Curso XXIX - Enseñanza 12: Los Tlavatlis y los Toltecas
Entre las ásperas y desoladas cordilleras atlantes surgía una raza poderosa.
Sometidos al rigor de un invierno saturniano, faltos de todo, teniendo que luchar en contra de los elementales y en contra de los monstruos antediluvianos, los tlavatlis crecieron en fuerza, tenacidad, agilidad y resistencia.
Como un sueño irrealizable se extendían ante ellos las llanuras, llenas de bosques, de ríos, de pantanos y de hombres a quienes deseaban subyugar; y este deseo, transmitido de una generación a otra, haciéndose ancestral, desarrolló la memoria en ciernes de los atlantes.
Después de un riguroso invierno, cuando el calor volvió a llenar la atmósfera de humo, vapores y nieblas terrestres, los fuertes tlavatlis descendieron repetidas veces al llano, exterminando completamente en unos trescientos años, a los rmoahalls, apoderándose de sus tierras y de sus moradas.
Sin embargo, la memoria de los tlavatlis no era perfecta; mezclaban el recuerdo de la vida actual con el de las pasadas, confundiéndolos, de tal manera que no podían precisar cuál era la realidad de su vida presente y cuál la de las pasadas.
El don divino y sagrado de olvidar todo el pasado para poder dedicarse al día de una sola vida estaba reservado a los arios.
Con todo, esta confusa memoria conservó, en cierto modo, el recuerdo de los hechos valerosos y heroicos de los antecesores, y fue motivo de una especie de culto a los antepasados.
También, la memoria trajo al hombre la conciencia de lo que él valía y de cómo distinguirse de los demás, llenándolo de una inmensa ambición que frenéticamente lo impulsaba a la conquista. Por eso tuvieron los tlavatlis costumbres guerreras, jefes en los combates y guías en los hábitos de familia.
Al contrario de la primera subraza atlante, que desapareció con rapidez, la de los tlavatlis conservó sus descendientes hasta el final de la Raza Raíz; y si bien fue sucesivamente vencida por los nuevos atlantes y se fue transformando y ennegreciendo cada vez más su rojiza piel, mantuvo su dominio, por infinidad de centurias, en las montañas del noroeste de Atlántida.
En el centro de Atlántida, una nueva subraza atlante florecía paulatinamente: los toltecas.
Eran hombres de alta estatura, elegante talla, formas armónicas; la piel se les iba aclarando, tenía un lindo color bronce dorado.
Dueños ya de la memoria, recordaban también sus vidas pasadas.
Conocedores intuitivos de los poderes de la Naturaleza y clarividentes por herencia, los toltecas fundaron las naciones más poderosas y duraderas que viera la Tierra.
Fueron los primeros en practicar la adoración y el Culto Divino en forma regular y metódica.
Substituyeron las cuevas y empalizadas de madera de sus antepasados por hermosos edificios coronados de capiteles y sostenidos por infinidad de columnas. Edificaban con oricalco, que era una mezcla de oro, bronce y un polvillo volcánico, hoy completamente desconocido; con esta mezcla hacían una especie de grandes bloques radiantes.
El Templo estaba edificado en la ciudad máxima y tenía una altura asombrosa, dominado por una cúpula que representaba el disco solar que hizo merecer a la capital tolteca el título de “Ciudad de las Puertas de Oro”.
En el centro del Templo se hallaba la columna sobre la cual estaban esculpidas las leyes del Guía Espiritual de ellos, con una escritura simbólica formada de imágenes, figuras y gráficos.
El rey no era heredero de determinada corriente de sangre, sino heredero espiritual del rey fenecido.
De entre todos los aspirantes al Sacerdocio Iniciático, el más sabio era elegido para asistir al rey y aprender de él las enseñanzas que le harían apto para el gobierno. Si demostraba no serlo, era devuelto enseguida al Colegio Sacerdotal y otro ocupaba su puesto.
Los toltecas no tenían sino Leyes Divinas, pues las leyes sociales eran dictadas, sólo en determinadas ocasiones, por los Reyes Iniciados. Cuando éstos juzgaban, ordenaban o dictaban leyes, lo hacían después de una noche pasada en el Templo, entregados al sueño místico.
Con el tiempo, se fue debilitando su poder clarividente y entonces, para entrar en ese estado místico, bebían determinado brebaje, que les ponía en las condiciones nerviosas adecuadas para la clarividencia.
Entre las diversas naciones toltecas nunca había guerras, porque los reyes estaban confederados entre sí; pero combatían continuamente para defenderse de las hordas salvajes de las montañas; para la lucha no empleaban hombres sino explosivos, que lanzaban con poderosas máquinas a larga distancia.
Lo más notable de este pueblo era su método de irrigación. Juntaban agua en un hueco de la montaña formando un inmenso lago sobre la ciudad; y por un método inexplicable esta agua descendía de la montaña por tres canales, de tal manera que nunca se producía una inundación; estos canales rodeaban a la ciudad, sirviéndole de adorno y defensa. Por otro camino, las aguas se reintegraban al lago para su purificación, absorbidas por cañerías de aspiración secretas.
Los toltecas fueron grandes mecánicos; tenían naves y aeronaves, inmensas embarcaciones que surcaban al mar y los aires.
Todo este progreso fue lento; pero sus frutos desaparecieron después casi por completo, no por guerras o por destrucción, sino por el período glacial que sobrevino.