Curso V - Enseñanza 4: La Muerte Mística de De Rancé

De Rancé, el reformador del Cister, el fundador de la Trapa, es una de las figuras más hermosas de la contemplación de la muerte y del dolor.
¿Cuándo es que la muerte lo llama a la vida verdadera, que lo saca de la ilusión del mundo para llevarlo a la cumbre de la más pura santidad? A veces la Divina Providencia dispone males que se vuelven bienes.
En un siglo como el XVII, en donde la devoción y la vida retirada estaban tan relajadas, no llamaría la atención este joven que había abrazado el sacerdocio más por posición e interés que por devoción, que descuidaba tanto sus deberes de eclesiástico para darse al buen vivir. Pero hay fibras en el corazón humano que cuando se tocan responden a un llamado, a lo mejor divino, a través de la carne y de la miseria.
Se cuenta que De Rancé, que había ido de placer en placer durante su joven vida, se prendó demasiado de una marquesa y era el escándalo de la corte y de todo París. Pero Dios tocó a este hombre que estaba más lleno de placer que de amor y le dio el amor por el camino del placer. Siempre el mal, aun el mal amor, es una cosa santa al final, porque hace al ser desprendido, sacrificado; lo hace sufrir, y el sufrimiento siempre es bueno.
La marquesa, rica, joven y la más hermosa de la corte de Francia, fue presa de unas fiebres violentas y arrebatada rápidamente por la muerte. Escribe un amigo de De Rancé que todos creían que se volvería loco; su desesperación no tenía límites; su dolor era de los dolores más grandes y sentidos. Podría haberse perdido él también y darse a la desesperación, pero seguramente el alma de aquella mujer que lo había querido apasionadamente, su karma y su falta, desde el otro mundo, quiso salvarlo.
De Rancé se había retirado a su castillo y caminaba solitario un atardecer por los campos, no queriendo ver ni escribir a nadie. Vio entonces a lo lejos una granja que ardía. Pensó que como era tiempo de cosecha los campos se habían incendiado y corrió hacia allá para ver lo que pasaba. Pero a medida que se acercaba el fuego huía y siguiéndolo se encontró en el bosque solitario. En el fondo del bosque se levantó una mujer que ardía en el fuego. Se la veía hasta la cintura; el cabello le cubría el rostro pero su aspecto era como el del rostro de su amiga. Ella le quiso demostrar todo el padecimiento, todo el sufrimiento que tenía que experimentar su alma por ese fuego de pasión que había tenido en este mundo.
Desde ese día De Rancé cambió su vida. Fue otro hombre. Abandonó las prebendas, la corte y el palacio y se retiró del mundo, hasta que llegó por fin a su convento de la Trapa, en donde hizo escribir sobre la puerta de su celda: “El recuerdo de la muerte es mi vida, mi salvación”.
Pero no sólo eso. Ese padecimiento que vislumbró en el más allá, al hacerlo pensar que esa mujer padecía por culpa de él, hizo que este hombre admirable instituyera como un fin primordial entre sus monjes el sacrificio continuado para la salvación de las almas que padecen en el más allá, para las almas desencarnadas que no tienen luz.
La misión de renunciamiento hace que el Hijo sea cada vez más sensible, más sutil. Su vida de oración, de recogimiento, lo aleja de la pantalla del mundo y hace que a través de la oración pueda muchas veces cruzar el puente y llegar a la vida del más allá. Dentro del género humano que él ha de redimir están también los seres desencarnados.
No se crea que estos seres están lejos porque no se puede verlos o tocarlos; además, muchos están particularmente cerca de los Hijos, ya sea por alguna misión, para ayudarlos, o simplemente para pedirles ayuda para poder librarse de los lazos de la carne.
¿Quién más que las almas que han renunciado al mundo, que se han ofrendado como holocausto a la Divinidad, pueden ayudar a las almas que padecen, que no tienen luz para ver el mundo glorioso en donde tienen que penetrar, que padecen martirios que la mente humana no puede imaginar?
Si los padecimientos de esa pobre marquesa son morales, internos, han de ser más espantosos, han de quemar toda la fibra de su ser, darle un dolor que llega a lo más sensible del alma. Es un ser que se ahoga continuamente, y que al ver a su amigo siente que a través de la vida él puede salvarla. Por eso vuelve a tenderle la mano.
Esa es una de las misiones principalísimas de los Hijos de Cafh: dedicar una parte de su oración, de sus sacrificios, para ayudar a las almas desencarnadas que están a su alrededor, que sufren y padecen en el más allá. Porque hasta que el alma no se desata de los lazos de la carne no puede penetrar, está amarrada entre el cielo y la tierra, entre la Puerta de la Eternidad y la Puerta de la Vida Terrenal.
El Hijo no puede olvidar a los difuntos, a ese tan gran número de seres que están allí repitiendo el proceso de su padecimiento. Dolor que nace de la idea que se han formado durante su vida según sus creencias. Un católico, por ejemplo, se siente apresado por las llamas del purgatorio; una persona que no tiene fe religiosa estará atada a los objetos, a los seres que amaba sobre la tierra; continuamente querrá ir allí a tocarlos y padecerá horrores.
La misión del Hijo es darles luz, ofrendar su vida, sus Votos; hacer sacrificios, oraciones.
El Bienaventurado Buda, cuando hablaba de redimir a la Humanidad no excluía ni a los animales ni al más pequeño insecto. Así el Hijo debe abarcar a los vivos y a los muertos: a los que están sobre la tierra, a los que se han ido y a los que han de venir.
Misión completa, absoluta. Pero, para eso, es necesario que en las meditaciones se detengan muchas veces sobre este objeto. La consideración de la muerte y de la vanidad del mundo es aquel sentir que hace comprender el valor, no sólo de la muerte, sino de lo que existe después de la muerte. Es uno de los puntales de la Renuncia, es un modo para poder desembarazarse de la materialidad.
A las almas desencarnadas se les da la oración, que es lo que esos seres necesitan; ellos dan ese sentido del mundo astral, de la liberación. No se da nada por nada. Además, esas almas desencarnadas que padecen en el más allá, al ponerse en contacto con el Hijo a través de las oraciones y ofrendas, se transforman en sus protectores y no los olvidan jamás.
Los seres que están en el más allá tienen grandes padecimientos, aun por pequeñas cosas. Cuenta una santa alma que estando en oración se le acercó su más fiel amiga, que había muerto hacía poco tiempo. Tenía un aspecto muy triste y afligido; se la veía como viniendo por un callejón oscuro, mostrando sus piernas llagadas como si no pudiera caminar.
Le pedía auxilio, que le curara esas piernas. Pasó entonces ella una noche completa en adoración, oró mucho por su amiga, hizo muchos sacrificios hasta que al fin, dice, pudo liberarla. Era una ilusión la que estaba padeciendo, pues esa alma se le volvió a aparecer y le dijo: “¿Te acuerdas que, como tú, yo estaba por entrar en religión, pero mi madre me convenció para que formara un hogar? Mas como yo en mi corazón me había ofrecido a Dios, Él me llevó de este mundo, y por esa falta que había cometido me veía sin piernas, no podía caminar. No tenía vocación para caminar. Tu vocación me ha salvado, pero ayuda ahora a mi madre”. En efecto, la madre había muerto a los pocos días; una noche se le apareció con un tobillo fracturado; luego le dijo que lo tenía así porque no había sostenido la vocación de su hija.
Si esto trae tantos dolores y martirios en el más allá, ¡cómo serán los de los que cometen crímenes, los de los que pasan toda la vida haciendo el mal! Dediquen por eso los Hijos sus meditaciones y oraciones a las almas de los difuntos. Eso hará que puedan cruzar con más facilidad el puente entre la tierra y el cielo. Que su pensamiento considere a esas almas y las recuerde en sus meditaciones.
Durante el año siempre hay un Hijo que tiene la misión de orar por los difuntos. Ese ha de ser el pan de todos los Hijos. Ojalá que pudiera haber un día suficiente número de Hijos Ordenados para que esa misión, que ahora tiene que limitarse a una hora de adoración por las almas de los seres que han dejado este mundo, pueda ser una ofrenda perenne, de día y de noche, por las almas de los difuntos. Hasta los seres más buenos tienen que padecer un poco mientras se van desmaterializando. Entonces esa oración sería una continua fuerza, una llama de luz incesante, que los lleve por el camino. Así como aquella santa mujer alumbrara a los viajeros de la montaña cuando venían de Chile y se perdían por el zonda en los desfiladeros, así serán los Hijos que con su continua oración prenderán un farolito para alumbrar a las almas y llevarlas a la consideración de que han abandonado el mundo, que ya son seres libres, que pueden adorar a Dios con plenitud.
Después de la consideración de la muerte viene la consideración del gran abismo donde padecen los seres desencarnados, las pobres almas que abandonaron el mundo.
Los Hijos de Cafh tienen que estar en todo, lo abarcan todo. Su renuncia no es para su perfección únicamente, sino para la perfección de todos los seres. No se tiene idea de cuántas son las almas que padecen en el mundo astral. ¿No se puede entonces elegir un alma que se desconozca y ofrendarle oraciones y sacrificios durante el día, como si se fuera su padrino, hasta que esa alma vaya a la paz? Todos tienen un pobre ser que espera la ayuda del Hijo y a lo mejor espera desde hace muchos años.
Muchas veces se cree de alguno de los que se han ido que son grandes seres y no necesitan ayuda, y a lo mejor llevan una carga muy pesada de faltas en el otro mundo. Allá esperan ayuda; se cree que están en la paz y ellos son los que más necesitan.
Hay que pedir por todos los que han muerto violentamente, los homicidas, los suicidas, los traidores, los renegados, los pecadores de la carne. Por todos los que se han marchado al más allá y padecen. Estos seres están en tinieblas y únicamente les alumbran los velos y las capas blancas de los seres que en vida han dejado el mundo.
¿Qué sería de ellos si el Hijo no les alargara la mano? No hay que olvidar nunca esta gran misión del Hijo de Cafh: Orar, orar y orar por aquellos que padecen en el más allá.

Fundador de CAFH

Las Enseñanzas directas de Santiago Bovisio quedan así depositadas en manos de los hombres, cumpliéndose de esta manera su mandato final= ¡Expandid el Mensaje de la Renuncia a toda la Humanidad! Que la Divina Madre las bendiga con su poder de Amor.

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