Curso VII - Enseñanza 10: Jalones de Fidelidad
Se define habitualmente la fidelidad como lealtad, como observancia de la fe que uno debe a otro; se la explica asimismo como puntualidad, exactitud en la ejecución de una cosa.
A su vez, lealtad significa también cumplimiento de las exigencias de las leyes de fidelidad y del honor.
Del sentido de las palabras fidelidad y lealtad surge claramente el significado e implicaciones que tienen en general y en especial en la vida espiritual.
Para practicar la fidelidad es necesario, por de pronto, que exista un llamémosle objeto a que ser fiel.
Este objeto, que puede ser inclusive puramente ideal, debe tener una manifestación tangible, concreta, que podríamos llamar ley, que circunscribe el alcance del objeto.
La observancia de esa ley, la exactitud de su cumplimiento, es en definitiva la forma concreta en que se practica humanamente la fidelidad.
Resumiendo, puede decirse que la fidelidad es la actitud al alcance del hombre actual, atado y sujeto a las limitaciones de la razón, para someterse, adherirse e inclusive asimilarse a conceptos y experiencias totalmente trascendentes.
La fidelidad, sentimiento y actitud íntima del alma, no se logra por un simple acto volitivo, sino que se desarrolla y florece por etapas sucesivas, encadenadas, que es necesario recorrer para lograr su plenitud.
La primera etapa comprende la aceptación íntima y total del objeto o principio que lo reclama. Es necesario pues lograr ante todo la sumisión perfecta. De no lograrlo quedarán siempre focos de resistencia, rebeldía y oposición que empañarían la entrega del alma, impidiendo su liberación.
La sumisión espiritual consiste pues en quebrar la voluntad personal, pues es entrega al objeto divino, el sometimiento al Superior que es el objeto tangible humano y el acatamiento y sujeción al Reglamento que es la divina ley dada al Hijo.
De no cumplirse este requisito, no será posible liberarse de las leyes humanas y de lo que ellas implican.
Pero, ¿qué ocurre al que lo logra? Las leyes humanas habrán perdido para él todo valor y significado y su vida estará ya sólo regida por una ley y voluntad divina.
El alma entra en una nueva etapa, en la que depende en todas sus experiencias y actos, de algo diferente de lo que corrientemente sujeta a los hombres.
La práctica de la fidelidad espiritual lo lleva a una nueva dependencia, distinta, divina.
Ya no escucha las palabras de los hombres. Todos sus sentidos apuntan hacia el mandato de la voz divina que acata con fidelidad.
Dicha leal y constante práctica va adecuando al alma a la ley divina, hasta que ella ya sólo vibra al unísono con ella.
El alma experimenta entonces la plenitud de la manifestación divina, y llega hasta los límites de lo que ha sido dado al hombre llegar.
Al llegar el alma a estos estados y por el acto de perfecto amor, el Hijo logra la semejanza con la divinidad a la que prometió fidelidad inicial, recogiendo el fruto de la virtud practicada y la ofrenda consumada.
No existe disolución en el principio absoluto, eterno, pero sí es posible lograr humanamente la experiencia de eternidad y semejanza cósmica.
Compréndase finalmente, que estos jalones de fidelidad, que llevan al alma hasta su más gloriosa realización, tienen esta posibilidad aun en los actos más humanos de la vida, y es allí donde el Hijo debe comenzar a practicarlos, sujetándose estrictamente a la letra, expresión y plasmación humana del Reglamento, sin lo cual será imposible percibir su sentido espiritual trascendente.