Curso V - Enseñanza 5: Efectividad Posesiva de la Renuncia
La Renuncia es la verdad única que le es dada conocer a los hombres porque es la parte completamente opuesta al apego que es falsedad, ignorancia, sobre el cual asientan los hombres su conocimiento.
El deseo de vivir permanentemente, el creer que el mundo es un bien durable es causa de todas las miserias, de todo el dolor y de todo el mal del mundo. El Universo no es más que un gran devenir, un cambio continuo, un empezar y terminar, un nacer y morir. El hombre asienta todo su conocimiento sobre la ilusión, como si el mundo no fuera un devenir sino una permanencia, como si los bienes no fueran cambiantes sino estables, como si la vida le perteneciera.
Este sentido ilusorio e ignorante de permanencia y estabilidad sobre la tierra es causa del apego de los hombres a las cosas materiales, de que establezca una diferencia entre él y los otros. Esta diferencia le crea la ilusión de que es dueño de algo. El querer ser dueño de algo trae consigo un mal tan grande, tan gran ignorancia, que hace que el hombre padezca, sufra, no encuentre consuelo, y que quiera apegarse cada vez más, aferrarse desesperadamente a aquellas cosas que le han sido dadas por un instante, a las cuales no tiene que apegarse porque no son suyas, aunque él crea que son completamente suyas.
La Renuncia es la verdad porque hace que las almas se desapeguen de los objetos internos y externos que son ilusorios.
Pero este admirable acto de desprendimiento de todas las cosas, este don divino de desapegarse en vida de todo lo que hay que abandonar antes o después, esa flor de la Renuncia que es el desapego, ha de establecer en el alma algo inmutable, que no cambia, que queda, que permanece: la seguridad absoluta de la posesión de la Verdad, de la posesión del único bien, del bien de la Renuncia.
No se puede imaginar entonces a un Hijo Ordenado con apegos a las cosas del mundo, que todavía tenga la ilusión de tener alguna cosa, de poseer algo sobre la tierra. Los hombres tienen muchos apegos, padecen mucho por ellos, pero tienen una excusa: la de que ellos asientan su conocimiento sobre la falsedad, la ignorancia. Ellos no miran al sol, sino la sombra que refleja el sol sobre la pared. Sus apegos son causa de sus dolores, su miseria es causa de sus ataduras. Mas esta miseria tiene una justificación, y hasta se puede admirarlos por su valor y entereza. Pero apegos en las almas consagradas, en aquéllas que conocen la Verdad, eso adquiere casi el aspecto de una gran infidelidad.
Pero, sin embargo, si aún así se pudiese tolerar y perdonar ciertos apegos del corazón que a veces los mismos Hijos consagrados aún no saben distinguir, no se pueden tolerar los apegos del conocimiento, de la mente.
Cierta vez un Hijo preguntó a su Director Espiritual si no le hubiera gustado aprender cierto idioma. Él se quedó mirando a ese ser que había hecho Voto de Renuncia y que aún preguntaba si le gustaba una materia, y le respondió: “¿Acaso el día que me ordené admití que había algo que me gustaría? Desde luego que me hubiera gustado, pero un Hijo Ordenado no puede apegarse al conocimiento. Cuando era joven me había gustado viajar, estudiar, conocer, etc., pero estudié lo que era necesario para cumplir mi misión y nada más”.
El concepto de desapego ha de ser algo tan claro y fuerte en los Hijos que ni pueda ocurrírseles apegarse a algo, aun si fuera intelectual, porque siempre la naturaleza cree que sería bueno esto o lo otro, sobre todo en cuestiones de conocimiento. Se puede no tener apegos materiales y tener apegos a las cosas más elevadas, a las espirituales.
El desapego del Hijo ha de ser algo espontáneo, natural, continuado, impidiendo que nada se infiltre en su corazón, que nada lo aparte de ese abandono absoluto en brazos de la Divina Simplicidad, de la divina libertad; porque el conocimiento de la Verdad que le ha otorgado el Voto de Renuncia le ha dado la gracia del desapego, que no tiene compuestos de ignorancia y saber, de querer y no querer, de hacer y no hacer; que lo pone en contacto con Dios que es la perfecta simplicidad, sin compuestos, sin mezcla alguna.
En la Comunidad, la falta de apego a las cosas del mundo no sólo ha hecho que el corazón se desapegara de los afectos, la mente de la voluntad del yo, sino que las Hijas y los Hijos se alejaran del mundo, permanecieran en un Radio de Estabilidad, hicieran ofrenda de amor para la Humanidad, fueran enclaustrados voluntariamente. Ellos no sólo no son del mundo, sino han abandonado al mundo. Este es uno de los dones más grandes y maravillosos que les ha dado la Divina Madre.
A veces parece que no se mereciera este don, que llevara a una comodidad interior, que fuera egoísmo apartarse de los seres, vivir completamente separado de los dolores del mundo, aun cuando la misión del Hijo lo lleve muchas veces a la ayuda y a la salvación del mundo; pero esa imagen de aislamiento no es más que aparente.
Sin embargo, aún viviendo apartados dentro del Radio de Estabilidad, la mente, sobre todo la fantasía y la imaginación, a veces vuelve continuamente al mundo, a las cosas que fueron y de las cuales ya se han despegado. Cabe preguntar entonces: “Hijo, si tu desapego es real, ¿no habrá un poco de apego, desconocido por tí, en eso de volver continuamente con la mente al mundo y que aparezcan imágenes de lo que fue? Mucho cuidado, alma consagrada, que la ignorancia y la ilusión saben tender muchos puentes para llegar al alma, para entrar dentro del Radio de Estabilidad interior, dentro de la clausura del santuario que no hay que tocar”. La ilusión tiene muchos medios, y éstos, que son casi siempre interiores, aparecen allí, en el fondo del alma.
Es necesario que el alma continuamente se bañe en las aguas de esta divina y perfecta simplicidad, se abandone completamente en los brazos de este sentido de renuncia y desapego para que no haya nunca algo que la moleste, que interfiera como esa gotita de colorante que quiere caer sobre el agua purísima del alma consagrada.
No es absolutamente cierto que el alma que ha hecho Voto de Renuncia tenga un absoluto desapego; lo que tiene es la absoluta convicción, el conocimiento de que el desapego es la única verdad, el único bien, que ya posee interior y espiritualmente en su totalidad. Este conocimiento tendrán luego que adquirirlo las partes anímicas del ser poco a poco. Pero… ¡no demorar! Porque la ilusión y la ignorancia podrían volver a captar y obscurecer el entendimiento.
“Tengan mucho cuidado las almas consagradas porque el enemigo de la Humanidad anda rondando continuamente como una fiera alrededor de sus almas para devorarlas; pero aquél que resista será fuerte en la Fe”. Estas palabras tienen un sentido extraordinario. La fe es el don de la verdad, porque la fe no es sino una perfecta Renuncia.
El renunciamiento es la Verdad, da la Verdad, y hace participar y vivir en Dios y salvar a las almas. Pero se vive en el mundo de la ilusión y la ignorancia, y este don de Renuncia se ha de adquirir con el esfuerzo continuado. La vida no nace de la experiencia, nace del esfuerzo continuado, del hábito continuado de la Verdad, de la afirmación con la propia vida, con la propia demostración, con el propio ejemplo de lo que se cree. Se tendrá así el don de la fe.
Muchas personas espirituales dicen que estando en contacto con el mundo se participa de su vida, de sus miserias. Pero los Ordenados no quieren vivir en el mundo sino salvarlo; salvar al género humano y a las almas y no participar de sus miserias. Porque en este mundo la ignorancia y el apego traen la separación: todo es lo tuyo, y lo mío, éste y el otro, dos cosas distintas que al final chocan y se destruyen entre sí.
Pero ¿sobre qué se asienta la separatividad? Sobre las sensaciones; si no hubiera sensación de distingos no habría separatividad. Y las sensaciones ¿con qué se manejan sino con los sentidos?
El hombre dice: “Cogito, ergo sum”. Pienso, luego soy. Pero esta afirmación ¿qué es sino pensar con las sensaciones, con los sentidos, con lo que ve, oye, huele, toca, gusta? La falsedad del conocimiento de los hombres consiste en que se establece sobre la separatividad, únicamente se conoce a través de las sensaciones que se manifiestan por los sentidos.
Todo eso es ilusión; el espíritu está completamente oculto, apartado. No se puede participar de la miseria del mundo porque son los sentidos los que gobiernan.
No se diga nunca que es Dios quien hace las guerras, mata gente, hace el mal. No es más que la ignorancia, la ignorancia de que Dios dio al hombre un don celestial, medios para practicar el bien en la vida, y el hombre los tomó y transformó en un ente fundamental; así el hombre enseguida traicionó a Dios.
Cuando el hombre vuelve a Dios quiere hacerlo a través de los sentidos, pero no ve más que la ilusión de Dios, no ve al Dios puro, simple, verdadero.
Si el Hijo se maneja por sus sentidos caerá en la separación, estará completamente alejado de la verdad de su vida de renuncia. Sólo con el hábito y la fortaleza se puede asentar el ser y encontrarse a sí mismo, a la Verdad. No podrán los Hijos de Cafh poseer su Voto de Renuncia si no dominan sus sentidos, si no llevan bien en las manos sus sentidos.
Por eso, desde que las almas ingresan al Seminario, no sólo es necesario que manejen los sentidos con la mente, sino que los dominen con el hábito. Cuántas veces se ha visto que una mirada, una palabra, una sensación, ha sido bastante para tirar abajo el trabajo de todo un mes, a lo mejor de toda una vida. Los Hijos que desprecian las virtudes que les permiten vigilar sus sentidos podrán ser muy fuertes, pero no vayan a tropezar.
Por los sentidos entra todo el movimiento del mundo y también toda la falsedad, la ignorancia y el mal del mundo.
Aquél que no tiene dominados los sentidos es un hombre o una mujer de buena voluntad y nada más, pero no tendrá realizaciones; su vida permanecerá estática allí, no será una plenitud de vida espiritual. En una palabra: será una adhesión, un esfuerzo, pero nunca una realización divina.
Sobre todo en los Seminarios se puede ver la importancia del dominio de los sentidos: es imprescindible para la muerte mística, para que se pueda lograr la plenitud del Voto de Renuncia.
Se sabe muy bien lo difícil que es mantener la vista en un lugar; parece insignificante, pero se escapa continuamente. Bien se sabe que si el Hijo no logra este hábito en el Seminario no lo obtendrá después en el trabajo intensivo. Se sabe cuánto cuesta practicar esa virtud y el gran bien que aporta al alma. El mundo que el hombre ha dejado no dejará fácilmente su presa.
Cuántas veces han dicho los Seminaristas a su Director Espiritual: “Por qué será: he visto una puerta; esa puerta me ha traído la imagen de otra puerta, luego de una persona…En una palabra, me ha llevado al mundo”. O bien ha visto a una persona en la calle y el pensamiento ha vuelto al mundo. Pero cuando se le pregunta: “¿Cómo ha pasado el día hoy?”; si no ha mirado a nadie responde: “Hoy he estado tranquilo, contento”.
Las sensaciones que traen los sentidos son infinitas. Los apegos se manifiestan de muchos modos: Se recibe una carta de la casa y luego de leerla se la olvida completamente. Días después se la ve casualmente y viene todo el recuerdo de la familia, sus sinsabores y dificultades. Luego ya se busca la carta; se lee, se mira, se recuerda y vuelven las mismas sensaciones.
El Hijo desapegado lo está de todas las cosas y quema todos sus recuerdos, aun los más insignificantes, porque dan la sensación de lo que se ha hecho, dejado, vivido.
Pero el desapego de los sentidos no hace al Hijo insensible ante todas las cosas.
El hombre de la ciudad tiene que llevar anteojos. Si sale al campo no ve lo que hay a una legua sino a lo sumo distingue una mancha. Pero el hombre de campo ve en esa mancha un animal, un carro, una persona que anda. Aquél que domina sus sentidos no los pierde, sino aprende a ver otras cosas más grandes y sublimes. No verán las fantasías ilusorias del mundo, pero verán las verdaderas necesidades de esos pobres seres que han dejado allí y que creen que con el sentimentalismo se puede arreglar sus situaciones; lo verán si tienen una vista verdadera, la que se adquiere con el dominio de los sentidos.
Ya no saben los Hijos tener esa sensibilidad para participar de los gustos y placeres del mundo, pero tendrán manos que sabrán aliviar los males, traer sobre una cabeza afligida la paz y el sosiego. No tendrán oído para escuchar los ruidos que vienen de lejos, pero oirán la voz de los Maestros, el Mensaje, la palabra que han de llevar a la Humanidad.
Hay que comprender muy bien que los sentidos del hombre le han sido a él proporcionados para que conozca la vida, pero no para que le sirvan de tiranía ni para que desaparezca como un ser espiritual y viva como un ser sensible; ni para que los sentidos externos e internos sean los dueños absolutos del ser. ¿Qué Voto de Renuncia sería el del Hijo si él viviera como los hombres? Hay que tener los sentidos en las manos, luchar para cortar todo lo que puede llegar a través de la sensación exterior. Un Hijo valiente, un alma consagrada, no puede apegarse a niñerías que le vuelven a dar sensibilidades materiales, sino tiene que quemarlo todo, cortar todo lazo, para quedar puro y fijo en la Isla del Señor.
La renunciación quiebra la separatividad: no queda sino Dios frente al eterno devenir del Universo.
Es necesario tomar algunos ejemplos de los grandes seres para ver a qué alto estado de espiritualidad y concepto moral lleva el dominio de los sentidos y el verdadero sentido de renuncia. Para encontrar estos ejemplos hay que buscar en las fuentes inagotables del budismo que posee principios de moralidad, dominio de los sentidos, caridad hacia el prójimo, dominio de la separatividad, como no lo tiene otra religión ni filosofía.
Había un joven que quería seguir la senda de renuncia del Bienaventurado Buda, y si bien todavía no podía hacerlo por tener que mantener a su familia, esperaba arreglar sus cosas para poder un día seguir la senda del Bienaventurado.
Pero éste le había dicho: “Aun antes de ingresar a la Comunidad puedes vivir la vida divina si te separas de todas las cosas del mundo y vives puro, casto y mortificado”. Muchas mujeres iban a comprar a la tienda de perfumes que él tenía. En esa ciudad vivía una famosa cortesana que, como pasa siempre, viendo que había en el negocio un joven que no se dejaba llevar de los encantos ilusorios y exteriores, que siempre se mantenía modesto y sin mirar a nadie sino a Dios, concibió hacia él una pasión. Así mandó una de sus siervas con el mensaje: “Mi señora quiere ofrendarte su amor”. Contestó el joven: “Dile a tu señora que no tengo tiempo para esas cosas”. Esta infeliz mujer volvió a insistir porque pensó que el joven no se sentiría con posibilidades para llegar hasta ella. Le mandó decir que no tendría que pagar ninguna cosa, ningún dinero. Dijo el joven: “Dile a tu señora que no tengo tiempo ni me interesan esas cosas”. Al escuchar esto se enfureció la mujer y se propuso vengarse: lo difamó por toda la ciudad; pero él no despegó los labios. Esa mujer tenía, además, un gran odio por cierto hombre, y como tenía un amigo poderoso hizo que lo asesinaran. Pero el juez de la ciudad, que era muy justo, la descubrió y dictó una sentencia terrible contra ella: la llevarían al cementerio para que le cortaran allí los pies, luego las manos, la nariz y las orejas. Ejecutaron la sentencia. Llegó esto a oídos del buen joven, quien entonces dijo: “Antes cuando esta pobre mujer me ofreció las bellezas ilusorias de su cuerpo no tenía que escucharla, pero ahora hemos de ir apresuradamente a ofrecerle nuestro amor”.
Y fue y la buscó. Cuando la infeliz en su desesperación gritó: “¿A qué vienes, acaso a burlarte? ¿Por qué no viniste cuando estaba llena de poder para darte placer y felicidad?” “No vengo a reírme de tu mal, vengo a pedir tu placer. Ahora puedes darme el placer verdadero, el de la comprensión del alma. Tu cuerpo tenía que terminar con su belleza, pero la belleza de tu corazón, de tu alma, no perecerá nunca. Quiero ofrendarme a ti. Permite que te de un beso”.
Ella se estremeció en su agonía, y a través de ese beso volvió a encontrar la paz, la comprensión de la vanidad del mundo.
Dice el libro budista que al morir su alma se expandió en la Eternidad por ese beso de salvación.
La Renuncia no anula los sentidos sino los vivifica, hace que se desprendan de la ignorancia del mundo, para que sirvan a la realización de la obra en el mundo a través de la Verdad.
Había en los tiempos del Venerable Buda un rey muy sabio que practicaba la ley del Maestro y que educó a su hijo en esa doctrina. Siempre le decía: “Hijo mío; tú serás rey un día, pero acuérdate de que todo pasa en este mundo, todo es perecedero; ¿qué es un reino en esta tierra para un príncipe que tiene que morir, que puede ser traicionado por sus vecinos, vencidos por la guerra? El reino verdadero es aquel del espíritu, del saber que todo pasa, que todo perece. No consientas nunca en creerte algo. Todos te halagan, te adulan; los placeres se te ofrecen, pero has de saber que todo eso trae amarguras. La verdad es la ley del Buda: el hombre no ha de apegarse a ninguna cosa sobre la tierra, sino apegarse a la eternidad”.
El joven se educó en esas doctrinas. Sabía ser príncipe.
Pero ese padre tan sabio estaba casado en segundas nupcias con una mujer que concibió por el príncipe una malsana pasión, y al mismo tiempo un gran odio porque él no le correspondía. El príncipe pidió por eso ir a tierras lejanas.
Cuando él se alejó, esa mala mujer consiguió el sello real y mandó una orden para que se le arrancaran los ojos por traidor. Los consejeros del joven quedaron espantados y sin coraje para comunicársela; pero al fin él la vio; se estremeció al leerla, pero dijo: “Es una ley; hay que cumplirla”. Nadie quería hacerlo, pero al fin encontraron a un pobre leproso dispuesto para ese oficio terrible. Temblaba, sin embargo, el hombre antes de ejecutar la sentencia, mas el príncipe dijo: “Estos ojos son perecederos, algún día tendrán que pudrirse en la tierra. Además, tengo unos ojos inmortales, como me ha enseñado mi mismo padre que me condena; todo es perecedero, nada dura ni permanece”.
Cuando le arrancaron el primer ojo lo tomó en la mano y le dijo: “¡Oh, ojo perecedero, ¿Qué eres ahora sino una cosa inútil y repugnante? Cuando le arrancaron el otro dijo: “Ahora no sólo conozco la verdad sino siento la verdad, la verdad de que todo muere: es, es y la creo”.
Luego de peregrinar con su joven esposa que lo conducía de la mano llegó a los países de su padre. Cuando el rey lo vio se espantó y quiso castigar a esa perversa mujer, pero el hijo no lo permitió. Dijo: “Padre, esas no son las enseñanzas que tú me has dado. Esta mujer no es más que un instrumento de la ignorancia y la ilusión de los hombres.
Ella me hizo un gran bien. Antes sólo sabía que todo es perecedero, pero ahora sé que lo es, lo veo, lo tengo, lo poseo; soy feliz”.
¡Qué Ordenado era ese joven príncipe! ¡Cómo había logrado la plenitud del desapego y la Renuncia!
La Renuncia es un bien sin apegos, sin egoísmos, sin diferenciaciones y sin partes. Sin compuestos.
La Renuncia es la Verdad, un bien único absoluto, separado de todas las cosas materiales, mortales. Aun de las más grandes y sublimes: es un Don de una Perfecta Simplicidad.