Curso XXV - Enseñanza 13: Los Místicos de Port-Royal
No se puede hablar de la vida de Pascal sin antes describir a Port-Royal, que tan estrechamente vinculado fue al alma y a la misión de este gran Iniciado.
Cuando en 1602 entraba, en el antiguo monasterio del Císter, la nueva abadesa Angélica Arnauld de 11 años de edad, nadie sospechaba que una nueva era empezaba para la iglesia de Francia y el desenvolvimiento espiritual del cristianismo.
Era Port-Royal uno de los tantos monasterios de Francia, en donde las monjas, señoritas distinguidas, transcurrían su tiempo entre la conversación elegante, las vanidades mundanas y las fiestas.
Ser abadesa de un monasterio así equivalía representar una familia acaudalada, distinguida, la cual había logrado esta dignidad para su hija, a fin de proporcionarle honores, riquezas y alcurnia.
Sin embargo, la pequeña Angélica no se sentía feliz entre tantas delicadezas. Una tristeza desconocida consumía su suave rostro. Inútilmente las trece hermanas que componían la comunidad procuraban distraerla. Se sentía sola y con su vida vacía.
A la edad de 15 años la prédica de un franciscano sobre la pasión de Cristo despierta en ella un deseo irresistible de perfección y de reforma de vida. Poco a poco logra hacer sentir sobre las demás religiosas ese dominio irresistible de su personalidad, que ejercerá luego durante toda su vida sobre los seres. Logró así reformar paulatinamente al monasterio.
En estos tiempos era cosa admirable esta vida ejemplar en un convento de monjas. Hasta el padre de la joven y toda su familia se encontraron envueltos en el misticismo de la adolescente abadesa que, incorruptible, impuso la clausura, el silencio y la vida pobre y recoleta en su convento.
Port-Royal se va transformando gradualmente en el faro de la Iglesia de Francia. Todos los ojos devotos miran hacia allí, como hacia un puerto de paz y salvación.
Pero en 1619, de pronto, la fama de la madre Angélica sube hasta las nubes. En Maubuisson, la abadesa Angélica D’Estrées, con su vida disipada, escandaliza a su convento y a sus amigos, hasta que el clero, indignado, la saca de allí para recluirla entre las penitentes de París. La madre Angélica Arnauld es designada, entonces, para dirigir y reformar esta nueva comunidad. Es recibida allí fríamente y, cuando le ofrecen el lujoso cuarto de la abadesa, lo rechaza y se instala en la más humilde habitación, que queda cerca de las cloacas. Poco a poco atrae a las religiosas, impone las reglas y reforma el monasterio.
Pero una noche, la D’Estrées, que se ha escapado de las penitentes, acompañada de un ejército de caballeros amigos, se presenta a la puerta del convento, reclamando sus derechos. No se atemoriza la joven Angélica, ni quiere abandonar su puesto; mas, cuando a mano armada es invadido el claustro y ella duramente golpeada, abandona con toda dignidad la abadía, acompañada por treinta religiosas.
Su padre, Arnauld, corre, seguido por los arqueros del rey, al convento. Huye la D’Estrées con sus acompañantes y esa misma noche puede regresar la madre Angélica a Maubuisson, con sus religiosas.
Desde todos los conventos del Císter la llaman para que imponga las reglas y la vida ejemplar; pero es siempre a Port-Royal donde ella anhela volver y en donde encuentra la paz, el sosiego y la verdadera hermandad.
Un alma así, en las manos de un director suave, hubiera dedicado su vida a la contemplación pasiva. Esta parece ser su orientación cuando conoce a San Francisco de Sales y se pone bajo su dirección.
Pero también un alma así, en otras manos, puede convertirse en una gran batalladora. Y en tal se convierte esta fundadora y maestra del jansenismo, cuando, después de la muerte de San Francisco de Sales, conoce y se pone bajo la dirección de Saint Cyran.
Este venerable sacerdote había sido amigo íntimo de Jansenio, obispo de Ypres, que había escrito el comentario sobre la doctrina de San Agustín “El Augustinus”, en visible contradicción con la doctrina tomista.
Ni se imaginaba este obispo, al morir, que había dejado con su libro un arma que levantaría un fuego terrible dentro de la iglesia católica. Promulgando la supremacía de la gracia contrariaba el libre albedrío; de allí la gran lucha que sostendrían después los jansenistas, hijos de la austeridad y de la divinidad en su concepto abstracto, en contra de los jesuitas, pioneros de la fuerte e inquebrantable voluntad y el libre albedrío.
En pocas palabras y en sentido esotérico: los jansenistas todo lo hacen por intuición y por la ley de predestinación; mientras los jesuitas todo lo hacen por el análisis racional o ley de posibilidades.
Ni unos ni otros están exactamente en el medio ni en la razón; porque las dos leyes son indispensables y caben dentro del universo.
Desde luego que, periódicamente, en los grandes movimientos religiosos y éticos predomina una tendencia, ora otra, así como había pasado en el cristianismo con el advenimiento de Lutero y su fe en la predestinación.
A pesar de su contrarreforma, los católicos no podían dejar de ver los resultados beneficiosos, que tomaban fantásticas proporciones de quienes ellos, despectivamente, llamaban protestantes. La severidad del culto, el puritanismo moral, la obediencia ciega a la ley de Dios, el ascetismo que, saltando a pies juntos sobre la razón se asienta únicamente en la fe, no dejaba de admirar a los envidiosos romanos. Con pasión y ahínco eran sacados de los archivos los antiguos textos de San Agustín, fundador de la primitiva iglesia, que habían sido abandonados después de las normas aristotélicas y escolásticas.
El jansenismo era un poco de todo esto: vuelta a la fe ciega, al concepto de predestinación, a la severidad de las costumbres de los principios cristianos, basándose exclusivamente en la doctrina de San Agustín, como un querer implantar, dentro del credo romano, una reacción similar a la luterana, pero con fines completamente opuestos y ortodoxos.
En esos años aparece en el drama del mundo Blas Pascal. Nace en Clermont, en 1623; su familia, de severos católicos, lo educa en el más estricto sentido religioso. Pero un impulso natural e interior demuestra desde los primeros años de este Iniciado, cómo estaba destinado a descubrir grandes misterios físicos.
A la edad de 9 años, un cálculo algebraico solucionado por él deja atónito al padre, quien le otorga plena libertad para que se aplique a sus estudios favoritos. Desde entonces empieza esa búsqueda afanosa, que hará que Pascal pueda, científicamente, demostrar las teorías de Galileo y de Torricelli.
Sucesivamente evidenciará, con el experimento llamado de la vejiga, la existencia del vacío; dará la fórmula para demostrar la pesantez del aire y el equilibrio de los líquidos, base fundamental de la hidrostática.
En 1643 recién entra en la corriente Jansenista, después de oír un sermón del padre Singlin, discípulo de Saint Cyran.
Parece una contradicción que un hombre tan positivista en sus descubrimientos, se afiliara a ese cristianismo abstracto. Sin embargo es muy clara y consecuente esta espiritualidad. La razón dogmática de los jesuitas no puede llenar ni compartir la racionalidad práctica de este hombre que, si razona de las cosas positivas, necesita amplios campos de libertad allende la razón para volar por los espacios espirituales.
Su hermana Gilberta, la mayor, y su dulce y bienamada hermana menor Giacomette, son también atraídas por esta novedad religiosa tan en boga y tan discutida en los salones y en las aulas de París. Pero hay más. Giacomette se hace presentar a la madre Angélica y vehementemente desea hacerse religiosa. Esta idea espanta a Pascal, que se opone terriblemente y la aleja, momentáneamente, de sus nuevos amigos espirituales. Pero Giacomette vence todos los obstáculos y, después de la muerte del padre, toma el velo en Port-Royal, para transformarse en la hermana Santa Eufemia.
Empieza aquí el período de la vida mundana de Pascal. Es el hombre del día, buscado por todos; su aspecto etéreo, su cara lánguida y su porte distinguido le atraen la simpatía y el amor de las mujeres. La amistad del duque de Roanés le abre las puertas de toda la aristocracia parisiense y parece que con sus estudios, con sus cátedras y con sus amistades ha olvidado por completo la orientación espiritual; pero súbitas tristezas y descontentos le asaltan. Una rara enfermedad, que le afecta de vez en cuando y le deja dolorido y como paralizado, se le repite con frecuencia.
La noche del 23 de noviembre de 1654, estando en su habitación en la casa del duque de Roanés, donde vivía, una repentina luz invade su mente. Cae como en éxtasis. Seres maravillosos se descubren a él. Nunca podrá explicar lo que siente y sabe; pero desde ese momento, que él llamó de su conversión, ya su vida no perderá su verdadera orientación.
En el umbral de la nueva vida le espera, gozosa, el alma de su hermana religiosa, que le aconseja compartir la vivienda con los ermitaños de los campos, los jansenistas, que se asilaban al lado de Port-Royal. Entre esos señores busca refugio su alma, confiando su dirección espiritual a De Saci.
Mas, empiezan para los jansenistas los tiempos malos y de persecución. Los jesuitas los acosan por todas partes, hasta que consiguen que el Papa los condene, en 1661. Es un desbande general.
La madre Angélica había muerto por entonces, contenta, como decía, de huir de aquel mundo de iniquidades. Tres meses después, muere también, víctima del dolor, la suave hermana Santa Eufemia. Con los demás jansenistas, Pascal tiene que huir de casa en casa, siendo perseguido por todas partes.
Fracasa la obra espiritual, no siente deseos ya de vivir, ni quiere firmar la renuncia a su credo. Cada vez más su enfermedad lo acomete y atormenta hasta que, el 17 de Agosto de 1662, en la casa de su hermana Gilberta, rompe los lazos físicos y logra la tan anhelada libertad.
Hermoso ha de haber sido para él ese instante, cuando contempló que su obra no era un fracaso, pues había asentado sobre la tierra dos verdades que conquistarían al mundo: el predominio de la intuición y de la fe sobre la razón, y la necesidad de la demostración práctica de todo descubrimiento teórico.