Curso XXV - Enseñanza 1: La Muerte de Cleopatra

Antes de comenzar el relato de algunas vidas de Iniciados del Fuego del signo del Pescador -la era en la cual el sentimiento jugaría un papel tan importante en la lucha entre el amor y el odio-, convendrá conocer la de un Iniciado del Fuego de la época precristiana.
Para ello se ha elegido a Cleopatra, una de las figuras históricas más discutidas. Su nombre ha venido a ser como sinónimo de perfidia, pues siempre los dioses se vuelven demonios en manos de los conquistadores.
En el signo de Apis, sobre todo a su término, la gran unidad expresiva de los valores directivos, culturales y espirituales, empezaba a resentirse, provocando en su resquebrajamiento un predominio de la mente sobre el corazón, predominio que se manifestaba como crueldad y despotismo, si bien quedaba en pie la antigua fuerza del poder y del valor.
Cleopatra encarna la decadencia definitiva de Apis, apareciendo con todas las deficiencias de su raza caduca y con toda la grandeza atávica de su extraordinario saber y responsabilidad directiva. Su obra es la de avivar la llama en la última hora para trasladar la antorcha a los anales akásicos y dejar su figura, enroscada por el áspid, incisa en la historia como testimonio misterioso del pasado.
Es la hora solemne de la muerte. Pero esta vez no es sólo la de la muerte de un ser, es la de una Reina Iniciada. Hora de la muerte de Cleopatra y, con ella, la del reino egipcio, de la dinastía de los Tolomeos y de la raza poderosa de las pirámides.
Alejandría, que Cleopatra quiso volver a levantar como cabeza de Oriente y ejemplo del mundo, último baluarte de los faraones helenistas conquistados por los romanos, está rodeada por el hielo de la muerte.
Ya el pan de Dios, la sabiduría de los libros -encarnada en su grandiosa biblioteca- no existe; se la llevaron las llamas de un gran incendio.
El potente faro que iluminaba su puerto y que se encendía misteriosamente, movido quién sabe por cuál fórmula sacerdotal de corrientes eléctricas, también ha sido destruido.
Las cúpulas de oro de la gran ciudad están envueltas en un manto fúnebre. Fantasmas se aparecen sobre la noche anunciando el próximo fin y fuerzas sísmicas sacuden la tierra durante varios días, como presagio de un terrible advenimiento.
¿Y no es presagio de muerte la silenciosa desesperación de la Reina? Cleopatra no pide ya a los Reyes de Oriente que se unan a ella y vayan en su auxilio para derrotar al enemigo latino; ya no urde tramas, ni prueba venenos mortales, ni ciñe su corona sobre las sienes.
Es demasiado grande su tranquilidad para creer que se ha resignado a la derrota y a la pérdida de su reino.
Además sus fieles la oyen murmurar: “No me arrastrará tras de él; no me llevará en su cortejo”. Octavio daría su mano derecha para entrar en Roma trayendo atada a su carro a la Reina de Egipto, como ya César había hecho con su hermana Arsinoe.
Pero a ella no; será reina hasta el fin.
Aún en la tarde fúnebre, cuando marcha hacia el Mausoleo para encerrarse en él toda vestida de azul -luto de las viudas de Egipto-, una secreta inspiración la alienta: que el poder espiritual de los faraones pueda dominar el poder de las armas y de la organización de los romanos.
Con ella están los tesoros de Egipto, el cuerpo de su esposo Marco Antonio y sus más fieles amigos y servidores.
Arrodillada sobre el sarcófago que encierra el cuerpo del hombre que tanto amó, no son de dolor sin embargo sus lágrimas.
Una mujer así no puede sufrir por amor.
Ella tiene un ideal; ella sólo pertenece a su ideal: reconstruir la grandeza de Egipto.
Este fue el gran delito de Cleopatra: ser fiel a su ideal.
Quiso revivir el poder de los egipcios, herederos de los Atlantes; restablecer el reinado de la sabiduría del espíritu. Pero fracasó.
Para lograrlo ha pasado sobre mil muertes y mil claudicaciones. Se ha sobrepuesto a los sentimientos que hacen agradable o desagradable la vida diaria; ha llegado hasta el umbral de la divinidad mental. Pero tiene que dejar paso, ahora, a la era del odio y del amor.
Toda la potencialidad de su fuerza mental en la última hora está reconcentrada en esto: o mantener su reino o saber morir como Reina y trasladarse voluntariamente al mundo astral, con toda la grandeza de su poderío y de su cortejo.
Los espías de Octavio -que quieren conservar su vida a toda costa-, la vigilan estrechamente; pero la Reina, en calma, piensa.
Habiendo sido educada por los Sacerdotes de Amón, que conocen los resortes más secretos del cuerpo humano y también el arte de morir, no puede ella usar de este postrer recurso porque el juramento iniciático la ata a otras seis personas que deberían, en tal caso, morir con ella. Si uno muere los siete deben morir. Existía entre los juramentos un lazo magnético que no permitía hacer efectiva la fuerza destructora en el organismo si los siete no lo consentían al mismo tiempo.
Se concentra más y más.
Su única esperanza de salvar la grandeza de Egipto está puesta en su hijo Cesarión, que huye. Pero cuando se da cuenta que ha sido traicionado y muerto, pierde la Reina toda esperanza de salvación.
Sólo le queda un último triunfo: morir de muerte psíquica.
Los poderosos y organizados romanos, tan grandes energéticamente como pobres en sabiduría, no comprendieron jamás el misterio de la muerte de Cleopatra y tuvieron que conformarse con creer que una culebra la había envenenado, construyendo luego una estatua que representaba a la Reina Iniciada en esa actitud.
Es que el fiel discípulo de la Reina, cuando el emisario romano se presentó a reclamarla, contestó irónicamente: “Ha muerto. La serpiente divina le ha picado”.
Y verdaderamente así había muerto. La serpiente interior del poder vital, impulsada por la voluntad consciente de Cleopatra, la había herido de muerte a ella y a sus seis compañeros.
Así murió Cleopatra. Así, consciente, entró al reino de las sombras con su cortejo real.
Pero hay algo que aclarar. ¿Dónde había aprendido el misterio excelso de la consciente transmutación?
Fue ella educada por los sacerdotes del Templo de Armakis, en donde se conservaba el colegio sacerdotal más antiguo que descendía en línea directa de los antiguos sacerdotes atlantes.
Si bien estos sacerdotes fueron en principio enemigos acérrimos de los Tolomeos y facilitaron la muerte y la desgracia de más de uno de esta familia, tuvieron, sin embargo, que rendirse ante sus descendientes que se habían adaptado a las costumbres egipcias íntegramente y eran, por su espíritu dominador y vigoroso, los únicos que podían defender el tambaleante trono de los faraones.
Lo demuestra la costumbre que habían adoptado, completamente egipcia y faraónica, de casar a los hermanos entre sí para que dirigieran el destino del reino.
Cleopatra, reencarnación de la antigua reina atlante de Soma Mù, unía a la desmedida ambición para reinar y a su extraordinaria belleza física, la concepción clara de que Egipto estaba por perecer frente al Imperio Romano si no lo impedía el esfuerzo poderoso de alguno de sus dirigentes.
Ella reunió en sí este esfuerzo supremo.
El lema de toda su vida fue éste: o conservar la grandeza de Egipto íntegra o llevar consigo, a través de la muerte, la dignidad y la grandeza del reino fenecido.
Desde los catorce años fue educada en el Templo, donde le fueron enseñadas las doctrinas secretas de matar a los enemigos y de destruirse a sí misma si fuera necesario. En una palabra: le fueron entregadas las llaves de la vida y de la muerte.
El sumo sacerdote de Armakis, que le ha enseñado el secreto, tiene también la llave del Tabernáculo donde se guardan los tesoros intactos de Ramsés II y con ellos la maldición que llevará aquél que llegue a tocarlos.
Pero ¿como podrá conquistar y hacer frente al poderoso Imperio Romano una Reina sin riquezas?
Toma el lugar del Sumo Sacerdote y jura usar el tesoro solamente por la grandeza de Egipto. Este acto, pese a ser realizado por una fuerte inspiración idealista, no la libra de cargar con las fuerzas del mal provenientes de las emanaciones negativas que envolvían las tumbas faraónicas.
Y llegará el día en que ella usará los tesoros del Templo para salvar desesperadamente la herencia de los Tolomeos.
Al cumplir este acto extremo Cleopatra llevará consigo en su séquito al mundo astral también los poderes del mal de la vieja raza.
Es preciso mirar al Iniciado del tiempo de Apis en sus dos aspectos: grandeza en el bien y en el mal, pero fiel, sobre todo, a su ideal.
Regiamente la Reina ha preparado todos los detalles de la última hora. Se ha colocado sobre las espaldas el manto real bordado de amarillo y blanco y salpicado de zafiros. Se ha puesto sobre la cabeza la triple corona faraónica que señala el dominio sobre el mundo, sobre los muertos y sobre los espíritus.
Ha hecho cerrar herméticamente todas las puertas del mausoleo y se ha colocado sobre su trono, rodeada de sus fieles discípulos.
Resueltamente están dispuestos a pasar al país de la muerte.
Se miran fijamente en los ojos el uno con el otro y un estremecimiento ligero recorre los miembros y especialmente los hombros de los místicos suicidas. Despaciosamente empiezan a adormecerse y a ser invadidos por el sueño tranquilo y agradable anunciador del fin.
¿Por qué no mueren aún?, se pregunta el fiel discípulo que tras de la puerta aguarda la hora solemne. Es que todavía la conciencia latente está recorriendo, retrospectivamente, los caminos de sus vidas.
Pero han terminado. Un grito, una sacudida, un caer supino, un sonreír…y nada más.
La Reina ha entrado en la región de las sombras.
Más allá vislumbra su nuevo reinado: el reinado de la paz.
Toda su cohorte la espera. Se adelanta primero el Sumo Sacerdote de Armakis: “Oh Reina -le dice-, aquí vengo a buscarte y a rendirte pleitesía. ¿Ves, tras de mí, esta infinidad de seres? Son tus súbditos; los que te acompañarán en tu nuevo reino. Tu sueño de poder y grandeza no fue vano. Aquí uniremos nuestras fuerzas, forjaremos una nueva grandeza y sabiduría y cuando sea nuestra hora volveremos a la Tierra, para realizar nuestros sueños en un mundo y un pueblo nuevos. Forjaremos un reinado en donde el amor de los Hijos del Pescador no signifique desprecio y humillación, sino belleza, poder y grandeza”.

Fundador de CAFH

Las Enseñanzas directas de Santiago Bovisio quedan así depositadas en manos de los hombres, cumpliéndose de esta manera su mandato final= ¡Expandid el Mensaje de la Renuncia a toda la Humanidad! Que la Divina Madre las bendiga con su poder de Amor.

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