Curso XXXIV - Enseñanza 11: Teología de la No Existencia
Así como las filosofías y teologías que se llaman de la “existencia” han dado origen a un gran desenvolvimiento de todo lo que se califica como conocimiento, las escuelas que han adoptado los postulados de lo que se califica de “no existencia” han sido las inspiradoras de todo el movimiento místico de la Humanidad.
Los objetivos y problemas de estas escuelas son esencialmente suprafísicos y dejando a un lado el conocimiento de las leyes del mundo fenomenal, se aplican a lograr el conocimiento del Principio Fundamental de la manifestación y de lo que en él subyace, es decir, de lo que existe más allá del principio primordial.
Mas ello significa que en última instancia es necesario discurrir sobre la Esencia Inmanifestada para descubrir su origen.
No es evidentemente necesario razonar mucho para advertir que de lograrlo dejaría de ser desconocida e inmanifestada.
La mente humana se reconoce, sin embargo, incapaz de penetrar ese misterio y cualquier esfuerzo de ella en ese sentido sería vano.
Entonces el único camino que puede llevar a una comprensión de Dios no es el mental, sino aquel que conduce a un estado de similitud al que se supone se halla lo Inmanifestado y que da como fruto el conocimiento extático.
Como se ve, esta forma de enfocar el conocimiento de Dios es esencialmente místico y continúa siendo hasta el día de hoy la base de todo el movimiento místico como se comprueba fácilmente a través de los escritos de San Juan de la Cruz, cuyo pensamiento es el rector de toda la mística cristiana contemporánea.
El hecho de ser la mente humana totalmente incapaz de penetrar los Misterios Divinos, como lo afirma esta doctrina, ha tenido como consecuencia que sus expositores fundamentales, sus grandes maestros, jamás hablaran sobre lo Inmanifestado. De ahí el reproche de ateísmo que se les formula.
Pero lo cierto es que la verdadera doctrina no niega ni afirma, simplemente no habla ni discurre sobre “Aquello”, limitándose a señalar la forma como cualquier ser, por sus propios medios, puede lograr el superior conocimiento iluminativo.
El principio fundamental de esta doctrina, que se llama de la no existencia, está contenido esencialmente en el concepto de la no permanencia.
En efecto, si se observa el mundo fenomenal, la manifestación cósmica, dicen los expositores de esta doctrina, se comprueba que uno se halla frente a un constante fluir, a un constante cambio de formas y aspectos. No hay un solo instante de reposo, no hay un solo momento de descanso.
Inténtese captar un fenómeno en un instante y en ese mismo momento que se cree que la mente lo ha captado, se comprueba que no existe más, que se ha escurrido, que no se puede controlar realmente.
Realmente no existe, es sólo una percepción subjetiva de la mente, imposible de controlar. Por ello y como postulado fundamental de esta doctrina, se dice que la manifestación no es más que una sucesión de percepciones, momentáneas, irreales.
Y al decir percepciones y no sensaciones se subraya el carácter subjetivo de la observación fenomenológica, pues los sentidos en sí, de por sí no dan conocimiento del mundo fenomenal sino sólo a través de la mente, lo que da a la percepción y conocimiento su carácter subjetivo-humano.
Sin embargo, aún dentro de esta doctrina de la no permanencia se admite una permanencia. El concepto de la unidad absoluta de Dios, del Uno, permanece como concepción axiomática indestructible en el pensamiento del hombre.
Dentro de este cuadro con continuos cambios, de inestabilidad, se plasma el concepto de la permanencia del Uno, del Yo Absoluto como lo llaman algunas escuelas, postulado que lleva a la ineludible conclusión teológica de que si únicamente el Yo Absoluto se considera permanente, nada en la tierra, en el Universo es Yo. Todo es “no Yo”.
Todo es inestable. Sensaciones, percepciones, cuerpos, conciencia, todo es “no Yo”, es ilusorio.
Nada de ello es substancial, sino únicamente apariencias huecas, vacías de sustancia y realidad.
El yo humano es entonces también sólo una ininterrumpida serie y sucesión de imágenes subjetivas irreales, vacías, fruto del engaño de la ignorancia.
El desarrollo de este concepto hasta sus últimas consecuencias es característico de esta doctrina, que lleva a sus seguidores inevitablemente al desprecio de las formas materiales y mentales y en última instancia al misticismo.
Concordante con sus concepciones negativas sobre la realidad del universo fenoménico, el método seguido fundamentalmente por esta escuela es el de la negación.
Para ello era necesario seguir el método de las antiguas escuelas, poseer, conocer primeramente todos los aspectos del mundo fenoménico para luego negarlos.
Se conocía primero el mundo físico y luego se lo negaba como ilusorio y falso.
Se repetía luego el proceso en el campo mental tratando de reducir también aquí sintéticamente todos los conceptos a sus formas más simples, para luego rechazarlas como aparentes y vacías, a fin de llegar a través de la aniquilación de la mente a un conocimiento puramente espiritual.
La mística contemporánea ha conservado muchos de estos conceptos y métodos de la antigua doctrina, como se nota fácilmente al recordar la exposición sobre la noche de los sentidos, de la mente, etc., de San Juan de la Cruz.
Asimismo no puede afirmarse que esta doctrina haya producido o pueda producir una verdadera Teología, pues su tendencia no es mental racional sino de fe, concretándose sus instructores principalmente en señalar la forma, el camino a seguir para librarse de la ilusión de la ignorancia y alcanzar el beatífico estado de armónica semejanza con Dios.
La progresiva conquista de la mente racional por los arios, la racionalización de la Humanidad, provocó la lógica decadencia de esta doctrina y si no fuera por el resurgimiento que experimentó a través de Buda, cuyas enseñanzas reavivaron la vacilante llama de la mística y del sendero de la pura fe, no hubiera quedado al día de hoy exponente de esta pura doctrina espiritual.
Buda, al observar el sufrimiento de la Humanidad, comprendió que la liberación de ella no depende del refinamiento de la razón, de hábiles disputas metafísicas, de la acumulación de conocimiento y desarrollo de pensamientos sutiles que en última instancia pueden llevar al hombre a la anarquía mental. Eludió por ello siempre la discusión metafísica y formuló su doctrina de manera tal que cualquier hombre pudiera practicarla con total prescindencia de sus capacidades intelectuales. Más que un nuevo sistema trascendental dio a sus contemporáneos y a la posteridad un nuevo concepto del deber y de moral.
Buda observa el dolor de la Humanidad y descubre que la raíz del dolor está en el deseo.
El deseo se aplica a los objetos del deseo, es decir a los objetos del mundo fenomenal y como éstos son inestables, transitorios, cambiantes, perecederos, cunde constantemente la amargura y el desengaño ante su pérdida. Y esta amargura y desengaño son la fuente del dolor que persigue a la Humanidad apegada y codiciosa de los objetos y formas fenomenales.
En esta formulación se descubre de inmediato la conexión de la doctrina particular de Buda con el sistema general de la no existencia o no permanencia. Asimismo se vislumbra el método que recomendará, es decir, el vencimiento del deseo a través de su formulación del óctuple sendero.
Consciente de la profunda impresión que causan en el alma humana los continuos cambios de las cosas, formuló una doctrina transformista.
La vida se considera como un constante devenir, una serie ininterrumpida de manifestaciones, transformaciones y extinciones. El mundo fenomenal, de los sentidos, de la mente, sólo existe de momento a momento. Cualquiera sea la duración de un estado, breve o largo, todo es devenir, a tal punto que Buda expresa como punto capital de su enseñanza que: Todo cuanto está sujeto a origen, está sujeto también a destrucción.
Este devenir no tiene principio ni fin. No hay momento estático cuando el devenir llega a ser, pues en el mismo momento en que se concibe algo con atributos de forma y nombre deja de ser lo que era, cambia en algo diferente.
Asimismo, enlazando el concepto de inestabilidad al de percepción subjetiva de los fenómenos, declara que el universo (viviente) es un reflejo de la mente.
Sólo la ignorancia hace ver y creer en cosas y formas estables en lugar de procesos continuos ininterrumpidos. Artificialmente se divide el flujo continuo en secciones llamándolas cosas, pero ello es ilusorio, pues la vida, el universo no es una cosa ni siquiera el estado de una cosa sino un cambio o movimiento continuo.
Para explicar la continuidad del mundo y faltando un sustratum, un punto permanente, Buda introduce en su doctrina la ley de causación haciéndola base de la continuidad. De esta ley de causación se deriva luego el concepto de continuidad eterna del devenir.
Si algo surge, existe una causa que lo originó. Si eso está ausente, ésto no deviene; si aquello cesó, esto cesa.
Entonces lo que se llama una cosa es solamente una fuerza, una causa, una condición, a tal punto que la doctrina afirma que las cosas son el producto de condiciones y que el mundo entero está condicionado por causas.
Se plantea aquí la pregunta de que si todo responde a una ley causal, qué causa original puso en movimiento el sistema.
Buda no ve ni halla nada permanente ni real en el constante fluir del mundo fenomenal, pero no puede interpretarse ello como que quiso decir que no haya nada real en absoluto. Buda elude siempre el campo metafísico; se contenta y acepta los hechos de la experiencia fenomenal que le indican que el Universo es un todo viviente, en constante cambio y evolución, que se niega a dividirse en objetos definidos y permanentes. No afirma ni niega que bajo el constante cambio haya algo permanente, es indiferente y no pasa más allá del mundo de la experiencia.
Por eso insiste en que los fenómenos del mundo, tal como los capta el intelecto, poseen únicamente existencia condicionada.
Sin embargo, Buda reconoce lo Inmanifestado, sin cuya existencia admite no habría posibilidad de salir del mundo de lo nacido y envuelto en la serie causal, aunque no discurre sobre Él.
Con ello se completa el cuadro causal en que el intelecto exige un ser incondicionado como condición y causa de la serie fenomenal universal.
El Inmanifestado no es en sí mismo parte de la serie fenomenal ni puede tener tal condición pues se halla fuera de la ley de causación, de contingencia y dependencias.
Sin embargo, no puede estar desligado de ella totalmente, pues en tal caso ella sería irreal, por falta de causa y sustancia.
Se advierte entonces que todo parece ser y no obstante no ser. Es ser y devenir, es y no es, real e irreal, que se interpreta en definitiva como una concepción idealista de devenir, la evolución del ser. Toda la manifestación, toda la existencia es un fluir de un punto a otro, siendo imposible al hombre, involucrado el mismo en el proceso, distinguir en él, separar el ser del no ser.
Por ello, comprendiendo las limitaciones humanas, el Buda se abstiene de pretender introducirse en un campo inescrutable y manteniéndose dentro de los alcances prácticos de la Humanidad general, lega a ésta su doctrina de liberación a través de la práctica de las virtudes fundamentales.