Curso XIII - Enseñanza 4: La Ascética Continuada
El Hijo que vive en el mundo necesita una gran ascética exterior.
Sólo haciendo de su vida exterior una ascética continuada puede alcanzar una vida interior rica y plena.
La ascética de la Oración consiste en transformar un acto esporádico en un estado permanente.
Es muy difícil alcanzar en el mundo un recogimiento profundo. Todo es incitación continua a volcarse hacia afuera. La oración debe consistir entonces, independientemente de los ejercicios propiamente dichos, en transformar lo exterior en interior, haciendo de todo puntos de reversión, enfoques reversibles del pensamiento.
Todo centro de interés exterior debe transformarse en un medio para un llamado interior. Toda esa actividad continua que es la vida en el mundo debe ser transformada por una oración de intención y de ofrenda.
Para lograrlo son indispensables puntos diarios de detención. Además de los momentos dedicados a los ejercicios de oración se necesitan otros distintos, imprescindibles para que se invierta el movimiento positivo y objetivo del alma. Se podrían llamar momentos de conciencia, de silencio, de aparente pasividad. Allí el alma se recoge toda en sí misma; retrae toda la fuerza y despliegue de sus potencias hacia su interior y se queda quieta. Pero cuidado con caer en especulaciones mentales; todo debe detenerse, hacerse silencio. Es un instante, nada más, pero que puede ser llenado rápidamente por una conciencia divina.
Esto nada quita a los ejercicios y a la disciplina exterior. El Hijo debe aprender a meditar bien y su disciplina debe ser espontánea; si no la oración sería hasta cierto punto algo ficticio y forzado.
La disciplina ha de ser su segunda naturaleza; pero no la disciplina rígida y dogmática, sino aquella que, siendo intolerante con uno mismo, es tolerante y comprensiva con los demás.
El Hijo expresa su amor a la Divina Madre a través de la veneración a los superiores, el respeto y cumplimiento del Reglamento y el método hecho vida en él. Sin embargo, a pesar de la vida totalmente activa en el mundo, no hay que dejar de iniciarlo en los misterios de la vida divina, no sólo en su interior, sino en sus experiencias humanas y aún sociales.
La participación interior que se predica sería una burla cruel si no se reflejara en la comprensión efectiva de los males humanos; si persistiera la separatividad, el egoísmo y el predominio de lo personal sobre lo universal y si, al mismo tiempo, no se buscara una solución práctica y efectiva a los males del mundo.