Curso V - Enseñanza 8: La Mística de la Ceniza de San Pablo de la Cruz
Lo más maravilloso y sorprendente de la vida de San Pablo de la Cruz es su extraordinario espíritu de renuncia, de absoluto desprendimiento de todas las cosas del mundo; tan grande que instituye en el mundo cristiano una congregación totalmente dedicada a lograr esa muerte mística, tan parecida a la muerte mística de las almas ofrendadas en holocausto para la redención de la Humanidad.
Oraba un día el joven Pablo en una humilde habitación de su casa, cuando en las luces del crepúsculo se le aparece una señora toda vestida de negro, con un velo de luto en la cabeza. Era de aspecto dulce y agradable, y vertía abundantes lágrimas. Quedó admirado Pablo frente a esa maravillosa visión y escapó al lado de esa señora que no era sino la Divina Madre, la Madre de todos los dolores y penas. Pablo oyó estas palabras: “Pablo, quiero que siempre lleves el luto por la muerte de mi Hijo Jesús. Quiero que siempre estés de duelo por los dolores del Hijo del hombre, que han sido completamente olvidados por los hombres. Quiero que no sólo internamente sino externamente lleves ese luto y ese duelo en tus vestiduras, en tu comportamiento, en tu modo de vivir, en todas tus cosas”.
El joven Pablo quedó completamente absorbido por esa visión y desde ese momento entregó su vida, su alma, sus posibilidades, a ese fin: llevar luto por los dolores y la muerte de Cristo; llevar duelo por el Señor que había sido olvidado por los mismos hombres que había venido a redimir.
Enseguida que puede abandonar el hogar y la familia se encierra en una pequeñísima habitación al lado de una pequeña iglesia abandonada, y después de una cuaresma de ayunos y penitencia escribe una reglamentación para su vida. Aquella reglamentación debía ser después la guía de la Congregación de los Pasionistas. Pero aún allí se le vuelve a aparecer la Divina Señora. Esta vez sobre su traje de duelo lleva una hermosa imagen, un signo; a la misma altura del corazón, lleva un corazón blanco estampado sobre el negro, sobremontado por una cruz blanca, y adentro se ven las iniciales del dolor que simbolizan el dolor de Cristo. Allí, bajo ese nombre, están los tres clavos de la cruz de Cristo.
Ella le vuelve a decir: “No sólo quiero que lleves duelo sino que tú mismo participes del dolor y de la muerte de mi Hijo, que vivas como si estuvieras muerto, crucificado; aún en tu físico te quiero muerto y crucificado. Lleva siempre este signo sobre tu corazón”.
Este joven había llegado a la renuncia ideal de todas las cosas de la vida, al abandono de los bienes del mundo, porque se había sentido inclinado a la devoción, porque Dios sobre todas las cosas le había dado un goce admirable, desde muy chico, de las bellezas y las gracias eternas. Su oración era una gloria, una devoción continua. Vivía en un goce extraordinario; nadie pudo gozar tanto como él a los pies del Señor. Decía: “No cambiaría yo un minuto de la felicidad que siento por todos los placeres que experimentan los hombres del mundo”. Pero no sabía qué duro camino tenía que recorrer para poder cumplir la Mística de la Renuncia, ese renunciamiento ideal que le había sido dado; tenía que ser un ejemplo vivo de la Renuncia si quería dejarlo en heredad a sus Hijos. Si lo hubiera sabido, a lo mejor no hubiera tenido fuerzas para enfrentarse con todos los dolores que tendría que padecer desde entonces.
A partir de ese momento desaparecieron los consuelos, las visiones, la devoción, y Pablo se vio sumido en un mar de tinieblas, de desconsuelo, de tristeza. Pero la peor tristeza era ver que, si bien en el fondo de su alma estaba seguro de su misión, su razonamiento, su intelecto, los consejos de todas las personas, le hacían ver que estaba engañado, que iba por mal camino.
Este inmenso martirio duraría veinte años. Toda una juventud martirizada, toda una virilidad padeciendo, siempre luchando entre la mente superior que le dice: “Adelante”, y la mente racional y humana que le dice: “Estás equivocado, no tienes éxito”.
Le había pedido mucho la Divina Señora, pero ésa es la Renuncia, la verdadera Renuncia; el gran saber de los héroes, de los santos, de los Iniciados.
Joven, Pablo, con sus reglas en las manos, camina de un lugar a otro, esperando encontrar donde asentarse, un alma que lo acompañe. Pablo de la Cruz es venerado por todos como un santo, todos le piden consejo, lo toman como director espiritual, pero no hay un alma que quiera participar de su vida. Dios misericordioso, la Divina Madre, aquella Madre que le había mostrado sus lágrimas, le ocultó ese largo martirio, todas las penas que le esperaban; quiso misericordiosamente no hacerle conocer todos los años que le faltaban para poder tener seguridad de que su renuncia no era la del vacío y de la nada, sino la verdadera vida mística para las almas que quieren la vida espiritual.
Abandona su lugar y su pueblo porque nadie lo quiere acompañar, hasta que la misericordia divina, teniendo lástima de él, le envía un hermano: Juan Bautista. Se junta con él en Roma, adonde había ido a parar San Pablo de la Cruz. Allí seguirá esperando, haciendo el bien, padeciendo. Allí mismo, en Roma, todos lo quieren, y conoce a grandes personajes, pero nadie lo ayuda en su obra.
Lo ubican en un hospital; parece que lo van a orientar hacia el camino de la pura caridad. Él espera allí años y años acompañado por su hermano. No tiene luces: Ella se esconde; no tendrá que verla. Tiene el sentimiento de estar equivocado; todo continúa, pero esa idea lo lleva a la más terrible de las desesperaciones. Pero a veces surge una luz y oye interiormente: “Pablo, estás muerto, crucificado”.
Veinte años de esperar, caminar, peregrinar. Hasta que en ese hospital, por un sabio consejo, empieza a estudiar para hacerse sacerdote. Con él estaba su hermano. El Cardenal protector del hospital lo ampara para que se quede como capellán en el hospital. Pasa por muchas pruebas hasta que un día, cuando ya es sacerdote, una fuerza grande hace que le pida al Cardenal protector que lo deje ir a la soledad.
Puede partir junto con su hermano, y sube a aquel monte Argentaro donde un día levantará su primera casa.
Pasarán diez años todavía, años de lucha, de padecimientos, de persecuciones, antes de que pueda iniciar el primer retiro pasionista. Allí todos lo veneran; las personas del lugar lo tienen por un gran santo. Muchas almas muy virtuosas lo toman como su director espiritual, pero todos huyen frente a esa vida, a esa mística de duelo eterno, de muerte en vida. Todos se espantan.
Pero tiene éxito. Ya tiene siete compañeros. Junto con su hermano ha venido otro hermano (Miguel), pero cuando todo parece florecer poco a poco esos hijos se cansan de esa vida de renuncia y mortificación, de ese vivir en unas piezas que son más bien chozas que piezas, de esperar que se edifique un convento, y se van.
Vuelven a quedar solos. Empieza a levantar el convento y se le quema. El obispo de la ciudad le niega luego el permiso que ya le había concedido. Cuando parece ya que hay un vislumbre de triunfo, cae enfermo de una enfermedad reumática tan terrible que lo lleva a las puertas de la muerte. Dice: “Estoy más muerto que los muertos; no tengo ni luz, ni ayuda, ni alivio. Aniquílame, Dios mío; he de ser muy malo y perverso cuando permites que tantas penas caigan sobre mí y en los que en mí confían”.
Ya es un hombre de cuarenta y tres años; ha luchado desde los veinte y está en el mismo lugar. Pero una mañana asoma entre los árboles de ese bosque de montaña un joven sacerdote de aspecto tímido, de poco cuerpo, de caminar vacilante, que pregunta por el Padre Pablo. Juan Bautista dice: “No podrá éste llevar nuestra vida, no puede ser una columna de este instituto”. Pero ésa es la piedra angular de la congregación. Será el más noble, el más fiel y observante de los primeros Hijos. Es como si hubiera caído Dios del cielo: llega el permiso esperado, se levanta la obra.
Por un tiempo Dios le alivia, vuelve la paz a su corazón; pero es por muy breve tiempo. Es como cuando hay nubes en el cielo y aparece el sol para ocultarse enseguida. Está dispuesto a sufrir, a ser un muerto. Tiene que aprender la doctrina de la Renuncia que enseñará luego a muchas almas. Esa enfermedad no lo abandonará jamás y durante otros cuarenta años tendrá que luchar.
Padece penas de muerte. Escribe a su hija predilecta: “…padeciendo dolores y martirios de infierno”. Este hombre que padece tanto no deja de predicar, de llevar a todas partes la palabra de Dios, predicando a Cristo y su muerte.
El padecimiento de Cristo y su muerte; ése será el Voto de sus hijos: predicar la pasión y muerte de Cristo.
Y ese hombre llegará a los ochenta años, tendrá fuerzas para fundar una congregación de la que el Papa Benito XIV dijo: “He aquí un instituto que ha de venerar siempre la Pasión y muerte de Cristo, un instituto que tenía que haber sido el primero en la Iglesia y llega el último”.
Su obra se propagará y extenderá a la parte femenina. Su instituto es al día de hoy un ejemplo por el espíritu de renuncia, de apartamiento del mundo. No viven en las ciudades sino van a predicar a ellas. Son hombres verdaderamente muertos al mundo, y su Orden ha hecho mucho bien a las almas.
Pero lo que interesa sobre todo es la mística de Pablo de la Cruz, de este hombre de acero. Dice: “Padezco penas de infierno”, y, sin embargo, está allí de pie dirigiendo su instituto, acompañando a sus Hijos, aconsejando al mundo. Para él no hay otro camino para la salvación del mundo que la Renuncia, el espíritu de sacrificio y de dolor.
Su mística se basa toda y sobre todo en la Renuncia. Hay que leer sus cartas a las almas que dirige para ver la grandeza de esa mística que muy pocos hombres han podido igualar.
Sus palabras son fundamentales: “No hay salvación ni hay perfección espiritual si no se lleva una vida apartada y mortificada”. Será muy combatido por eso; no admite que el alma pueda vivir la vida de Dios y la del mundo. “Aún para las que viven en el mundo no habrá salvación si no se desprenden de las cosas que parecen buenas y que se pueden utilizar”. Su mística es: sí o no.
“Si quieres llegar a la perfección has de sacrificarte”. “No esperes nada. Has de tener delante tuyo una cruz desnuda sobre la cual has de subir, para ser crucificado y muerto con Cristo”. Para seguir la senda de perfección, de la Renuncia, el alma se tiene que desprender de todas las ataduras, aún espirituales: devociones, prácticas espirituales que le gustan, consuelos interiores, modos de meditar, y únicamente ha de amoldar su vida a esa renuncia absoluta de todas las cosas. Cuando ha hecho este trabajo interior, cuando se ha despojado de todo, entonces tiene derecho a permanecer a los pies de Cristo para ofrendarse, para ser lavada en la sangre de Cristo y lavar con esa sangre a la Humanidad.
La iluminación viene después de la renunciación absoluta; la iluminación no es de gloria sino de dolor; da fuerza para resucitar, sublima cada vez más para ofrendar el dolor para la salvación de la Humanidad. La Unión es la Muerte Mística.
A sus hijas les dice: “No desee nada ni quiera nada; esté usted como muerta y crucificada”.
Los grandes seres se encuentran a pesar de las grandes religiones y conceptos. Dice lo que dicen los místicos tibetanos: “…sea un montoncito de ceniza a los pies de la cruz. Usted se lavó con la sangre de Cristo, se purificó con los padecimientos del Salvador, no queda su cuerpo, su ser, nada de usted, ni sus afectos. Que no quede nada más allí sino un montón de cenizas. Padecer, ser despreciado, ser abandonado de todos. Aún más, ser pisoteado de todos. Ese es el gran bien, el único bien”.
Esta es la mística de Pablo de la Cruz, tan parecida a la del Hijo Ordenado, con el espíritu de desapego que han de practicar los Hijos.
“Aún en lo exterior ha de ser usted mortificada”, dice a sus hijas. No sólo visten de luto; no pueden llevar nada blanco, ni un cuellito. “No sólo vestir de luto exteriormente, sino también interiormente: nada ve, nada oye, nada escucha; no quiere que nadie se le acerque”.
Estar siempre de duelo; ésa es la misión de los Hijos de la Pasión.
En un pasaje de una carta que escribió a una hija, la primera Superiora de las religiosas pasionistas, dice: “¡Qué gozo es poder padecer sin tener consuelo ni del cielo ni de la tierra! Tenga en gran estima padecer y dele gracias por ello a Dios. Ofrézcase frecuentemente como víctima de holocausto al Señor sobre la cruz, y allí acabe de morir en Cristo con aquella muerte mística que lleva consigo una nueva vida. Vida de amor, vida deífica; poder estar unido por la caridad al sumo bien, en el que se esconde la más preciosa perla de amor. Sea su vida un puro padecer. Yo no dejo ni dejaré de rogar al Señor según sus intenciones -le escribe cuando ella estaba muy afligida- pero quisiera que no ponderase tanto sus pequeños trabajos y sacrificios. El verdadero y puro amor de Dios hace siempre parecer poco todo lo que ofrecemos al Altísimo. Usted todavía no está muerta del todo y, sin embargo, el Buen Dios con los padecimientos que permite que usted sufra, pretende que muera usted de verdad; mas le da de sufrir para que muera con muerte mística a todo aquello que no es Dios, y que se porte como muerta: sin lengua, sin oído y sin ojos; y así como un muerto cuando se le ha sepultado es hollado por todos, así usted, como si estuviera muerta y sepultada, déjese pisotear y convertir en abyección y oprobio de la gente”.
“Me alegra saber que su nuevo director la trata con aspereza. ¡Oh, qué buen amigo ha de ser éste de Dios que quiere darle los últimos golpes de mano a la estatua y embellecerla para la galería del cielo!, y por eso no permite que quiera darle ningún consuelo sino que emplee el cincel más fino y cortante para pulimentar bien la estatua”.
“¡Oh, qué excelente! Aprovéchese pues de tan preciosa ocasión, déjese mortificar, reprender, tratar con toda severidad y aspereza y procure portarse siempre como verdadera sierva del Señor: siempre callada, siempre humilde y rogando a Dios que no le prive de ese instrumento de dolor hasta que no esté terminada la obra que Él quiere hacer con usted”.
En esta carta se puede apreciar el espíritu místico de un maestro de la mística del corazón y la renuncia.