Curso V - Enseñanza 2 - Meditación sobre la Muerte

Cuando el Bienaventurado Buda empezó a reunir a sus hijos a su alrededor para enseñarles la extraordinaria verdad de que todo es renuncia y nada es duradero en el mundo, lo primero que hizo no fue decirles que todo perece, que todo termina, sino fue mandarlos a un cementerio.
En ese tiempo en que el hinduísmo, el brahmanismo y los grandes ejercicios ascéticos estaban en auge, en que se practicaba una renuncia tan exterior que los hombres se desnudaban hasta de sus ropas, en esa India de entonces, fue toda una novedad el ascetismo del Buda que mandó a sus discípulos al cementerio a recoger los harapos de los cadáveres para que tengan así el recuerdo continuo de que todo muere sobre la tierra. Por esa razón los que han renunciado llevan una vestidura amarilla, porque era el lienzo de los despojos humanos. Antes que el Buda les diera la doctrina tuvieron sus hijos que sentir en carne propia, a través de esas vestiduras, que eran también ellos despojos humanos, que eran muertos en vida.
La consideración de la muerte y de lo perecedero de las cosas humanas ha de estar continuamente en el Hijo, pero no sólo como una idea, sino como una realidad. Es fácil decirlo, pero hay que hacer que verdaderamente sea una realidad.
Un Hijo devotísimo que meditaba un día sobre la Dama Negra quedó como entre sueños, como vencido por el sueño. Vio entonces un horrible ser delante suyo, un ser que daba la impresión de ser la imagen misma de todos los horrores. No tenía cuerpo; esa imagen de envoltura carnal daba la impresión de unas escamas tremendas de leproso. No tenía manos sino muñones que parecían garras, cuchillos de hierro. No tenía rostro, sino inmensos y profundos surcos de oscuridad.
El pobre Hijo quedó como temblando. Nunca había visto un horror tan espantoso; pero tuvo fuerza para preguntar en su imaginación: “¿Quién eres, cuál es tu nombre? Tú eres seguramente la Dama Negra”. Y este horrible ser, abriendo imaginariamente sus fauces, dijo: “Yo soy la Muerte”.
“Es bueno -le dijo a este Hijo su Director Espiritual- y es una gracia extraordinaria la que usted ha recibido, porque cuando la enemiga se muestra tal cual es, es porque poco le queda para ser vencida; porque ella sabe siempre disfrazarse y adornarse de bellezas ilusorias”. ¡Cuántos son los velos de ilusión que lleva sobre sí! A través de ellos van los pobres seres buscando el placer, la sensación, la gloria, la dicha, la riqueza. Pero cuando ella está acorralada, cuando esos velos de ilusión le han sido quitados poco a poco, muestra toda su fealdad, lo que ella es.
Pero ya se ve cuáles son sus palabras más terribles: Ella es, sobre todo, la muerte.
Aun entre los Hijos que han tomado la senda del renunciamiento se ve poco la tendencia a esta saludable meditación de la Dama Negra, representándola como la muerte. Si el alma ha de llegar a la Santa Ordenación por la consideración de que todo es perecedero, uno de los más hermosos ejercicios que ha de practicar, sobre todo en el tiempo del Seminario, es sobre la única realidad: la muerte. Recuerden esto los Superiores y los Directores de Seminario vuelvan muchas veces a insistir sobre la meditación de la muerte.
Buda, el bienaventurado, les dio como primer don de gracia a sus monjes el sudario de los difuntos como traje monástico y les mandó, en los preceptos fundamentales consignados que una vez por mes se recogieran una noche entera en un cementerio para meditar sobre la muerte.
Todos los grandes seres acostumbraron hacer esta saludable meditación y lograron su santidad a través de este valioso ejercicio tan necesario a los Hijos porque la naturaleza humana tiende a relajarse, a traer sensaciones de lo exterior; sensaciones de engaño, de goce, de permanencia de los bienes del mundo.
Como aún los Hijos están revestidos de carne no se puede dejar de dar el antídoto adecuado con la meditación sobre la muerte.
Cuando los chelas hindúes empiezan su noviciado, lo primero que hace su gurú es mandarlos a los quemaderos de cadáveres para que vean a donde van a parar todos los bienes y grandezas del mundo.
El lugar donde descansan los muertos es un lugar que no agrada a los hombres, pero los Hijos en sus meditaciones, si bien no pueden ir siempre a un cementerio, tendrán que ir con su pensamiento y buscar en esas saludables imágenes la visión clara de la única realidad.
Los hombres acostumbran a reverenciar a sus muertos de muchos modos; cada uno cree que la suya es la mejor manera, pero en todos los cementerios del mundo se puede conocer lo que es la vida humana.
Es bueno que en alas de su pensamiento vaya recorriendo el Hijo esos lugares en donde, si bien con distintas ceremonias y métodos, se ve que todo se reduce a lo mismo; al polvo, a la nada. Pueden volar a los países en donde los hombres levantan grandes piras al lado de los ríos para quemar los cadáveres de sus muertos; ver allí cómo terminan esos cuerpos tan amados, tan favorecidos, tan complacidos; ver cómo sus despojos son arrojados a las aguas para ser pasto de las tortugas sagradas.
Vaya el Hijo a las altas mesetas del Tibet y verá cómo enseguida después de muertos, los parientes, a pesar de sus lágrimas, entregan a sus difuntos a las manos de los hombres carniceros que los llevan a un lugar apartado entre las rocas, para descuartizarlos y darlos como alimento a los buitres. Aún hoy los parsis ponen a sus muertos en altas torres para que sean comidos por las aves de rapiña y sus huesos calcinados al sol. Esos huesos hablan bien claro. Estas torres son como cementerios de la vanidad humana, blancos huesos que dicen: “¿Me reconoces? ¿Acaso sabes acaso quién soy? ¿Sabes si he sido hombre o mujer, rico o pobre, lindo o feo?” Allí no hay más que huesos y despojos de la muerte.
Pero al día de hoy se puede ver un nuevo cementerio en el mundo, el cementerio hecho por la ignominia de la civilización. Aun los salvajes tienen un lugar en donde poner a sus muertos, pero la civilización de hoy mata tanta gente en los campos de batalla que no tienen dónde enterrarlos. Una mujer misionera protestante en Corea describe esos campos como un espectáculo tan terrible y espantoso que no se puede describir con palabras: hay que verlo. Pedazos de cuerpos mutilados, deformados, desconocidos; sangre y carne amasada, inmensos campos donde las fieras salvajes encuentran su delicia. Y surge la pregunta de si esos seres no tuvieron también la ilusión, si no fueron también ellos atrapados por las luces de la vida, si no recorrieron un día los caminos del mundo. Ahora hay que mirar al suelo y verlos allí destruidos, aniquilados, despojos que ya ni cadáveres son. Ése es el cementerio de esta civilización.
Éstos han de ser los frecuentes paseos de los Seminaristas, éstas han de ser sus meditaciones. El mundo brinda una ilusión con sus falsas palabras, pero sus realidades sólo son muerte y ruina. Piensen en esto los Hijos para ir luego, en silencio, a dar gracias a Dios por aquellos difuntos que han tenido la dicha de tener quién los acompañara en la hora de la muerte y una sepultura en un lugar de paz.
Vayan los Hijos con el pensamiento a los cementerios conocidos donde descansan aquellos que representaron la generación anterior a la actual, donde descansan los que fueron parientes, amigos, compañeros espirituales. Es dulce y plácido el lugar de la muerte para aquellos que lo saben bien considerar. Tiene el cementerio un encanto que no es de este mundo, sobre todo para las almas que han renunciado al mundo, porque muestra que allí sólo están los despojos, ya que esos seres al final han trascendido, se han liberado, están vestidos con un traje de gloria, de eternidad, que nada tiene que ver con sus despojos.
No dejen los Superiores de enseñar estos saludables ejercicios de meditación a los Seminaristas. El pensamiento del alma consagrada no ha de buscar la ilusoria alegría del mundo, sino la realidad que es el dolor, el sufrimiento y la muerte.
Mediten también los Hijos sobre el gran momento en que fueron llamados a la Renuncia, en que murieron para el mundo para que la Madre les revelara la Verdad, en que tocaron la Puerta Santa, en la hora en que pronunciaron sus Votos.
Tengan siempre presente la imagen de sus capas y de sus velos, símbolos de la muerte mística.
Si hay una dicha sublime en el mundo es la de haber renunciado y esta dicha es fruto de la comprensión de que todo en el mundo es transitorio.
Pidan siempre los Hijos a la Divina Madre que los mantenga en este admirable don. Díganle muchas veces a Ella que le agradecen infinitamente el haberlos llamado a esta sublime vocación porque aún en los años de juventud no se han dejado ilusionar por la vida del mundo, sino han tomado la senda de los más ancianos, la senda de la comprensión de la vida, porque aun siendo hombres con muchas posibilidades mundanas han ofrendado esas posibilidades para morir en vida y ser todos de Ella. Que la Divina Madre los mantenga en todos los momentos en esa santa comprensión de muerte, de inexistencia, de estado de abandono interior. Pónganse muchas veces los Hijos místicamente la capa y el velo, como en el día que les fue impuesto para que esta santa y dulce muerte mística no sea olvidada nunca ni por una mirada, ni por un pensamiento, ni por un acto humano. Díganle muchas veces a la Divina Madre que al haberlos aceptado a Sus pies, al haber aceptado la ofrenda de sus vidas, les ha dado la felicidad, el verdadero bien de la vida divina, de la resurrección.
Madre dulce, Madre santa y amable, ¿qué han hecho los Hijos para merecer tanto bien? ¿Qué fue que les quitaste la venda de los ojos para que vieran a la Dama Negra con su nombre de muerte y ruina? ¿Qué tenían estos Hijos que no tuvieran los demás hombres? ¿Qué tenían para que no fueran cegados por el mundo sino que tuvieron un solo deseo, una sola aspiración: morir al mundo?
Sólo tenían el bien de saber considerar la ilusión de la vida y el fin de todas las cosas.

Fundador de CAFH

Las Enseñanzas directas de Santiago Bovisio quedan así depositadas en manos de los hombres, cumpliéndose de esta manera su mandato final= ¡Expandid el Mensaje de la Renuncia a toda la Humanidad! Que la Divina Madre las bendiga con su poder de Amor.

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