Curso XXVI - Enseñanza 9: Las Pruebas Iniciáticas
En los antiguos misterios de Eleusis se efectuaban ritos que correspondían a esta iniciación astral. También los sacerdotes egipcios simbolizaban estas realizaciones haciendo pasar al aspirante por las cuatro pruebas. Los Cristianos copiaron de los antiguos y repiten esas ceremonias en las vesticiones y profesiones religiosas.
Las Órdenes Esotéricas creyeron inútil repetir visiblemente esas Ceremonias que eran completamente superfluas, pues únicamente el Ser que está preparado para ellas puede participar, pero siempre en los mundos astrales. Además muchas veces se reflejan estos ritos en la vida ordinaria del discípulo, accidentalmente.
El primer Ceremonial Dorado se refiere a las cuatro pruebas que ha de superar el candidato para llegar a las puertas del Templo, en donde será consagrado Caballero de la Eternidad.
Las cuatro pruebas están simbolizadas por los cuatro Caballeros que custodian la entrada a los planos superiores. Son similares a los jinetes del Apocalipsis, al espectro del umbral de Zanoni, a las terribles fieras que custodian la entrada a la Edda Escandinava; en una palabra, son aquellos principios elementales que mantienen, impulsan, gobiernan y destruyen la vida física: la pasión, la incertidumbre, el miedo y la separatividad.
La pasión, en los seres buscadores del Sendero, parece adormecerse; como animalitos domésticos los instintos se ahuyentaron a los rayos de los primeros conocimientos, de las primeras vislumbres, de las victorias iniciales. El aspirante casi se ha olvidado de ellos. Pasan, a veces, años sin que den señales de vida; pero un día, de repente, saltan afuera y esta vez transformados en fieras terribles. Este retorno de las pasiones del ser, ley inevitable de consecuencias que la carne debe al depósito material que la formó, está simbolizado por la tierra llamándosele prueba de la Tierra.
Si ya está avezado a los planos astrales, el buscador habrá de pasar por el gran pantano. ¡Qué terrible es el pantano astral! El incierto pie se hunde a cada paso; monstruos horribles pululan allí, como si esperaran, ansiosos, devorar al viandante; pero si los Maestros dejan que él llegue hasta él es porque saben que sabrá cruzar incólume. El asco a la materialidad, en su forma astral, sin velos, mata las pasiones una a una. Cuando llega a la orilla opuesta jamás el instinto volverá a dominarle.
La segunda prueba es la del aire. Para llegar al templo ha de trepar las invisibles escaleras que a él conducen. El cuerpo astral del candidato ha de habituarse aquí a la cuarta dimensión. De repente, pavorosamente, su cuerpo toma dimensiones inmensas y de pronto se empequeñece hasta parecerle desaparecer.
Además las místicas escaleras se le presentan en forma de sogas colgantes y sin puntos de apoyo. La incertidumbre es espantosa; le parece, continuamente, que desde allí se precipitará en el abismo y queda suspendido hasta que comprende que allí no hay vacío. A medida que sube se desencadena el huracán. El huracán es imagen del paso de un estado astral a otro, superior.
La tercera prueba es la del agua; la del temor. Antes de llegar al Monte Sagrado hay que cruzar el lago que lo rodea; allí, nadar de nada vale (el valor es el ejercicio de nadar). Cuando la imponencia del monte embarga el alma el temor vence y el cuerpo astral siente que se hunde en un agua que no ahoga sino que hiela y paraliza todas las percepciones. Maestros y Protectores invisibles acompañan siempre a los candidatos en estas pruebas, de lo contrario difícilmente podrían los muy adelantados pasarlas. El temor es el enemigo mortal del hombre y hasta que no esté plenamente vencido no se puede pensar en llegar muy lejos.
La cuarta prueba de esta primera parte del Ceremonial Dorado es la del fuego. Piénsese un instante en uno que soñó toda su vida lograr un ideal y llega a la víspera de alcanzarlo y sólo entonces comprende que únicamente con la muerte lo logrará definitivamente.
El Templo esta rodeado de inextinguibles llamas. Por allí no pasarán incólumes los Caballeros; sólo “El Caballero”. Inútilmente buscó para él la realización. La realización está más allá de la personalidad. Todo concepto de separatividad ha de ser borrado si se quiere pasar por ese fuego que todo lo destruye; todo lo consume menos el Espíritu, la Unidad.
La segunda parte del Ceremonial Dorado representa las tres tentaciones mentales indispensables para el reconocimiento de la Madre Divina y la identificación con Ella.
No son éstas para seres vulgares sino únicamente para las grandes almas.
Jesús, antes de iniciar su misión Divina sobre la tierra, ha de pasar por estas pruebas y vencerlas; pues el adepto domina la pasión de la carne, la sed del dominio y el afán de riquezas.
Tras luchas incalculables el ser ha cruzado el círculo de fuego; su imagen ya es la imagen de todos los seres y la túnica inconsútil que viste es el reflejo de todos los poderes manifiestos.
Ha llegado la hora de las místicas bodas. La Madre Divina levantará el velo para mostrar su Rostro al amigo deseado.
Tres imágenes femeninas, de belleza deslumbrante, son presentadas al iniciado, vestidas de rojo, de azul y de amarillo. La de la Madre Divina, blanca y velada, se halla a su presencia, surgiendo y resaltando sobre el horizonte de fuego.
“¿Qué has venido a buscar, Peregrino, a través de tantos peligros y de tantas pruebas?"
“¡A quién, sino a Ti, oh Madre Eterna!"
“Pero… ¿Quién soy Yo?", dice la Madre.
“¡Eres el resumen de la vida, de la belleza, del encanto, del triunfo de la eternidad!".
Pero las tres mujeres le tientan, por última vez, clavando en su alma, de nuevo, la duda.
Le dicen: “No sabes quién se esconde bajo esos blancos velos. ¿Por qué no le pides que se descubra a tu presencia y se muestre tal cual es? Míranos a nosotras tal como somos: la realización, el encanto, la vida, la variabilidad”.
“No me pidas pruebas tan grandes…” dice la mujer velada.
Pero la duda ha entrado en el corazón del Caballero; insiste en pedirle que se desvista.
Dice él: “Aunque tengas las formas más horribles, si eres el sueño perseguido de mis múltiples vidas, te reconoceré".
“Así sea”, dice la Madre.
Esta es la prueba de la elección.
Caen los blancos velos, cae el sudario. Y, a los espantados ojos del Caballero se presenta la imagen más horrorosa que describirse pueda. Un cuerpo viejo, decrépito, que parece cargado de incontables años. Carnes secas, apergaminadas; una mirada que nada tiene de humana.
Las tres mujeres ríen diciendo: “¡He ahí a tu amada!”
La Madre, entonces dice: “Elige; ellas o yo”.
Si el Caballero sabe soportar la prueba de la elección cae a los pies de la Madre y la adora en su forma de destrucción. Basta esto para que desaparezca la pesadilla y la Madre Divina recobra su aspecto de eterna juventud y belleza.
En la Tabla Astral dirige esta Ceremonia una Alta Entidad quien viene organizando a las Órdenes Esotéricas desde hace muchas generaciones y que ya no toma cuerpo físico sobre la Tierra. Ella dirige periódicamente la Tabla Astral. En su última encarnación fue mujer y conserva, en el astral, aspecto femenino, representando a la Madre Universal.
El Templo se ha llenado de tinieblas; tan densas y oscuras que resultan inimaginables.
Se ha levantado la negra piedra de la Madre.
En la obscuridad solamente se ve el cuerpo dormido de la Madre en su ataúd eterno. Suspiros, silenciosas sombras y desconocidos pasos llenan el templo. Y poco a poco se van dibujando las imágenes, las sombras de aquellos que fueron poderosos, de aquellos que dominaron la tierra y que vienen a rendir homenaje a la Reina de todas las formas y de todos los poderes.
“Yo puedo dar el cálculo exacto. Yo puedo dar la soberbia ilimitada, indispensable para el triunfo. Yo puedo enseñar los caminos más seguros para destruir y hacer al hombre dueño del mundo. Yo soy sombra, pero un día me han llamado rey de reyes, caudillo, dominador, tirano, usurpador”.
“Si quieres te enseñaremos todas nuestras artes secretas; te haremos dueño de todas las cosas del mundo”.
“¿Y en cambio qué tendré que dar?”, pregunta el aspirante. Uno, el que parece el Jefe de esos espectros errantes le contesta, como le dijo Satán a Jesús: “Todo esto te daré si postrado me adoraras”.
Qué él conteste como Cristo: “Vete Satanás que escrito está: al Señor tu Dios adorarás y a él sólo servirás”.
Adorarás entonces a la Madre Divina únicamente y serán disipadas las tinieblas. Ha pasado felizmente la prueba de sed de dominio.
Aún tendrá que pasar la última prueba mental: la sed de riqueza. No sólo de las riquezas materiales, sino también de las riquezas del saber.
Le mostrará la Madre todo el oro escondido en las entrañas de la tierra, todo el oro de la inteligencia y del saber y le dirá: “Tómalo; es tuyo”.
El deberá contestar: “A Ti sólo aspiro y deseo”.
Se acercan entonces a él, Los Caballeros Astrales, para vestirlo con la armadura que tiene esculpidas en letras de oro sobre el pecho, las palabras: “Has vencido”.
La Sagrada Asamblea de los Caballeros Astrales se ha reunido, en mística rueda, sobre la desolada montaña de Kaor, para realizar la tercera y última parte del Ceremonial Dorado, en provecho del nuevo elegido.
Helo allí al resplandeciente Caballero, avanzando con su escolta.
La coraza ya no defiende su cuerpo físico sino una armadura de maravillosas y magnéticas vibraciones que circundan su cuerpo astral con deslumbrante resplandor. Todos los atributos materiales y símbolos iniciáticos se han transformado aquí, para Él, en fuerzas nuevas de poder y de magnificencia.
Su nombre ya no está escrito en el collar; ahora se encuentra estampado sobre la materia astral, para toda la Eternidad.
El antiguo Caballo es aquí la planta de sus pies, que puede dominar el Universo.
La espada reluciente es Foa puesto a su disposición.
Obsérvese el anillo que brilla en su dedo: es una fuente de fuerzas astrales que desciende del cielo a la tierra.
El sello del poder es aquella maravillosa corriente serpentina que sube y baja dentro de su cuerpo astral con reflejo de todos los colores.
Si se pudiera repetir con voces humanas los Cantos de los expectantes Caballeros, se traducirían así: “Bienaventurado tú, que llegaste al Ultimo Día y has sido elegido para Esposo Eterno de la Madre Divina. Fuiste desposado con Ella. Disponte, pues, a la prueba del Espíritu”.
Sobre la tierra, que descansa a los pies de la invisible reunión, pasa un estremecimiento de admiración. Y en la hora crepuscular el sol poniente despide y reverencia a los Caballeros Astrales, cubriendo el cielo de un rojo sangre.
Es la última hora: la hora del espíritu. La hora de comprenderlo todo para lanzarse luego a la obscuridad sin límites, para juntarse con Aquél que no se puede nombrar.
Los elementales del aire huyen espantados surcando el horizonte rojo de rayos y relámpagos.
Desde el antiguo y muerto cráter se levanta la Imagen Eterna de la Mujer Velada.
Dentro de pocos instantes Él y Ella estarán unidos perdurablemente. Unidos: ¿dónde? ¿cómo?
El Caballero Iniciado, avanza hacia Ella; los Santos Acompañantes quedan atrás. La voz (si así pudiera llamarse), habla: “No sabes tú desde cuanto tiempo he esperado este instante; no sabes tú, criatura de un día, que yo, desde el principio del universo te estoy esperando. Aún no estaban hechos los mundos ni había empezado a dibujarse el plan del cosmos, cuando yo estaba y tú también estabas. Más yo era la luz y tú eras la tiniebla. Desde entonces te he amado sobre todas las cosas y por amarte te perdí; por amarte te dí muerte. ¿No viste nunca la estatua de Kali, danzando sobre el cuerpo muerto de su esposo, con el cuchillo sangrante en la mano? Ello no es solamente símbolo; es verdad. Yo te dí muerte. Aún está viva en mi memoria la realidad de la leyenda del Génesis, cuando por amor vine a ti con la tentación y con ella te maté. Como yo era la Divinidad, no podía unirme a la Humanidad sin destruirla. Por ti hice el Universo y las cadenas planetarias y los millones de mundos que coronan tu cabeza. Y, a través de esos mundos y de esos cielos, te he ido buscando. En tanto, tú vagabas en pos de la ilusión, en la cual tú me buscabas. Por tu amor he destruido a los mundos que hice y he puesto guerra y sangre sobre la tierra; para reconquistarte me he cargado de todos los crímenes y de todos los males y he destruido, con un movimiento de mi mano, todo lo que impedía nuestra unión. ¡Cuantas veces, llorosa, te llamé y tú no me reconociste! ¡Cuantas veces tomé formas y aspectos diversos para darte un recuerdo de mí y tú me rechazaste! Por ti dejé la Divinidad y bajé hasta lo profundo del dolor y de la miseria humana, porque creía que haciéndome semejante a tí te volvería a conquistar. Te enseñé leyes y doctrinas y quise morir como un Dios por tu amor. ¡Pero aún así no me reconocías! ¡Para volvernos a reunir fue necesario que la Divinidad se hiciera humana, pero era también indispensable que la Humanidad se hiciera Divina, oh, mi Redentor!"
La intuición del Caballero Iniciado se cubre de un denso velo: no comprende. Habla:
“¿Cómo es que fue necesario tanto padecer y tanto mal para llegar a lo que éramos? ¿Por qué ese bajar y subir, ese descenso de la Divinidad a la Humanidad, para tornar a lo mismo? ¿Por qué el crimen, el horror y la miseria?"
“Es que, en realidad, Caballero, jamás tú has dejado de ser lo que eras ni jamás has sido lo que crees. Como un juego infantil, el Ser Divino, Luz Eterna, quiere espejarse en las tinieblas. No hay descenso ni ascenso. Sólo existe la ilusión que produce la luz al reflejarse en las tinieblas. Los mundos no son más que sombras de Dios. Ni el bien ni el mal existen; ni el crimen ni el dolor. Aquellos que mueren, vuelven a nacer y el mal de hoy es el bien de mañana. Cuando se destruye y cae una civilización, es porque una nueva, mejor, se está gestando. Cuando el arma criminal abre el pecho de un hombre es porque un nuevo cuerpo, más hermoso, está pronto para él. Aún más: al espíritu nadie lo puede tocar ni nada lo puede dañar; sufre y pena, cambia y se transforma mientras así lo cree. Pero, inmediatamente que se reconoce a sí mismo, en cualquier punto o etapa del camino que se encuentre y puede afirmar: “Yo soy Aquello”, desaparece la ilusión y es reintegrado a su prístina Divinidad y Esencia”.
“Pues yo, entonces, quiero destruir de una vez para siempre la ilusión; quiero ser tal cual soy”.
Brilla en el cielo, que ya se ha cubierto con el manto de la noche, el eterno símbolo del Círculo y la Cruz: la Sagrada Ank.
Los labios de la esposa inmortal se han unido con los del Caballero inmortalizado.
El eco de los Cantos Caballerescos repercute en el Universo.
“Desde el principio te conocía; desde el principio te amé. Los dos éramos Uno”.
Cuando los ojos se fijan sobre la cumbre para descubrir las siluetas de los dos Amantes Perfectos, ven que han desaparecido.
Sólo la llama se levanta, brillante, sobre la cumbre del Monte.