmo, infundiéndole nuevas y más racionales convicciones que lo habilitaran para la lucha. Para ello tendrá que dar a la religión judía un contenido científico-filosófico, que hasta entonces no tenía en una forma global y orgánica, sino disperso en las elucubraciones de los talmudistas y las polémicas de los tanaim y de los rabinos. En una palabra: un espíritu capaz de abarcar semejante obra deberá ser un Iniciado, como lo fue Maimónides.
Pero su obra no es solamente judía. Ella pertenece a todo el género humano. Explícase así su influencia en la filosofía judía de los siglos XIII y siguientes; sus huellas en la escolástica cristiana y también en algunas de las más altas manifestaciones de la filosofía moderna. Su faz esotérica se halla quizá en aquella parte de su obra que saliendo del limitado marco de la religión, ha abarcado proporciones mucho mayores y sólo ha podido ser comprendida por sus discípulos o por los seres avezados en los conocimientos esotéricos.
Lo fundamental del sistema de Maimónides no es original de él sino que fue tomado de Aristóteles, a quien conoció a través de los filósofos árabes, y siguió en parte, separándose en otras en lo que contradecía el dogma o revelaciones de la ley mosaica.
De allí su racionalismo, su profunda lógica, su cientificismo tan maravillosamente aplicado al estudio de la Torah, del Talmud y de la tradición oral.
Pero el mérito de Maimónides no consiste precisamente en la interpretación de la filosofía aristotélica ni en la aplicación de su sistema al estudio del judaísmo. Su valor reside en la consecuencia moral que halló en las premisas aristotélicas, a las que asoció una idea de origen árabe, extremando todas hasta el máximo.
“Todos los cuerpos que se hallan debajo del cielo son compuestos de materia y forma”. La forma, “forma natural”, es la esencia de las cosas, es aquello por lo cual la cosa “es lo que es” y se distingue de las otras que no son de su especie. “No ves nunca la materia sin la forma o la forma sin la materia, sino que el hombre con su intelecto distingue los dos elementos de todo cuerpo existente y sabe que está compuesto de materia y forma”.
La materia es de tal naturaleza que la forma no permanece constantemente en ella, sino que continuamente se despoja de una forma y asume otra.
El alma de cada cosa es su forma y el cuerpo es la materia de que esta forma se reviste. Por tanto, cuando el cuerpo -que está formado de los elementos- se disgrega, el alma perece, pues sólo existe junto con el cuerpo y no tiene existencia permanente más que en “la especie”, al par de las otras formas.
El alma es una, pero desarrolla múltiples actividades, a las que comúnmente se les denomina partes del alma, pero que no son tales porque el alma es una. En tal sentido, las partes del alma son cinco: la nutritiva, la sensitiva, la imaginativa, la apetitiva y la intelectiva. Las primeras cuatro son comunes al hombre y a las otras especies de animales por cuanto cada especie de animal tiene un alma. La quinta es exclusiva del hombre.
De lo expuesto resulta que sólo una diferencia hay entre el alma individual humana y las almas de los animales y ella consiste en que la primera es más rica, posee el intelecto; pero en su esencia tanto una como la otra son formas adherentes a la materia con la que perecen cuando ésta se desintegra, incluso la parte intelectiva.
Si Maimónides se hubiera detenido en las ideas aristotélicas precedentemente enunciadas, no hubiera dado al mundo su gran sistema ético, su nueva tabla de valores morales. Mas él había tomado de los árabes una idea cuyas consecuencias llevó mucho más allá de lo que sus mismos autores supusieron. Consistía ésta en la concepción del intelecto en potencia o primordial, el intelecto en acto o adquirido y el intelecto separado.
El hombre al nacer tiene una parte intelectiva -la parte intelectiva del alma-, que perece conjuntamente con el cuerpo. Esa fuerza es una predisposición que torna al hombre capaz de aprehender las cosas inteligibles. Se deteriora, como se ha dicho, si se conserva en su estado de predisposición, sin traducirse en acto. Pero si el hombre la emplea en la comprensión de las cosas inteligibles, entonces el intelecto pasa de la potencia al acto y adquiere “una existencia propia, eternamente permanente”, como esa percepción que ha recogido y “que forma una sola parte con él”. Tenemos entonces el intelecto primordial, que es energía en el cuerpo y el intelecto adquirido, que no es fuerza corpórea y por lo tanto no sufre con éste, sino que es eterno, como los “intelectos separados” del mundo superior.
Si la forma natural es la substancia esencial por la cual cada ser es lo que es y se distingue de los otros, el intelecto adquirido que da al ser que lo posee una existencia eterna, es la substancia del ser que lo ha logrado, es su forma verdadera. La forma común a todos los seres es el alma sujeta a los padecimientos del cuerpo, el alma del nacimiento. El alma del ser que posee el intelecto adquirido no es ya más que una especie de materia y su esencial forma es el conocimiento suplementario, la forma del alma.
Maimónides, siguiendo a los árabes, comienza por distinguir, pues, en el género humano dos especies y sienta las siguientes conclusiones: el hombre se distingue de los animales en cuanto tiene una forma particular, mientras el carácter de su forma es análogo al de la forma de las otras especies de animales, que todas terminan en el individuo, mientras que la forma particular de aquél que posee el intelecto adquirido tiene un carácter especial: que vive eternamente, aún separado de la materia.
Además deslinda Maimónides el contenido y el modo de la inteligencia mediante la cual el hombre llega al intelecto adquirido.
Si la comprensión de los inteligibles y la formación entre el intelecto y ellos, de una sola unidad lleva al intelecto de la potencia al acto y hace eterno al ser, los inteligibles deben contener objetos existentes en acto y de una extensión eterna. Excluye entonces Maimónides del complejo de los inteligibles, las ciencias abstractas que no explican cosas existentes -como la lógica y las matemáticas-, y las ciencias que enseñan lo que no existe, sino lo que se ha de hacer para alcanzar ciertos fines, como la ética y la estética, como también el conocimiento de las formas individuales que son de una duración pasajera, en cuanto se adhieren a la materia.
Los inteligibles cuyo conocimiento conduce al intelecto en acto son aquellos cuyo contenido es la realidad verdadera y eterna, como las formas de las especies, las substancias celestes y las formas separadas -Dios y los ángeles- que son eternos.
Con respecto al modo de la inteligencia, establece Maimónides, que el hombre llega a la inteligencia de las cosas mediante el acto del intelecto mismo, por medio de la razón y no por actos de fe solamente, porque faltaría precisamente la compenetración del intelecto con lo inteligible.
Teniendo presente lo enseñado por Aristóteles respecto de la forma y de la materia, de la adopción del sentido de la forma al del intelecto con sus diferentes grados y de la opinión aristotélica de que el fin próximo de todos los seres del mundo inferior es el hombre, Maimónides extrae las siguientes conclusiones morales:
El fin de la existencia humana es producir lo más perfecto que producirse pueda.
Esta entidad perfecta es el hombre que posee el intelecto adquirido.
El máximo deber moral es, pues, que el hombre logre alcanzar el fin para el cual fue creado.
El bien moral es el logro de ese fin.
Una acción es buena o mala en cuanto coadyuva o turba al hombre en su esfuerzo de lograr el fin de su existencia, esto es: la traducción en acto de su intelecto.
Todas las acciones humanas sólo tienden a sostener la resistencia, a fin de que el ser pueda llegar al cumplimiento de esa única acción.
Pero, además del trabajo intelectual necesario para la realización del fin, es condición sine qua non el perfeccionamiento moral. De modo que en la escala de las buenas acciones se marcan dos direcciones: la una hacia lo especulativo; la otra hacia lo práctico, la acción. En la primera parte tienen importancia los estudios de las ciencias indispensables para el conocimiento del mundo; en el aspecto práctico aquellas obras humanas que conducen al perfeccionamiento moral. Las virtudes no son pues las extremaciones de alguno de los aspectos enumerados sino el camino medio que lo acerca al fin.
Maimónides ha introducido en su ética el elemento social.
Si el género humano puede dividirse en dos especies, la del intelecto en potencia e intelecto en acto y si la segunda especie se forma por una progresiva ascensión, larguísima y dificultosa, propia de los poquísimos, ¿cuál es el fin de la existencia de la mayor parte de la Humanidad que permanece en estado de intelecto en potencia? No se le puede atribuir a la naturaleza experimentaciones malogradas y observando la armonía y orden que en ella reinan forzoso es admitir un fin a la existencia de la mayoría. Y Maimónides encuentra el fin de esa mayoría en la escala evolutiva que conduce a la existencia perfecta; escala que es también medio para la continuidad del hombre después que él lo sea. Esos seres en potencia existen para servir al perfecto en las múltiples actividades que debe desarrollar y en formar la “sociedad para los sabios” a fin de que no sean solos.
De manera que mientras en la minoría selecta se concreta la forma más perfecta, la mayoría implica el instrumento para la creación de las condiciones necesarias para la existencia de esa minoría.
Establécese así un criterio moral más amplio y más factible de ser aplicado que el anteriormente expuesto, más popular: un criterio social.
Todo lo que es útil a la sociedad en el motivo de su existencia o de su misión, es bien moral; todo lo que es nocivo, es mal. A este criterio no pueden sustraerse ni la mayoría ni la minoría. La mayoría porque su existencia no tiene fin alguno fuera de la participación en la obra social cuyo objeto se ha establecido. Y la minoría porque debe velar por el mejoramiento social, ya que cuanto más perfecta sea la sociedad, tanto más frecuente ha de ser la emancipación individual del intelecto en acto y en proporciones mayores.
Todas las actividades humanas que contribuyen al perfeccionamiento social tienen importancia moral en cuanto ayudan a crear el ambiente necesario para que pueda actualizarse una forma más perfecta. La sociedad está entre las dos “especies” de hombres, cuyo enlazamiento constituye.
Estas conclusiones permitieron a Maimónides aproximarse racionalmente a la antigua concepción hebraica que atribuía a la vida universal el fin de la vida particular.

Fundador de CAFH

Las Enseñanzas directas de Santiago Bovisio quedan así depositadas en manos de los hombres, cumpliéndose de esta manera su mandato final= ¡Expandid el Mensaje de la Renuncia a toda la Humanidad! Que la Divina Madre las bendiga con su poder de Amor.

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