Curso V - Enseñanza 13: La Renuncia como Holocausto

La Renuncia, como es un holocausto permanente de vida, no sólo es el único bien y medio de salvación para el alma que la ha abrazado, sino es el único medio para ayudar al mundo y redimir a la Humanidad.
No es absolutamente cierto que el alma consagrada eluda responsabilidades frente a la sociedad. Es necesario dejar que los detractores de la verdad, los hombres ciegos del mundo, echen sus voces y sus acciones de mal en contra de las almas que han renunciado al mundo. Es necesario que el alma adquiera una firmeza tal en su determinación que no haya nadie en el mundo que pueda hacerle creer lo contrario, porque la Verdad es la Verdad.
La historia del mundo y la historia de las almas lo proclaman a través de todos los tiempos. Únicamente los que saben dejarlo todo para cumplir con su misión son los que hacen algo; los demás no son más que parásitos. Pobres almas sacudidas por el vendaval del destino, por la tormenta de los acontecimientos, que únicamente viven del producto de las pocas almas que saben entregar su vida en holocausto a Dios para la salvación de la Humanidad. Siempre hay almas en este torbellino del mundo en donde los hombres dicen que hacer, trabajar, ser útil, es el vicio, la perdición, el desarreglo, el odio; siempre hay almas heroicas que saben dar su vida en holocausto a la Humanidad. Siempre surge un héroe, un santo, un mártir. Cuántas veces hay que admirar el ejemplo de esos seres que han entregado su vida para salvar a alguien y decir: “Todavía hay quien sabe lo que es la nobleza y el sacrificio”.
No hace mucho una humilde maestra italiana estaba cuidando a sus alumnos en una colonia de vacaciones. Se rompió un tubo de gas; los niños ya casi habían perdido el sentido y muchos estaban cayendo. Ella vio eso desde una ventana, comprendió la gravedad del peligro y que iba a perder la vida si bajaba a procurar abrir las puertas. Sin embargo, no titubeó y sacó a los niños uno por uno. Cuando la llevaron al hospital sólo preguntó: “¿Están bien los niños?”, y como le dijeran: “No piense en los niños sino en usted”, dijo: “No importa mi vida sino la de los niños”. Y murió en paz.
Pero no es esta muerte la de más valor, sino la muerte mística de la Renuncia. Querer dar la vida en un momento de exaltación, de entusiasmo, de nobleza, es algo grande y extraordinario, pero eso de morir un poco todos los días, a cada instante, y estar sobre una cruz para que diariamente caiga una gotita de sangre, ésa es una muerte sublime.
El hombre, cuando ha dado su voluntad, renunciado a su vida, es un alma completamente sacrificada que al no disponer ya de nada, todos sus actos los ha de realizar por amor, por una voluntad superior, y no por el gusto de sí mismo. Es una muerte muy grande aquella de poder decir: no tengo nada.
Un Hijo decía cierta vez que hubiera deseado donar su cabeza a un hospital pero su Director Espiritual lo respondió: “Usted no tiene libertad para eso. Una vez que se muera se hará con su cabeza lo que la Divina Madre disponga”.
La Renuncia es un holocausto permanente de vida; morir poco a poco, diariamente, todas las horas, todos los instantes. Y éste es el único bien que se puede dar al mundo, porque las almas que han renunciado no se ofrendan en un acto de amor heroico, en un momento de sublimación, de extraordinario entusiasmo, sino se ofrendan todos los días de su vida, para siempre. No morir, y morir, es algo muy grande y extraordinario. Eso sólo lo comprenden las almas que han hecho holocausto de sí mismas a Dios. Por eso Santa Teresa dice a Dios: “Muero porque no muero”, porque es mucho más muerte vivir habiendo renunciado a todo. El alma desearía verse libre de las ataduras de la tierra, de las miserias del mundo, de todos los inconvenientes que carga consigo la Humanidad, pero no puede hacer eso, no puede hacer nada más que lo que la paloma que va elevando su canto al cielo, como Santa Teresa, pidiendo a Dios que rompa los lazos y ligaduras.
Aquél que realiza una cosa no la magnifica; por eso las almas consagradas, como están viviendo su vida, no saben el valor del desapego y de la renuncia frente al mundo. El mundo es ciego; echa tierra sobre las almas que renuncian a las pasiones, a lo que ellos llaman vida. Hay una contradicción permanente entre el mundo y las almas elegidas, pero también se puede ver que estas almas en el momento de la necesidad, del dolor, no tienen otro medio que recurrir a los que ellos han golpeado, que ir a cobijarse bajo el amparo de aquellos que nada tienen, pero que todo lo tienen en Dios.
No hay nada más falso que decir que los seres que renuncian son personas que han eludido responsabilidades. Con la Renuncia las responsabilidades han aumentado infinitamente, porque antes se tenía la responsabilidad del mundo, de la sociedad, de la familia humana; pero esta responsabilidad cambia y es transitoria, dura un período y luego desaparece. Con el acto de Renuncia, al hacerse responsables de la Humanidad, los Hijos se han hecho divinamente responsables, directores, conductores de la Humanidad. Su apartamiento del mundo no les quita ninguna responsabilidad: tienen la gran obligación de salvar al mundo.
El renunciamiento para sí es algo muy grande, pero el renunciamiento para la salvación del mundo es una cosa mucho más sublime y divina. El Buda lo ha dicho con toda claridad: “Me voy al Nirvana, pero mi Nirvana no será total hasta que todas las almas lo posean”. La Renuncia, la verdadera liberación, no puede ser más que una gotita de agua del océano eterno ante el Hijo, porque no será total hasta que todas las almas la hayan logrado; no podrá quedar ni una sola alma sin tener la liberación para que él pueda decir: He cumplido, he llegado al final.
Si bien el Hijo no tiene contacto con el mundo, ¡cuán grande es su responsabilidad! Pero esta responsabilidad, ideal por ahora, hay que acentuarla continuamente con la vida del desapego, con ser cada día más perfectos, con una ofrenda cada vez más integral.
Los Hijos han de empezar a conocer sus deberes para con la Humanidad, y empezar a ejercitar su alma en el trabajo que les ha sido confiado de salvar al mundo.
Por su vida, su ofrenda, su Voto, se han hecho corredentores de la Humanidad. Cristo dice continuamente a sus discípulos “los míos”. Antes de volver al Padre en su gran oración dice: “A estos míos te los recomiendo”; “a ellos -al pueblo- les hablo en parábolas, pero a ustedes -los discípulos- les hablo directamente”. ¿Por qué hace ese distingo el Divino Maestro? ¿No son todas las almas iguales? No lo hace porque sean distintos sino porque sabe que tienen más responsabilidades, son sus compañeros en la redención de la Humanidad.
“Mucho le será pedido a quien mucho le ha sido dado”. El Hijo se ha asociado a la obra de la Divina Encarnación sobre la tierra. Si lo ha dejado todo, si ha roto con el mundo, no es por un capricho, por un entusiasmo humano, sino para asociarse con la Divinidad. Han dejado las responsabilidades corrientes de la familia, de la sociedad y del mundo, pero para asumir unas responsabilidades mucho más grandes, superiores y divinas. Con su renuncia ya no sólo tienen la obligación de ser buenos, sino de ser perfectos. El joven rico dijo: “Maestro bueno, ¿qué haré para poseer la vida eterna?” El Maestro respondió que guardara los mandamientos, y cuando el joven contestó que los había guardado desde su juventud, Cristo le dijo: “Aún te falta una cosa: vende todo lo que tienes y dalo a lo pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; y ven y sígueme”. Pero él al oírlo se pudo muy triste porque tenía muchos bienes y no tenía valor para dejarlos. Cristo dijo entonces: “¡Ved como son pocos los hombres del mundo que pueden seguir la verdad!, pero aquellos que la siguen, ésos son mis discípulos, los corredentores de la Humanidad”.
Los Hijos son sus discípulos; lo han dejado todo para ser corredentores con la Divina Encarnación, el Maitreya que vendrá.
Pero no por eso los Hijos han roto con la familia, la raza, la sociedad. Han roto el aspecto material, pero no el espiritual. Todos tienen por una ley divina, una obligación hacia los padres que les han dado la vida, y hacia sus familiares, porque Dios dice en sus mandamientos: “Honra a tu padre y a tu madre”. Pero la vida de renuncia ha hecho que no tuvieran padre ni madre, porque Dios es su padre y su madre. Pero eso no quita las responsabilidades superiores y espirituales. Han sublimado los afectos de la familia dejando a todos, pero desde la Santa Casa han adquirido una responsabilidad y obligación para con ellos, porque se han hecho responsables de su pan espiritual.
Los Hijos que están en el mundo, por una ley natural tienen que hacerse responsables de sus padres y ayudarlos en sus necesidades cuando son viejos, pero el Hijo Ordenado tiene que velar por su salvación eterna, para que ellos abran los ojos a la Verdad; tiene que darles el pan del espíritu, honrarlos en espíritu. Qué importa si el padre, la madre, los hermanos, tienen todo lo necesario. La Providencia da con creces cuando ofrendan a sus hijos, y no les falta el pan: es una ley eterna. Un hijo que deja a sus padres por el mundo comete un crimen, pero lo hace por Dios y Dios los toma bajo su amparo; pero eso no quita la responsabilidad. Por eso él dice: “Tienen salud, pero, ¿cómo va su alma, su espíritu?” ¿Será posible que los padres de las almas consagradas sean ciegos que se pierden en el mundo? ¿Será posible que esas almas se pierdan, que cuando, cumplida su misión, el Hijo vaya a trabajar en el más allá tenga la tristeza de no encontrarlos entre los suyos a la derecha de Dios? Eso tiene que dar más pena que la falta de pan material. A veces los Hijos se preocupan por niñerías que le han sucedido a sus familiares, se afligen por lo que no tiene importancia y no se preocupan por lo verdadero. Su labor es: “Siento que en mi casa haya estos defectos, que tengan males que no saben sacar. De eso soy el principal responsable. ¿Cómo no he podido hacer nada por eso? ¿Cómo no me he preocupado por su salvación y redención?”.
Ofrenden los Hijos la sangre, el dolor y el sacrificio para la salvación de los padres; pueden morir, pero es mil veces peor si muere el alma, si permanece en la oscuridad. El Hijo ha de ir en espíritu y pensamiento a través de sus cartas; su predicación no ha de ser toda de amor: es preciso hablarles claro; hay que decirles: “Estás en un camino equivocado, vives para el mundo y no para Dios”. El alma consagrada no tiene el miedo de los del mundo de ver a los padres llegar al final de su hora, si no les dice: “Ya se ha acabado tu vida, que no venga la muerte y te sorprenda sin haberte preparado”. El Hijo no debe tener miedo de que ellos se vayan cuando ya han terminado su misión. Sus palabras han de ser de vida eterna; tiene la responsabilidad de dar a sus padres la salvación si son jóvenes todavía. No es que haya que decirles que tienen que hacerse Ordenados, sino que logren el desapego de los prejuicios, intereses, simpatías de la vida; mostrarles el egoísmo de la vejez para con la juventud, que no busca más que querer atar a los jóvenes allí, su falta de caridad al creer que es mucha más felicidad el cargar a todos los hijos con sus faltas y ataduras.
Esas son las cosas que hay que enseñar en las cartas, conversaciones, oraciones. Ofrendar sacrificios si es necesario para su salvación. Es una cosa tremenda para un alma consagrada pensar que sus padres no estarán en el número de los elegidos. Si han de ser directores de almas es antes con ellos que tienen que ensayar, y si no obtienen resultado, volver al principio, a la ofrenda; pedir por su salvación, para que abran los ojos a la Verdad, para que no vayan al más allá y caigan en el gran vacío de la desesperación. Bien decía la madre de Don Bosco: “Estoy segura de mi salvación porque he dado un hijo a Dios”. El padre de Santa Teresita decía: “Es mucho dolor no ver más a una hija y tenerla encerrada en un convento, pero es mucha dicha darla a Dios y tenerla en el cielo”. A esto tienen que llegar los padres para ser dignos de las almas consagradas, y si es necesario alguna vez darles una buena zarandeada para que se acerquen a la verdad.
La vocación de San Romualdo nació cuando vio a su padre matar a un primo. Fue tanto su horror que huyó del mundo. Fue un alma privilegiada porque vivió una vida de muerte mística y puso como corona de su Ordenación la vida de ermitaño. Después de haber trabajado en el mundo, hay que ir a ser ermitaños.
Cuando su padre fue anciano se arrepintió de su vida, y para poder salvarse, por consejo de Romualdo, entró en la congregación de su hijo. En este sentido era Romualdo intransigente: decía que la única vida de salvación es la renuncia; así lo demostró al rey Otón. Romualdo llevó a su padre al claustro, pero cuando tuvo que ausentarse, el viejito, que tenía veleidades, empezó a hacer de las suyas; al final dijo que estaba cansado y que quería volver a su casa. En ese tiempo volvió Romualdo y lo quiso convencer, pero como el padre no quería saber nada lo hizo azotar hasta que el buen hombre dijo “Tenéis razón”, y se quedó.
Por supuesto que este método no es recomendable, pero a veces es necesario ser un poco fuerte; que se saquen las vanidades de la cabeza y piensen en su eterna salvación. Es bueno que sepan que entre los cincuenta y los sesenta años hay que empezar a hacer el examen retrospectivo de la vida, porque Dios puede llevarlos en cualquier momento.
Las almas que han renunciado no tienen desde luego las obligaciones de la sociedad que son también muy pesadas para los seres que deben vivir en el mundo, pero eso no quita la obligación sagrada del rendimiento.
Ordenarse no es abandonarse, dejarse estar. Bien se ha visto cómo fallan las vocaciones falsas porque creen que ir a ordenarse es despreocuparse, no tener nada que hacer. El alma que ha renunciado puede producir el doble de la que está en el mundo porque tiene un caudal de resistencia, de fuerza, que no es común. En la Comunidad no se puede hacer los cálculos del mundo. La Ordenación tiene un producto espontáneo, natural, que le viene de Dios y de la Providencia. Es muy necesario que las almas sepan esto: “Muerto al mundo tengo hacia él mayores responsabilidades porque éstas no son de participación de trabajos; he de demostrar que si sigo el camino de la Renuncia puedo adquirir bienes mucho mayores, hacer trabajos más grandes y tener una resistencia muy superior; podré llegar a ser una potencia en todos los sectores sin participar directamente de esa potencia y habiendo renunciado a cosechar el fruto de esa obra”.
Desde que empiezan el Seminario hay que enseñar a los Hijos que la muerte mística no quita la responsabilidad de rendimiento. Es una obligación sagrada que cada uno tiene con el mundo; hay que decir: “Mi vida mística no me quita las posibilidades que tengo de ser útil a mi Comunidad, a la obra en donde trabajo y actúo, y por consecuencia natural, he de ser útil a la sociedad”.
Hay varios puntos muy importantes que es necesario tener bien presentes. Todo el mundo dice: “Una persona que ha renunciado no puede tener rendimiento, porque se le ha quitado el interés por la vida, la satisfacción en las obras”. Ya no hace falta decir que eso es falso. La vida recogida, la unión con Dios, da una fuerza superior; la actuación divina en el hombre hace que necesite la mitad de tiempo para hacer las mismas cosas y da una capacidad tal, que puede decirse que se llega a hacer lo que parece imposible. Por eso hay que decir al mundo: “No he perdido el interés sino en lo que pasa y es transitorio, porque la vida del mundo es fantasía. He adquirido un interés divino, porque no quiero una recompensa para ahora o para cuando sea viejo; quiero la recompensa de ver que las almas son felices. Estoy contento de ver que mi trabajo puede ser de alguna utilidad a los demás; mi interés se ha duplicado”. ¿Acaso se puede decir que una madre no tiene interés por sus hijos? Ella no espera nada de ellos, sin embargo, tiene el interés de su amor que es espontáneo, verdadero, real.
El interés del Ordenado aumenta, se fortalece. Alejado del mundo puede hacer mucho más porque enseña a los hombres que viviendo para Dios se puede dar aún más rendimiento humano. Ha renunciado a las ganancias y jubilaciones y, sin embargo, gana para todos: para la Comunidad, para vivir modestamente y para ayudar a otros seres. Prepara un terreno fértil para la vida de mañana. La Vida Espiritual no quita, sino da interés.
“La vida espiritual de Comunidad atrofia la voluntad y no se tiene capacidad productiva porque se tienen goces espirituales”. Esto no sólo lo dice la gente del mundo sino muchos buenos Hijos que viven en el valle. “Únicamente están pensando en la observancia; se olvidan de todo y no hacen las cosas como tienen que hacerlas”. Cabe responder: El cumplimiento de la observancia no quita el valor al trabajo y a las cosas. Si un Hijo olvida es porque también falta a la observancia, porque ella da más espíritu de atención; el inobservante no cumple. Cuando se cumplen fielmente los deberes y la observancia el pensamiento está puesto en Dios y no en tonterías, porque el que se vaya con la vista baja no impide que se vea todo lo que hay que ver. Cumplir el horario no quita cumplir bien los propios deberes. El milagro verdadero de la Comunidad es ése: la rutina, la observancia y la paciencia. ¡Qué valor grande adquiere un trabajo que se deja porque suena la campanilla! Si no se hace así el trabajo no tiene perfección ni espíritu de renuncia. El Hijo no vive el tiempo dimensional, sino el tiempo expansivo; para los Hijos el tiempo no cuenta.
Los Hijos, trabajando metódicamente, rutinariamente, haciendo un poco todos los días, pueden ejecutar trabajos que requerirían cuadrillas de hombres en el mundo, porque su fuerza de producción es mayor, porque Dios fortaleció sus músculos y su capacidad para realizar lo que se les manda.
Pasa como con el Padre Pío que desde un convento lejano, siempre orando -no puede hacer otra cosa porque tiene en las manos las llagas de Cristo- ha podido levantar un hospital maravilloso. Es el milagro de la vida de desapego y desprendimiento absoluto.
Nunca la observancia puede ser causa de que no se hagan bien las cosas. Por eso los Hijos del Seminario sean muy atentos. Hay que demostrar en la realidad que la observancia es fuerza.
Dios ha mandado a las almas consagradas en nombre de la Divina Encarnación no para tener responsabilidades sobre el mundo, sino para predicar y dirigir a las almas: ésa es su principal obligación.

Fundador de CAFH

Las Enseñanzas directas de Santiago Bovisio quedan así depositadas en manos de los hombres, cumpliéndose de esta manera su mandato final= ¡Expandid el Mensaje de la Renuncia a toda la Humanidad! Que la Divina Madre las bendiga con su poder de Amor.

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