Curso XXII - Enseñanza 5: Meditación Afectiva sobre “Los Dos Caminos” y “El Estandarte”
El ser que, con la ayuda de los Santos Maestros ha aborrecido su vida anterior y se ha hundido en el abismo de la desolación, tiene ante sí el Camino que lleva hasta la cima del Monte. No puede, entonces, permanecer sólo aborreciendo su personalidad y sentirse desolado entre un mundo que ha rechazado y el Cielo que vislumbra, porque el nuevo camino que enfrenta es una imperiosa invitación a la marcha liberadora.
Se impone, por eso, la reforma de su vida. Debe transformarse en el hombre nuevo para el Camino Nuevo.
Cuando una cosa se reforma algo de ella muere. Y cuando un ser quiere reformar su vida debe morir en aquellos hábitos que estructuraban su vieja personalidad.
Sus viejos hábitos hacían que fuera un parásito en el Jardín de Dios. Sus potencias personales estaban tendidas agresivamente hacia afuera, en una permanente actitud de defensa contra el medio ambiente y, al mismo tiempo, como un vampiro succionando todo lo que pudiera nutrir su personalidad.
Son estos hábitos los que deben morir y para ello ha de hacerse el ser nuevos hábitos. Pero cambiar los hábitos exteriores es cosa relativamente fácil si se los reemplaza por otros. El verdadero valor de los nuevos radica solamente en que sean capaces de favorecer la muerte verdadera, la interior.
Porque los hábitos interiores son los más difíciles de desarraigar: los afectos humanos, los pasados placeres, los triunfos que halagaron la propia vanidad, las viejas ideas, los prejuicios interesados. Todos ellos no pueden ser, como los exteriores, reemplazados por otros. Cada vez que el ser se desarraiga de uno de ellos, queda en su alma un vacío que sólo puede ser llenado por el Amor de la Divina Madre. Pero para que ese Amor Divino pueda realizar en el alma su acción colmadora el ser debe hacerse más y más puro, más y más debe morir su yo personal e ilusorio.
Ése es el verdadero Gran Desapego, aquél que es íntimo, interior, secreto; aquél con que el ser se desarraiga de hábitos que antes le parecían que eran su misma alma y que poco a poco, dolorosamente, él va dejando tras de sí como ofrendas a la Divina Madre.
Todo ese desapego, todo ese doloroso verter gota a gota su sangre humana, no es en vano.
La mirada exterior del Hombre Viejo ya no es su mirada. Ahora que mira como Hombre Nuevo, ha vislumbrado el Estandarte donde sabe que en luminosas letras está escrito su verdadero nombre, aquél que perdiera de vista cuando se cubrieron sus ojos espirituales con los velos de la ilusión.
El ser se identifica desde ya con ese Estandarte Sagrado. Fija su nueva mirada en él, marcha por el Camino. Ha aprendido que ese Camino pasa por el mundo de los hombres. Desde allí mira al mundo con mirada comprensiva y amorosa; vive en el mundo desde su nuevo puesto, pero ya no pertenece a él; es un extranjero que ama a todos los hombres, por el solo hecho de saber que existen por la Voluntad de la Divina Madre, es decir, los ama por lo que son en su esencia, pero no se apega a lo que aparentan ser.
Él ha hecho ya su Elección Única: vivir en el mundo, trabajar en el mundo, sin apegarse a los frutos de su acción.
Marcha por el místico camino que lleva a la cima de la perfección donde flamea el Estandarte con su Nombre Espiritual.
Al divinizar su vida, mientras vive y trabaja en el mundo, lo diviniza y lo transforma con el ejemplo de su desinterés por las cosas exteriores y materiales.