Curso XXVI - Enseñanza 1: Las Leyendas de las Órdenes Esotéricas

Miguel, el Jefe de la Hueste del Fuego, había purificado entre truenos, relámpagos y llamas, una Montaña Sagrada. Por centurias brilló en ella un fuego volcánico de terrible poder que, vomitando lava ardiente y piedras calcinantes, formaba un círculo impenetrable.
Si alguno hubiera pretendido llegar allí, habría sido preciso que caminara hacia el Oriente por terrenos malsanos, pantanosos e inhospitalarios. Luego encontraría una tierra verde y ondulante que descendía suavemente hasta la orilla de un lago de aguas saladas, inmóviles y transparentes, disimulando con su mansedumbre la furia que se desencadenaba en los días tormentosos.
Más adelante un inmenso barranco, un precipicio de fondo indeterminado, haría perder toda esperanza de encontrar un camino, una senda, para alcanzar el volcán que a lo lejos se erigía mostrando su frente soberbia, siempre coronada de fuego y de blancas nubes, que ocultaban su base en lo profundo del abismo.
Pasaron los siglos. Los diluvios se precipitaron sobre la tierra. El planeta se sacudió repetidas veces con terribles convulsiones. Y volvió la calma.
Un sudario de nieve cubrió los pantanos. Secóse el lago salado tornándose en desierto arenoso; el precipicio se hizo más abrupto y pareció muerto para siempre el volcán de la Montaña Sagrada.
¿Dónde estaba Miguel y sus huestes resplandecientes? ¿Dónde su corona, aquélla de fuego, llama, resplandor y muerte? Aún vivía la ígnea fuerza en las entrañas de la Montaña y si bien no se veían las llamas podía sentirse la vida, la hirviente vida, burbujear.
Y un día luminoso, ¡maravilloso día!, en que el arco iris surcaba los cielos desde el levante hasta el poniente, una procesión de hombres vestidos de blanco pisó por vez primera aquellos parajes vírgenes, jamás hollados por el pie del hombre.
Más… ¿eran hombres? ¿Ángeles? ¿Quiénes eran?
Los que encabezaban la procesión, jóvenes imberbes, delgados, con ojos de sueño y de fiebre, caminaban lentamente. La emoción juvenil reprimida, aún no del todo dominada, se hacía visible a pesar de la lenta marcha, por rápidos movimientos de la cabeza.
Seres más maduros iban en el medio de la fila. Fuertes, graves, bellos, con los ojos entreabiertos y las manos blancas, como las manos de la muerte.
Pero los que cerraban la mística procesión, ancianos de blanca barba, de cabellos de nieve flotando al viento, no tenían de hombres más que la externa apariencia.
¿Quién podría entender su lenguaje, aquel idioma cuyas palabras fueron pronunciadas al pie de la Montaña, cuando ya habían formado un círculo de hombres?
Los ancianos hablaban el idioma de los dioses y sólo sus discípulos podían entenderlos. Les indicaban una senda en la Montaña; huecos en las piedras, que serían celdas y moradas; piedras incrustadas en el monte para ser su asiento y plaza; nidos de águilas; nidos de santos.
Había en el clima aquella solemnidad que siempre anuncia la vida o la muerte. Uno de aquellos seres tenía en la mano un gran libro sellado: era el Libro de la Madre Divina.
Al anochecer entonaron un canto; las notas del himno místico se elevaban serenamente desde la tierra al cielo, como el grito de la Madre despertando del sueño para enfrentarse con la eternidad. Los ancianos flotaban en el aire y así, subiendo gradualmente, envueltos en nubes y resplandores, se perdieron entre los velos de la noche a los ojos de los discípulos que escrutaban las sombras.
Aquello fue el Templo, el santuario y la escuela. Horadaron la Montaña como un enjambre de abejas, penetrando hasta el interior del monte. Construyeron el Templo redondo sobre la boca aún caliente del cráter y escribieron el Nombre y el Signo de la Madre sobre el pico más alto de esa Montaña.
Sobre las paredes de esas celdas de roca viva fueron escritas las enseñanzas esotéricas y la realización de cada uno de los discípulos de los grandes Iniciados de los primeros tiempos.
Y cuando un discípulo se levantaba en el aire para ir en busca de su Maestro, otro lo reemplazaba en su celda del Templo de la Montaña.
¿Cuántos años pasaron? ¿Cuántos hombres moraron en esa soledad? ¿Cuántas almas subieron hasta la cima del monte y comprendieron el misterio de los Mantras?
Pero fue dada la voz: ¡Ha muerto Kaor! No hay más fuego en la Montaña. Mañana caerá para siempre.
Hacia el Egipto marcharon otra vez aquellos seres, en blanca fila, en solemne procesión.
¿Quién dominaría el mundo?
El estruendo de la destrucción y del movimiento sísmico que hundía a Kaor en el abismo o el Canto de la Eternidad que modulaban aquellos seres caminando hacia adelante, sin darse vuelta, siempre hacia adelante, hacia el porvenir, hacia los hombres nuevos, hacia las nuevas cosas: hacia la realización.
El mar y el desierto son hermanos: guardan ambos las reliquias de los tiempos pasados y la historia de las civilizaciones perdidas. Son como Dios que esconde bajo su manto las maravillas de Su Presencia a su paso por el mundo.
A la orilla del mar y al borde de los desiertos viven siempre razas extrañas de hombres: algo salvajes, algo encerrados en sí mismos, desconfiados de los demás mortales. Verdaderos custodios de las rocas o de los médanos ondulantes.
En una parte del desierto que guarda un trozo de la Atlántida perdida, en el centro del Sahara, vivía una raza de hombres completamente distintos a todos los demás.
Antes habían sido adoradores de las mesas de piedra, bañadas con leche y aceite; más tarde se adhirieron a la secta del Profeta. Pero su verdadera religión era otra: guardar una mesa negra y cuadrada, recuerdo de una antiquísima Tabla esotérica.
Estos eran los descendientes de aquellos primitivos maestros de las Montañas de Kaor.

Fundador de CAFH

Las Enseñanzas directas de Santiago Bovisio quedan así depositadas en manos de los hombres, cumpliéndose de esta manera su mandato final= ¡Expandid el Mensaje de la Renuncia a toda la Humanidad! Que la Divina Madre las bendiga con su poder de Amor.

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